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Su enorme semblante traspasó la puerta de madera, que yacía ante el púlpito. La mirada de Víctor, se detuvo con temor en el confesionario, mientras imploraba: -“ Padre, absuélvame, he pecado”. Sus piernas se quebraron en un lento suplicar de culpas; mientras las manos entrelazadas, presenciaban el relato. Entonces el cura, levantó sus dedos, atravesando al cuerpo, en infinitos rezos de perdón.





Se sintió solo, aislado, sediento de curiosidad, tratando de entender tanto dolor.
Dos triángulos de pelo, se espaciaban entre el manto de sus cejas; debajo, su boca rugosa murmuraba un padre nuestro. Alberto, el sacerdote de la villa, recorrió con sus yemas, los nudos del rosario, a la vez que lo escuchaba a él. Lo recordó pequeño, junto al arroyo; con su rostro encendido, mirando al piso, bajo los retos de la tía. Fue aquella siesta, el vía crucis, cuando su primo Víctor, casi se ahoga en la profundidad del agua. Se detuvo un instante, dentro del confesionario, en la imagen del torrente; con los brazos aferrados al pecho, mientras nadaba junto a él, hacia la orilla. Luego, los vio tendidos en la arena; uno, con el rostro pálido de miedo; el otro, bajo los efectos del agua. Allí sintió, como su boca entraba y salía, de los labios de Víctor, en una respiración artificial, mientras sus manos se perdían en la intimidad de la malla, y sus caricias se internaban por el torso desnudo, tibio, plasmado de un sabor prohibido. Sintió que su alma se expandía de felicidad, y que el pecado había sido concebido sin culpa. Lo amaba; había compartido la carne temblorosa, que estallaba dentro de su piel; las miradas silenciosas, derramadas esa tarde, que jamás olvidaría. Y ahora estaba allí, ante su propia sombra desgajada en llanto, que pedía perdón.
El cielo fundió sus lágrimas, en una intensa oscuridad, que se agravaba con las horas. Y lentamente, se fue alejando con los cánticos de fe, que se escuchaban en la iglesia.

La sotana fue encontrada, como prueba del caso, danzando bajo un árbol. A sus pies, un papel dirigido a Víctor, temblaba con ese mismo viento; donde decía: - “ Yo también te absuelvo, hijo mío”.

Ana.

Texto agregado el 25-10-2002, y leído por 820 visitantes. (1 voto)


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