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LA CONFESIÒN

El eco de sus pasos, sobre el frío mármol del piso de la iglesia, retumbaban en el pecho del sacerdote que leía sentado en el primer banco frente al altar una revista con tapa de Biblia.
Las botas negras avanzaban entre las filas de bancos de madera lustrada de aquella parroquia aislada en el medio de la cuidad mas poblada del planeta.
El sacerdote peinó sus cabellos blancos suspirando y volvió sus ojos hacia el visitante de botas negras y piloto negro, quien en sus manos sostenía su sombrero también negro junto a un par de lentes oscuros que se había quitado al cruzar la enorme y pesada puerta frontal de la iglesia.
El sacerdote se levantó dejando su revista sagrada en el asiento y esperó el arribo del visitante en el lugar donde los novios esperan a sus futuras esposas, mientras le indicaba con su mano en dirección al confesionario. El visitante asintió con su cabeza y ambos entraron, cada uno por su puerta, mientras el eco de los pasos aún rebotaba en las altas paredes de aquella construcción renacentista.
-Perdóneme Padre, pues he pecado.
-Confiésate, hijo mío, libera tu alma de las penurias de la carne y limpia tu corazón.
El visitante no respondió inmediatamente y el silencio recorrió la iglesia. El sacerdote miraba al suelo y levantaba sus cejas y suspiraba su irritación por haber sido interrumpido en su lectura.
-Quisiera que eso fuese posible, Padre. Pero...
-Hijo mío, no te desanimes. Dios sabe como te sientes y sabe lo que hiciste y sabe porque lo hiciste, eres tú quien debe arrepentirse de todo ello, sea lo que sea, y confesarlo para poder mirar al cielo a los ojos.
-Le doy la razón en este caso Padre. Dios sabe perfectamente porqué hice lo que hice, Dios sabe demasiado.
-Bueno...
El Padre perdía rápidamente la paciencia y aquel visitante lo sabía.
-Porque no me dices de qué te arrepientes así podemos solucionarlo y puedes volver a casa en paz con Dios.
-A casa en paz... -suspiró el visitante.
-Hijo mío, que te hace pensar que no serás perdonado, ¿Qué es lo que has hecho que tanto te mortifica?
-Padre, lo que he hecho...
Otro suspiro y otro silencio y otro eco flotando en la iglesia. De pronto la voz del visitante rompió el aire y comenzó a sonar.
-He dado muy malas ideas a muchos amigos -dijo el visitante.
El sacerdote se quedó mirando entre las hendijas de las paredes de bronce del confesionario con las cejas levantadas y la duda en su mirada. El Padre habló: -Hijo mío, no debes castigarte tanto a ti mismo. Las ideas son sólo ideas y quien las toma o las deja es igual de libre que tú y sabe lo que es correcto hacer y lo que no. Tú no eres el responsable.
-Padre, si le pone a un futbolista una pelota frente a él, ¿qué cree usted que hará?. Si regala a un ex-adicto una jeringa con drogas que no conoció, ¿qué cree usted que hará? Dígame, Padre, ¿Qué cree usted que haría si le diera una colección de las revistas que más le gustan? Usted sabe a lo que me refiero.
Los ojos del sacerdote se abrieron y su corazón comenzó a palpitar casi más fuerte de lo que su cuerpo resistiría. Sus manos comenzaron a sudar por demás y con voz entrecortada interrogó: -¿Cómo sabes tú de...? ¿Cómo es qué...?
El sacerdote calló. El silencio volvió a reinar en el aire y el Padre ahondaba en sus pensamientos y cerraba y abría los ojos y sudaba, y cerraba y abría sus manos que sudaban, y peinaba y caían sus cabellos blancos sobre su frente. Mientras, del otro lado de los bronces, el hombre del piloto negro sólo esperaba con ojos de tristeza. Finalmente el sacerdote dijo: -De todas formas, hijo mío, tu sigues sin ser responsable de las acciones de los demás. Aunque no estuvo bien lo que hiciste, un adicto es un adicto y un futbolista no morirá por patear una pelota fuera de un juego.
El visitante movió su cabeza en negativa y sonrió diciendo: ¿y si ese futbolista estuviera en una silla de ruedas?
El Padre levantó la vista de golpe.
-Ahora bien, Padre, un adicto moriría. Pero... ¿Qué pasaría si a una mente asesina se le diera el poder para asesinar a todas las personas de la raza que considere inferior?; ¿Si a un alma sumergida en la ambición se le ofreciera una fortuna por traicionar a quien fue su hermano, a quien salvó su vida?; ¿Cuántos morirían si a un simple piloto de avión deseoso de ser algo más, se le diera una bomba capaz de destruir toda una cuidad y la inmunidad para hacerlo sin consecuencias terrenales?
El sacerdote inmóvil con su quijada abierta no reaccionaba.
El visitante interrogó casi en desesperación: -¿Qué pasaría, Padre, qué pasaría?
-Tú... pero... Tú... no hiciste todo eso, ¿verdad? -preguntó el Padre casi con miedo.
El visitante levantó la voz y su cuerpo de la silla sin salir de la caja y dijo: ¡Responda Padre, responda mis preguntas!
Las preguntas y las respuestas se sucedieron como en un juego de ping-pong, alzando lentamente el tono de voz hasta terminar golpeando con palabras cada rincón de aquel enorme edificio:
-¿Qué pasaría si a una mente asesina se le diera el poder para asesinar a todas las personas de la raza que considere inferior? -preguntó firme el visitante.
-Un holocausto -susurraba el Padre entendiendo poco a poco sus palabras y lo que ellas significaban.
-¿Y si a un alma sumergida en la ambición se le ofreciera una fortuna por traicionar a quien fue su hermano, a quien salvó su vida?
-Judas -el tono de voz del sacerdote se elevaba junto a su cabeza y su mirada.
-¿Cuántos morirían si a un simple piloto de avión deseoso de ser algo más, se le diera una bomba capaz de destruir toda una cuidad y la inmunidad para hacerlo sin consecuencias terrenales?
-¡Dios mío! -exclamó el Padre con los ojos bien abiertos y las manos en la cabeza -Hiroshima -dijo.
Los gritos aún se escuchaban en los rincones de la iglesia vacía.
-Dios sabe demasiado, nosotros poco y ustedes... -agregó ya en voz calmada el visitante.
-¿A qué te refieres con ustedes? Cuestionó el sacerdote sin levantar la cabeza que miraba al suelo.
El hombre sólo esperó a que la mente del padre se respondiera a si misma. Unos segundos después la mirada de Padre se fijó en la pared de bronce del confesionario y dijo enojado: -¡¿Qué tiene que ver Dios con todo lo que me has nombrado?! ¡¿Quién eres tú para acusar al Señor de semejantes atrocidades?!
-Yo no acuso a Dios de eso -respondió el visitante y continuó: -Sé que todo era necesario y sé aún falta, es sólo que ya estoy muy cansado.
Los ojos del hombre del piloto negro se llenaron de lágrimas y su boca repitió: -Estoy muy cansado.
El sacerdote rompió en llanto mientras movía su cabeza negando lo que había escuchado. Hasta que el movimiento se detuvo y mirando al frente con los ojos demasiado abiertos preguntó: -¿Por qué tú? ¿Por qué dices que estás cansado? ¿De qué estás cansado?
-Padre, no pretenda entender lo que aún no sabe -respondió el visitante.
-Dios me dará la sabiduría para entenderlo. Dios si sabe -replicó el sacerdote.
-Claro que lo sabe, Padre -dijo el hombre y siguió: -Dios sabe perfectamente porque lo hice. El problema es que luego de tantos años y tiempos y épocas y gente y pueblos, soy yo quien todavía no sabe porque tuve que hacerlo.
-Pero... no entiendo hijo mío, ¿porque dices que tuviste que hacerlo?
-Tuve que hacerlo.
-Pero... hijo mío...
-¡Ah! Una cosa más Padre... ¡Yo no soy su maldito hijo!
El sacerdote inhaló profundamente cerrando sus ojos por un instante y nuevamente dirigió su mirada hacia aquella silueta detrás de los bronces del confesionario. Con un tono de voz tan sereno como desconcertado, dijo: -Hijo... perdón... Amigo mío, confiésate ante mí y Dios te perdonará.
El frío se hizo sentir. De pronto, muy de golpe... el frío se hizo sentir.
-Padre, usted está bromeando, ¿verdad?
El frío...
-Hijo, el Señor es misericordioso, el Señor es...
Un grito interrumpió al sacerdote tanto en sus palabras como en el latir de su corazón.
-Usted está bromeando, ¿verdad? ¡Dígame que es una broma! ¡Y yo no soy su maldito hijo!
El confesionario temblaba al ritmo del sacerdote y el frío se apoderaba del lugar.
-Hij... Amigo, tu dolor no es pecado, debes confesarte como todos los demás... como todos los demás...
Entre los bronces, se escuchó un suspiro de resignación. Y luego la respiración del visitante que se incrementaba rápidamente, como una bomba a punto de estallar.
-Tiene razón, Padre. Tiene razón en una cosa.
El sacerdote soltó el aire que tenía acumulado en sus pulmones.
-Padre, es cierto. Mi dolor no es pecado. Mi dolor no es pecado pero... pero su dolor si lo es.
El visitante se levantó de la silla aún sin salir del confesionario y atravesó con su puño las paredes de bronce que lo separaban del sacerdote. Con sus dedos arrancó los ojos del anciano el cual quedó temblando en su silla, sangrando y gimiendo.
El hombre de negro salió del confesionario con los ojos entre sus dedos y caminó hasta el banco donde el Padre había dejado su revista. Los dejó caer sobre la foto de una hermosa mujer sin ropas que sonreía ante la cámara que en algún momento la fotografió. El visitante dio media vuelta y volvió sobre sus pasos hacia la puerta, aquella enorme puerta de aquella enorme iglesia en medio de aquella enorme cuidad. Al llegar, la abrió de un suspiro, se detuvo, miró a su alrededor y sonrió envuelto en una expresión de irónica tristeza. Mirando al frente tomó sus lentes y sin mover la cabeza se los puso. El sol se reflejaba en los vidrios opacos de los lentes del hombre de negro. Sin parar de sonreír, bajó las escaleras a los saltos y se alejó caminando por la calle. Con su sombrero en la mano. Con sus botas negras. Con su piloto al viento.

FIN

Texto agregado el 19-04-2005, y leído por 142 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
19-04-2005 demasiado me encanto.... mis felicitaciones..tanto amor tanto color de rosa algunas veces se agradece un poco de violencia...mis felicitaciones***** kasiquenoquiero
 
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