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Humanidad




Armado de un equipo nuevo: cámara de video, máquina digital, trípodes y otros implementos, el periodista se dirigió al aeropuerto. Su meta era Yakarta una importante capital del archipiélago Indonesio.
La revista para la cual trabajaba le había encargado un reportaje gráfico sobre las prósperas ciudades; los apasionantes lugares turísticos, llenos de lujo, hoteles de cinco estrellas, deporte de todo tipo, es especia acuáticos; y el duro contraste con los pueblos costeros pobres, los cuales sobrevivían escasamente de la magra entrega del mar. Pueblos de pescadores casi sin desarrollo, en los que la gente sigue adelante sin esperanzas de prosperidad, igual que algunas poblaciones del interior, en las que se fueron instalando aquellos que no han tenido posibilidad de insertarse en la vorágine de las ciudades.
Cuando terminase de enviar por correo electrónico todo el material, se tomaría unos días, ahorrando un poco de los viáticos y con algo de dinero propio, podría costearse un hotel, no muy caro y unos días de mar y playa serían el descanso soñado.
La ciudad de Jaffna en Sri Lanka, la de Banda Aceh en Sumatra, los paisajes exóticos, los atardeceres en el mar Indico, todo fue captado por las cámaras del periodista. No dejó sin registrar la diversidad de gentes que en las distintas islas circulaban, tipos de características étnicas parecidas entre sí, pero con lenguas y costumbres diferentes.
Mandó rigurosamente todo el material a su revista y en Phuket decidió quedarse unos días para redactar los pies del material enviado.
Eligió un hotel de pocas estrellas, y comenzó su trabajo. Aprovechaba las horas del día para recorrer y conocer gentes y la noche para trabajar. Mirando mapas decidió que después iría a Chennai en la India, alguien le dijo que valía la pena.
Esa mañana, la siguiente de Navidad en el mundo cristiano, el día estaba tranquilo, los deportes acuáticos tentaban desde el agua, a los lejos, dos o tres barcos de excursión navegaban lentamente. Nada hacía presagiar un día diferente.
En la playa una familia se instaló cerca del hombre, que tranquilamente, fumaba su pipa y gozaba del placer de sacar fotos sin obligación. De pronto una niña comezó a gritar señalando el mar, en la pantalla de su máquina él no vio nada, pero los gritos y la inquietud de sus vecinos lo atraparon, dos segundos después todo era nada.
El cielo oscuro, el agua enfurecida, la tierra en movimiento, los árboles con sus ramas como brazos enloquecidos, todo había perdido su ubicación.
El periodista tomó conciencia de que algo sucedía, pero estaba paralizado, ora debajo del agua, ora emergiendo para tomar aire. Recibía golpes de no sabía qué, piedras, ramas, todo giraba alrededor, en loco desorden; en su muñeca, la máquina permanecía abierta, con la última escena impresa.
Sintió algo que se prendía fuertemente a su piel, quiso soltarse y vio justo a tiempo, que la niña lo tomaba desesperadamente. Su instinto de conservación lo llevó a desprenderse de las manitas que lo atenazaban, y en el momento que emergían del agua vio su cara, y no pudo hacerlo.
Sobreponiéndose a todo, intentó nadar, la fuerza del agua lo llevaba de un lado a otro, la fuerza de la angustia y la necesidad de llevar a la niña a lugar seguro lo sostenía en medio del desastre. Casi ahogado, un fuerte golpe lo encajó en la horqueta de un gigantesco árbol que por milagro estaba con sus raíces aún sujetas en la tierra.
Se tomó fuertemente de la gruesa rama, alzó a la aterrada niña, la acomodó a su lado y advirtió que aún pendía de su muñeca la máquina de fotos, sin pensar si estaba mojada o no, comenzó a fijar imágenes: de la niña, del árbol, del desvastado entorno.
Nunca supo cuánto estuvo allí, sólo el instinto de supervivencia no le permitía soltarse y que el agua lo llevase.
En su cabeza, como buen periodista, giraban otros desastres en los que había estado, siempre como frío espectador: Colombia y Azucena hundidas en el barro, esporádicas incursiones en las guerras de Irak y de Afganistán, una noche en un kibutz atacado por palestinos. Nada se parecía a esto, la furia de la naturaleza en toda su violencia, y él allí como protagonista, con una niña, a la que no podía, no debía abandonar.
Tan rápido como el mar avanzó, se retiró y fue en ese momento, cuando el hombre supo que, de verdad, había un Dios, no importaba cuál. Sólo por un milagro podían estar vivos entre tanta desolación.
La playa había desaparecido, montañas de troncos, trozos de autos, maderas cadáveres de animales y de humanos, se apilaban allí, donde segundos antes había una muchedumbre gozando de un día de sol.
Bajó del árbol con la muchachita, sortearon obstáculos, llegaron a lo que alguna vez fue un camino y marcharon en busca de auxilio.
Poco a poco, su mente volvió a la normalidad, una vez que dejó a la niña en lugar seguro, pensó que tal vez la máquina había tomado fotos del horror vivido. Buscó el medio para enviarlas a su editor; debía hacerlo, los lectores debía ver lo sucedido desde el lugar de los hechos.

Cuando al fin en su país y en sus propias fotos, vio allá a lo lejos, unos barcos de excursión que navegaban suavemente, mientras en primer plano, una chiquilla, de ojos grandes y asustados, lo miraba, recordó la violencia y el espanto del momento vivido.
Entonces se dio cuenta que, por una vez, antepuso la humanidad a la profesión.
Por eso, cuando lo premiaron por su producción gráfica del tsunami, sólo pudo agradecer a Dios el haber podido salvar una vida.


Texto agregado el 24-04-2005, y leído por 160 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-05-2005 Bueno, bueno me has llevado en volandas con esta narracion. Esta lograda y ... tiene vida propia. Un aplauso franlend
 
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