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El viento empezó a levantarse a eso de media tarde y pensé en la ropa que acababa de tender en el patio y en lo pronto que se secaría. Hacía un par de minutos que había puesto agua a hervir para hacerme una taza de té y ya empezaba a bullir dentro del cazo, por lo que me apresuré a apagar el gas de la cocina. Hacía poco tiempo que había descubierto el sabor del té y, aunque podía echarme azúcar, prefería sentir ese sabor medio amargo en la boca, me gustaba... El último disco de Luciano Pavarotti sonaba desde el salón, así que, con la taza de té verde y hierbabuena en la mano, empecé a andar en dirección al butacón, desde el que se podía divisar toda la avenida.

Las cortinas de encaje estaban abiertas, por lo que me arrebujé en el sillón poniéndome una pequeña manta de cuadros encima de las piernas y empecé a mirar a través de los cristales, cómo los coches se paraban ante el semáforo en rojo y cómo se volvían a poner en marcha cuando aparecía el color ámbar. Era una visión un poco monótona, pero hoy no tenía ganas de mirar a las personas que en esos momentos se arremolinaban en torno al paso de cebra, recién pintado.

Qué rápido habían pasado los meses y qué pocas hojas le quedaban al calendario de sobremesa que, junto con el teléfono y una pluma dorada descansaba sobre una pequeña mesa camilla .
Adoraba el otoño y, aunque ese verbo era quizá un poco petulante para encabezar ese periodo de días grises y nubes blanquecinas, yo quería venerarlo porque lo sentía así. Siempre que llegaba el mes de noviembre me gustaba atrapar en mi retina ese color medio almibarado de las hojas que aún se mantenían en los árboles; también me gustaba sentir la frialdad de las noches recién estrenadas, pero, por encima de todo, este tiempo me recordaba a un muchacho de pelo claro y ojos pardos. A veces creía sentir su presencia y hasta recordar su olor. Y cuando abría el tercer cajón de la cómoda y, entre mondas de naranjas, tocaba aquella camisa de seda que algún día fue blanca y la acercaba a mi pecho, sentía la fuerza de unos brazos que rodeaban mi cuerpo como queriéndome atrapar en el tiempo.

Desde el momento en que los continuos bombardeos sobre Madrid forzaron la retirada de muchos civiles, mi padre hizo que mi hermana y yo fuésemos con nuestra tía hasta Valencia y desde allí a Holanda, por lo que perdí todo contacto con Pablo, así se llamaba aquel muchacho que se llevó mi corazón engarzado entre su raído uniforme.

Nos amamos siempre que pudimos sobornar a la suerte, y muchos atardeceres de otoño, pegado a mis brazos como una enredadera, bebía de mis labios, tiñendo mi boca de esperanza.

Hojas secas de otoño caían al suelo mientras mis lágrimas amargas le buscaban entre el viento.

Nunca le volví a ver, pero sé que murió en el frente y se llevó con él el único puente que tenía para poder alcanzar las estrellas.

Pero nunca fue ni sombra, ni olvido, ni ceniza.

Texto agregado el 25-04-2005, y leído por 139 visitantes. (0 votos)


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