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Se llamaba Lucía. Era hermosa, sin duda. De manera extraña, a segunda vista. Hermosa por su juventud. El uniforme escolar que la traicionaba. Mirada perdida, pensativa, divagante. Lejanía que me invitaba. Era de tarde. La hora perfecta. Dos solitarios en aquel parque. Hacía frío, recuerdo. Sus senos altivos, soberbios, inocentes, vulgares. Trataba de fumar un cigarrillo. Me acerqué lentamente, bandido, acechador. Su aroma dulce me recordaba a mi madre. Cada mañana regaba sus plantas celosamente, su gran orgullo, su punto de honor. De niño, solía correr hacia ella para darle los buenos días ¡Cuidado mijo! Gritaba. Siempre tan torpe, no me molestes.

Se llamaba Lucía. Tomé por asalto sus cabellos rizados, castaños, inhóspitos. Aterrada, volteó. Nuestras miradas, cruzándose, practicaban una lengua desconocida. Tenía miedo, lo sé. Pero era orgullosa, no quería escapar de nuestro encuentro. Hurgué en mi bolsillo y encontré un caramelo, se lo ofrecí. No puedo hablar con extraños, mucho menos aceptarles regalos. Sonrió. Entonces, me llamo Esteban, sólo para que lo sepas. Nos dimos la mano. El saludo obligado. Nuestros ojos abiertos, recorriéndonos de arriba hacia abajo.

Se llamaba Lucía. Así le gritó su amiga, a lo lejos, muerta de miedo. Si tu papá se entera nos mata. Tranquila, sosteniéndome con el verdor de sus ojos, me dijo que su papá era el celador de la escuela. Fue entonces cuando terminó aquella primera cita. Inesperada, reveladora, inolvidable. Sólo te puedo decir que nos veremos muy seguido, porque yo soy el hijo del director. El universitario, asentó. Ese, respondí yo. El silencio nos envolvía con el olor a lluvia que amenazaba. Vengo a este sitio cada jueves en la tarde, justo cuando mi papá sale a hacer las compras.

Se llamaba Lucía. Y cada jueves inventábamos nuevas palabras. Nuestras lenguas atormentadas, perfeccionaban nuestro idioma secreto. Aquella amiga dejó de acompañarla. Me tiene envidia porque tengo un novio universitario, me contó alguna vez. Tengo muchos amigos que con gusto le harían el favor. Es mejor que olvidemos el asunto, no quiero chismes, no quiero problemas. Está bien Lucía, tampoco quiero que el celador trate de cortarme la cabeza. Nos reíamos de ese señor, malhumorado, con su manojo de llaves, que vigilaba cada rincón de la escuela buscando amantes furtivos.

Se llamaba Lucía. Yo la hice mujer en ese parque. Engulló su dolor con un sigiloso gemido. Y un par de lágrimas. Se disculpaba diciendo que nunca antes se había enamorado. Acababa de empezar su último año y cada jueves en la tarde, dejaba mis huellas en su piel baldía. Yo también me había enamorado, aunque nunca se lo decía. Pero fue un domingo, como cualquier otro, solitario, despejado, que toqué la puerta de la escuela. Soy Esteban y me voy a casar con su hija, le dije al celador cuando se acercó.

Se llamaba Lucía. Y su padre me echó a patadas ese domingo. Una y otra vez, en un ciclo interminable, yo regresaba. Busque a su hija y pregúntele. Llevamos un año viéndonos a escondidas. Apenas se gradúe me caso con ella. Está decidido. Hijo de puta, gritaba el celador. Después del portazo, se escuchaban sus pasos apresurados. Lucía lloraba, suplicaba perdón. No me golpees papá, puedes lastimar al bebé. Silencio, sólo el silencio. Una bofetada, tal vez dos. De los cabellos la echó. No los quiero volver a ver, pecadores, inconscientes, inmorales.

Se llamaba Lucía. Aquel jueves por la tarde, murió en la sala de urgencias del hospital. Un parto con complicaciones fue la última anotación de los médicos. Se fue, pero antes me dejó un milagro, con ojos verdes también. Siete años después, regresamos a la escuela. Era su primer día. El director hizo todos los arreglos, por petición de mi mamá. Antes de dejarla en el patio de recreo, nos topamos con el celador. Se miraron. Sus ojos fijos y desafiantes me recordaron ese parque que atestiguó tantos encuentros. Ya era viejo. Igual que a su manojo de llaves, el óxido le carcomía la piel. Se le escaparon un par de lágrimas y, enterrando el odio, la tomó entre sus brazos.

Se llama Lucía. Se la encargo, por favor. Cuídela mucho, regreso cuando salga del trabajo. Calculo que a las cuatro. Papi, papi, tranquilo, los niños dicen que el celador es gruñón, pero que en el fondo es bueno. Debe serlo, mírale las canas ¡Parece un abuelo!

Texto agregado el 27-04-2005, y leído por 284 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
30-04-2005 la pequeña Lucía salvo el cuento, felicitaciones para ella. NEWEN
28-04-2005 Bueno, bueno... estas decidida que las lágrimas salten de mis ojos, recorran mis mejillas, si, esas, las mismas que se encarnan cuando felicitan mis textos... ***** Salud y libertad buhomatrix
 
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