Al colgar el teléfono
confirmó que su silencio era música,
armonía.
Tirado en su cama, boca abajo,
respiraba despacito para que nadie
sospechase de su felicidad temprana.
Bajo su pecho, (sanado por el mismo Tiempo
que paradójicamente alguna vez lo desgarró
lentamente con su paciente puñal)
enredó sus dedos deformes.
Los mismos dedos de uñas nimias
que aquel febrero supieron seducir
su cielo imposible de verdes ojos.
Gritando sin despertar
a nadie más que a su alma,
rezó después de muchos días.
Pidió por él,
como nunca antes lo había hecho.
Por primera vez, no sintió culpa.
En sus plegarias, súplicas hijas de la pretensión,
sólo había un protagonista y se hacía llamar tonto.
¿A que Dios mezquino se le ocurriría castigar
a un joven enamorado que sólo pide amor eterno?
¡Ambos sabemos a cual!
Pero hay un detalle que no es menor:
¡El tonto sabe que al orar nada va cambiar!
Por eso sigue rezando.