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El niño vio su propia cara reflejada en el vidrio. Tuvo que reacomodar el enfoque de sus pupilas para mirar como la estación Río de Janeiro avanzaba rápidamente hacia él a través de la negrura del túnel, apenas amortiguada por las mortecinas lámparas que trataban vanamente de iluminarlo.

Cuando el subte aminoró la marcha con ese fuerte resoplido que activa los frenos poco antes de entrar a la estación, tomó nuevamente conciencia de sí mismo, y sintió la mano de la madre en el dorso de su pierna. Siempre que podía se ubicaba en el primer asiento del primer vagón y viajaba arrodillado mirando hacia adelante. Al detenerse el subte, se sentó, para descansar un poco las rodillas y también para ver lo que ocurría en el interior del coche. Miró a su madre y ella le sonrió. Parecía contenta y esto lo alegraba porque desde que habían llegado a Buenos Aires, por lo general la veía preocupada o triste. Y, alguna vez, de noche, cuando creía que él estaba dormido, la había oído llorar.

El tren reanudó su marcha pero él permaneció sentado. En el asiento que lo enfrentaba viajaba un señor calvo, parecía estar mirando muy lejos cosas que solo él podía ver. A su lado una chica joven y rubia, muy linda, que se parecía a su maestra de tercer grado, allá en la Patagonia. Ella miró al niño, arrugó la nariz y le sonrió. Él respondió la sonrisa un poco perturbado, y rápidamente se puso de rodillas a mirar hacia afuera. Dijo en voz alta:
-Ahora vienen Medrano, Loria, Once, Alberti, Pasco, Congreso, Sáenz Peña, Lima y Piedras... y miró orgulloso a su madre, la que fingió asombrarse de su memoria.

En Piedras bajaban. Allí estaba el correo al que su madre iba muy seguido, siempre con él, en subte. Ella escribía muchas cartas a la Patagonia, donde había quedado lo que más amaban. El niño recordó a su padre que había permanecido allá, tan lejos, por esos asuntos que habían motivado el traslado de la familia a la Capital, y se preguntó cuando vendría para estar otra vez todos juntos. En la última carta decía que sería muy pronto, y al final había una nota para él. Le recomendaba que se portara bien y que cuidara a mamá. Además le prometía que irían a pasear por todas partes y también a la cancha a ver a Boca.

Ahora venía un subte de frente, lo miró acercarse con aprensión, siempre temía que lo hiciera por la misma vía y que se produjera un choque colosal. Al cruzarse, ambos trenes se saludaron con ese timbre estridente que tienen los subtes. El niño miró a la madre y rió, justo cuando entraban a la estación Medrano.

Se sentó. Observó que el señor calvo había cerrado los ojos, parecía dormir. La chica rubia leía una revista Para Ti. Su madre también la compraba y seguía una novela de amor. Era una revista muy aburrida. Hurgó en sus bolsillos y saco una moneda. Era plateada y reluciente, decía: República Argentina, 20 centavos. Se la mostró a su madre,
-Es nuevita, de este año, dijo.

Ahora miraba como las luces laterales del túnel pasaban de rojo a verde a medida que el tren se acercaba. El niño sabía que de no suceder así, el subte se detendría. Loria es la siguiente de Medrano, y desde el fondo de una larga recta divisaba las luces de los andenes. Loria era para el niño la última estación de las de acá. Luego venía Once y las estaciones de allá. Cuando el tren se detuvo, se paró y se observó en el espejo que estaba al lado del señor calvo. Vio un chico, morocho, peinado con Gomina, y con un pullover a rombos tejido a mano. En realidad el niño se sentía un poco incómodo con esa prenda. En la Patagonia todos los chicos tenían pullovers a rombos, pero en Buenos Aires no veía que nadie los usara.

Por el espejo vio también, a sus espaldas, un señor mayor de cabello y bigote entrecano. Pensó que parecía un policía de la secreta. Se preguntó como no lo había visto antes, luego volvió a su asiento.

Ahora venía la mejor parte del viaje, Loria – Once. Las vías se separaban y el paisaje cambiaba. El subte transitaba por un extraño desfiladero y de pronto se veían otros trenes parados. La madre le había explicado que allí los arreglaban. Luego el tren tomaba una amplia curva a muy baja velocidad y aparecía la estación Plaza Once. Antes de entrar a los andenes se detenía unos segundos, y luego deslizándose por una ligera pendiente, resoplando, optaba por el de la derecha o el de la izquierda, según marcara la palanca de desvío. Casi siempre era el de la derecha. Once era una estación muy grande.

Allí el subte se detenía un poco mas de tiempo. Se podían ver trenes de verdad, de los que salen a la superficie y que él veía pasar desde el puente de la calle Rojas. La madre le había contado que llegaban hasta Luján y que cuando viniera papá y todo estuviera bien otra vez, irían a conocer la Basílica y darle gracias a la Virgen.

En la estación Alberti los andenes no están enfrentados, sino desfasados unas decenas de metros. La siguiente, Pasco, también. Muchos años mas tarde, el niño ya hombre, aún no habría averiguado porqué. Ahora se había sentado y observaba como las agarraderas de cuero con manijas de metal esmaltadas de blanco que pendían del techo a lo largo del vagón, se mecían acompasadamente al ritmo del vaivén lateral con música de ruedas, vías y rulemanes.

La ventana a su derecha, le mostraba una lúgubre pared de ladrillos grises que se movía vertiginosamente en dirección contraria, y de pronto se sintió aprisionado, abrumado por una repentina tristeza que le apretaba el pecho, y recordó su casa frente al mar, el olor salobre del aire, los atardeceres encendidos a fuego a las nueve de la tarde, los horizonte infinitos y por un momento creyó escuchar el viento del sur que le traía el ladrido de su perro Selím y las voces de amigos y personas queridas. La llegada a otra estación lo llamó a la realidad. Congreso, decía el convexo cartel de metal blanco con grandes letras negras

La chica rubia se levantó, le hizo un guiño con sonrisa y bajó, el señor calvo permanecía inmutable con los ojos cerrados. Al señor que le había parecido un policía no lo veía porque estaba parado detrás de la cabina del conductor, pero sabía que estaba allí. Miró a su madre y la vio con la cabeza baja como si estuviera dormitando. No la molestó. Todas las propagandas del vagón eran de Thompson y Williams. Representaban un joven sonriendo elegantemente vestido. Su madre le había dicho que cuando cumpliera trece años le iba a comprar el primer traje de pantalón largo en esa casa. Pero para eso todavía faltaba una eternidad.

Se puso de rodillas una vez más. Esta parte del viaje era interesante porque tenía muchas curvas y el conductor hacía sonar el timbre por si venía otro subte de frente, y así, doblando a la derecha y a la izquierda una y otra vez, se llegaba a la estación Saénz Peña. Allí bajaban cuando salía con el abuelo.

El abuelo tenía setenta y tantos años, pero usaba trajes de chaleco impecables, camisas de cuellos duro, corbatas con prendedor, gemelos de oro, zapatos lustradísimos, sombrero Orión y bastón.
La salida era invariablemente al mismo lugar, la confitería Avenida, de avenida de Mayo justo a la salida del subte, adónde el viejo ingresaba muy erguido y señorial. En ese lugar, “paraba” el abuelo. El tiempo que el abuelo dedicaba a charlar con sus diferentes amistades, generalmente de política o de carreras de caballos, mientras consumían vueltas de Cinzano con ingredientes, el niño correteaba por la vereda, yendo de tanto en tanto a la mesa a tomar un sorbo de su granadina con soda. El abuelo no era un hombre cariñoso, o si lo era, no lo demostraba. Tenía un trato zumbón hacia él que le molestaba un poco. Su padre también había heredado esa característica, pero era más cariñoso.

Hasta Lima el viaje es un soplo. En el centro las estaciones están mas cerca una de otra. Y el tren acababa de detenerse en Lima. Contra la puerta esperando que se pusiera blanda para abrirla estaba el señor que parecía de la secreta. Antes de bajar giró la cabeza y lo miró por un segundo a través de sus anteojos negros. Desde alguna radio en el andén llegaba una conocida melodía,
-Es “Isabel”, dijo tocando el hombro de su madre, -la que vos siempre cantabas, ¿te acordás?
Levantando la cabeza, un poco adormilada, la madre respondió,
-Sí, desde que la grabó Thorry la pasan todo el tiempo…


El hombre se miró en el espejo que tenía enfrente y se vio viejo. No se sentía viejo, pero lo era. Los espejos del subte son implacables, se dijo. Miró a su alrededor, y pensó que pocas cosas habían cambiado en ese subte. Ya en otra oportunidad se le había ocurrido que, por ejemplo, si Carlos Gardel resucitara en un tren o una estación de la línea de subterráneos “A”, no advertiría los sesenta y dos años transcurridos desde su muerte.

Volvió a concentrarse en el espejo y pensó que por ese misterio que algunos le atribuyen a los espejos, en los del subte bien podría estar guardada la historia de su vida. Los espejos lo vieron, cuando muchas décadas años atrás, viajaba con su madre al correo de Piedras. Con su abuelo, al bar Avenida y con su padre cuando lo llevaba a Florida o al cine Real

Lo acompañaron todo el colegio secundario, con la bulliciosa y temible barra del Nacional Mariano Moreno y también cuando iba al Instituto de Plaza Lavalle. Recordó su primer trabajo en la Central Dársena de Teléfonos del Estado. Para llegar tomaba el subte hasta Perú, y después caminaba por Florida hasta Córdoba. Después trabajó de cadete en Boris Garfunkel tomando el subte hasta Congreso. Se vio en el espejo con su rostro aniñado de dieciocho años y su único traje decente, porque en esa época los cadetes usaban saco, corbata y pelo corto. Vino el servicio militar y los espejos registraron su imagen con cabeza rapada, birrete bajo la charretera y borceguíes, rumbo al Distrito Militar Buenos Aires de Balcarce y Belgrano. De algún recóndito lugar en su mente le llegó la ronca y airada voz del sargento Longo que le gritaba:
-Otra vez tarde ¡civilacho! , hoy se queda de imaginaria, ¡tagarnón!

Volvió a mirar a su alrededor y pensó que todo estaba tan igual, que con muy poco esfuerzo podría imaginarse que tenía veinte años y que estaba yendo al Distrito o al trabajo. Algo muy extraño había en ese subte, algo atemporal, anacrónico, como si algún siniestro poder tuviera la mágica facultad de manipular el tiempo.

Su fantasía lo llevó a pensar en esas misteriosas puertas o entradas que se observan a cada tanto a lo largo del túnel y que nadie sabe a donde conducen. Se imaginó lúgubres pasadizos desembocando en espaciosas naves donde morarían los sumos sacerdotes del poder oculto y hasta habría una posibilidad de que todos esos pasajeros que viajaban ahora con él, no fueran sino impostores representando una obra teatral, de la que él, sería el único espectador.

El sonoro timbre del subte, que se acercaba raudo a la estación Lima, donde bajaba, lo despertó de su ensueño. Allí estaba con su imagen veterana, otra vez en el subte. Cuando el tren ingresaba a la estación se arrimó a la puerta, pero se cuidó de intentar abrirla antes de que aflojara la presión, siempre oponían gran resistencia como si se tratara de uno de esos juegos de fuerza de los parques de diversiones. Levantó la mirada y leyó una publicidad: Sastrerías Thompson y Williams. En el momento en que abría la puerta sintió que lo observaban y giró la cabeza A través de sus anteojos oscuros y su incipiente astigmatismo, difuso, vio un niño de rostro vagamente familiar con un curioso pullover a rombos, que lo miraba fijamente.

Fue uno de los primeros en llegar, en esa cotidiana carrera de obstáculos que todos los pasajeros de subte, al bajar, corren hasta la escalera de salida, y al poner el pié en el primer escalón, se detuvo. Con gesto reflexivo se preguntó:
-¿Cómo es esto, Thompson y Williams no había cerrado...?
Ahuyentó la idea con ademán de “y a quien le importa” y comenzó a subir con paso cansino. En el rellano de la escalera identificó la música que venía escuchando desde que abrió la puerta del vagón.
-¡Qué antigüedad!, sonrió meneando la cabeza, -Hacía años que no la escuchaba…

Y mientras continuaba ascendiendo hacia el celeste rectángulo de cielo de la estación Lima, casi sin darse cuenta, canturreó:

A las cinco por Florida, muy bien vestida, pasa Isabel
Su figura distinguida, es perseguida como la miel...









































Texto agregado el 11-05-2005, y leído por 1212 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
17-05-2009 muy bueno,la narrativa genial y de verdad viaje con el personaje ****** shosha
11-01-2006 Realmente una joyita. Tengo 59 años y rememoré los viajes en subte, también con mi abuelo, desde Río de Janeiro hasta Plaza de Mayo. Fue como revivir una película. funebrero
14-11-2005 ...que delicia de viaje...como todos tus textos escribes paisaje.*5 silvania
15-06-2005 Muy buena narrativa, excelente cuento. ***** peinpot
15-06-2005 ¡Que maravilloso recorrido en subte! Me quedé pensando y con "piel de gallina" Muy buen texto, ágil, dinámico y muy bien escrito. El desenlace: imperdible. AnitaSol
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