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Good bye!

Sé que suena increíble, pero siempre supe que moriría joven. Pueden dar prueba de ello mis más íntimos amigos y algunos de los escritos a los que me fue llevando la desesperación por dar algunas bocanadas de aire cuando la asfixia mental comenzaba a tornarse insoportable o se volvía periódicamente inmune a otros tóxicos. Recién ahora caí en la cuenta de que es alivio la palabra que refleja la sensación que tuve hace unos diez días cuando un hombre me leyó las líneas de la mano. Me puso al tanto respecto a que mi pálida mano izquierda también sabía sobre mi inminente muerte. Y yo sonreí. La sonrisa, ustedes comprenderán, es una mueca que bien puede dibujarse cuando se está queriendo significar una sensación de alivio.

Qué más da. Si no fuera tan cobarde quizás ya habría buscado la forma de acabar yo misma con mi vida. Parece que me llevó menos tiempo que a la media aprender a llevarme bien conmigo misma.
Y considerando que el afuera me demuestra
hora tras hora
lo inútil de la existencia,
del juego histérico en el que vivimos,
del goce que siempre tiene que implicar
un previo y largo sufrimiento;
las razones para
seguir levantándome cada mañana,
cepillando mis dientes,
escogiendo mis ropas de acuerdo al clima y combinando las zapatillas con ellas,
tomando mates,
escuchando más y más música,
leyendo,
escribiendo,
llegando a un barrio para tratar de convencerme de que “sí, el hombre puede superarse a sí mismo, pese a la política opresiva que plantea el universo capitalista”,
volviendo a mi casa,
bañándome,
cocinando,
pagando cuentas,
bebiendo cada noche en compañía de amigos o en soledad,
discutiendo por cuestiones triviales con mis padres para que los sicólogos de la posteridad sigan teniendo materia de análisis,
revisando el correo para emocionarme una vez al mes con un mail,
comprando toallitas higiénicas para mi ciclo menstrual,
derramando lágrimas en la sala de un cine,
planeando un viaje por Latinoamérica,
comprando cigarrillos,
depilándome,
regando las plantas,
discutiendo con gente que está a muchos kilómetros de distancia por cuestiones editoriales que seguro no irán a cambiar el mundo pero bien nos entretienen durante unas cuantas horas,
cogiendo de vez en cuando con un hombre que alguno de mis alter egos se encargará de despedir cortésmente o bien de elegir correctamente como para que la relación se boicotee a sí misma,
llamando por teléfono a mi abuela para siempre mantener la charla sobre cómo está ella y su gata y cómo van mis cosas en la facultad y el trabajo,
tomando pastillas para el dolor de cabeza,
yendo a la muestra de pinturas de un amigo y emocionándome con ella,
planeando la difusión de algunos poemas,
barriendo,
imaginando versos e imágenes,
sonándome la nariz,
dejando de comer carne,
prendiendo un sahumerio,
pidiendo las cosas por favor y agradeciéndolas,
escuchando a las personas,
acariciando a mi gata;
me parecen poco convincentes.
Es demasiado trabajo.

Y por haber leído a algunos anarquistas es que reivindico mi derecho a la pereza. Toda esta mecánica diaria para garantizar el eterno triunfo de la costumbre. Porque ¿qué otra cosa es la vida sino costumbre? ¿Por qué otra cosa se vive? Después de nueve meses –en el caso de los que más suerte tuvimos- la mujer escupe al mundo ese cuerpo caliente que llevó en el vientre. Y lo que escupe es un cuerpo, caliente, que se mueve y, quizás, siente. ¿Pero puede sentir si no puede definir concientemente el dolor? Voy al hecho de que lo que llega a la faz es sólo un cuerpo y a nosotros-alma nos toma unos cuantos años cobrar conciencia de ello. Para ese entonces, el cuerpo ya se acostumbró a esto que llamamos vida: “Adquirimos la costumbre de vivir, antes que la de pensar”, expuso Camus. Y entonces, ¿qué tenemos? Pues un cuerpo obligado por fuerza de la costumbre a convertirse en alma. Y esta sí que es una dictadura de la que no se puede escapar a menos que uno se dé la cabeza contra un poste y le informen a nuestra familia que el caballero rabioso que habita el marote propio ha decretado el cese definitivo de actividades. Sentados a pensar es como llegamos a preguntarnos si vale el esfuerzo esta tradición eterna y absurda que llamamos vida.

Hoy, puedo afirmar que al decir “YO” sé por obra y gracia de mi alma que no sólo a ella es a quien me refiero sino también a este cuerpo cuyas manos presionan las teclas. Puedo decir también, sin pudor, que no me disgusto, aprendí a llevarme muy bien conmigo misma. A tal punto que doy por resuelta la convivencia interna de este envase que me lleva por el universo y ese halo capaz de describirlo en este momento. Así es que sumándole a lo anterior que, como expliqué previamente, el Afuera no me parece demasiado atractivo, tomé la firme determinación de suicidarme. Así le haré honor a la primer y única certeza en que estuvieron de acuerdo mi mano izquierda, que es mi materialidad corporal, y mi alma: Moriré Joven.

Texto agregado el 11-05-2005, y leído por 136 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
10-07-2007 Tremendo, Rocío, tremendo. No solo tu forma de escribir, sino tu particular forma de sentir las cosas que no rodean y tambien a nosotros mismos es lo que me identifica con vos. Como me gustaría tomar una cervecita con vos... --Elio--
26-10-2005 aplausos!!! (muchos; tantos como para hacerte salir al escenario una y otra vez, sin descanso)... Aristidemo
 
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