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La plaza principal está vacía y el quiosco, antes su mejor adorno, ya se escapa de a poco con las hojas de los árboles caídos. Ya no hay fiestas ni barullos, sólo un calor de los mil demonios y en poco tiempo duele el oído de tanto silencio, de ese sonido que alargado al infinito no nos quiere decir que estamos sordos. El viento es nuevo, de otros pueblos, el polvo no; ése ya habita cada una de las casas, en sus baños, azoteas, en pequeños remolinos por doquier pintándolas de café cuando antes no soltarían el blanco. Al fondo, por la calle principal, se alcanza a ver la hacienda de los Aguilar, los dueños de pueblo; montada en la colina como en antaño, cuando la cerca se sentía de almenas y los vaqueros de armada real; ahora es sólo un bulto negro en el monte que opaca el horizonte con su aspecto tenebroso. Ya nadie anda por ahí, sólo el río y sus peces, sólo los árboles que crecen sin rienda llenos de frutos que caen al suelo y vuelven a subir trepados de las raíces. Los días contados se han ido y no queda un alma por el lugar. Si cierras los ojos muy fuerte ya es noche en el pueblo y puedes soñar que se ve igual. Ya tarde, cuando los ruidos salen a pasear, se escuchan los golpeteos de pueblo viejo, salen a asustar, con un amén dirías que es el vecino, guardándote el valor en el bolsillo un rato más. Hay voces, animales y una continua charla se oye por ahí, apagada, escondida, como queriendo contar secreto. Ahí se oye, viene de allá. Damos la vuelta al quiosco y tratamos de distinguir lado. Fue por allá. Unos tacones apurados, una voz suave, ansiosa. ¿Qué fue eso, el viento? ¿Una puerta vencida de tanto esperar?

Por aquella calle, la segunda, casi en la esquina, hay dos troncos enormes que se elevan delgados por encima de los techos, flacos, patizambos, con las hojas untadas al cuerpo como después de bañar. Justo en el medio, entre los dos, se ve el arco de entrada y nada más allá. Ladrillos caídos forman la alfombra roja que da la bienvenida sin huellas en derredor. Adentro las columnas de madera aguantan como pocos mientras por la placita interior mueren los arbustos. No hay pintura ya y los nervios rechinan con un leve quejido que nos recuerda qué era lo que seguíamos. El ruido aumenta, una voz, una mecedora, un recuerdo que tan bien se agarra de la mano de las penas. "¿Dónde andas, Chona? ¿Dónde te metiste? No sucede nada, Chona, fue culpa del diablo". Uno se arma de valor y se asoma tras la puerta sin abrir los ojos cuando se tiene la certeza de que hay alguien ahí, para salir corriendo despavorido y no volver jamás.

-Ay, mis hijos, Chonita. Cuando más hay que quererlos es cuando más me faltan las fuerzas. Me duermo en sus sueños y de pronto estoy donde mismo, sin su blanca pielcita suave que me enternece, cuando apenas son sonrojados y sollozan a destajo, y se van a enamorar...

Entonces es que extraño, Chona; extraño tanto como el cielo extraña a la tierra antes de en una gota de tormenta empezar a llorarlo. Me da mucho miedo estar sola, tan sola entre aquellos que vienen y van; no se detendrían siquiera un instante frente a esta vieja, triste y demacrada cara en la ventana, no vaya a ser que brille y jamás puedan olvidarla, porque... ¿quién cargará con mi cuerpo cuando muera? Nadie, Chona, ni tú... ni tú que vienes a visitarme. Bien que sé cómo venías a hurtadillas cada día, asomándote a mi cuarto para ver si había muerto y en un gesto de resignación ver que no era así. Viva en un día más que quizá tú no pudiste soportar como yo hago. Entonces es mejor morirse...

Pero Dios se lleva a los buenos y a los malos, Chona, no a nosotros, no a nosotros que hacemos apenas lo suficiente para vivr; sólo a nuestros hijos cuando están tan nuevos en nuestras manos, sólo nos desgarran arrancándonos en fragmentos el alma. En aquellos cabellos dorados del Juancito que tanto extraño y aún guardo bajo el colchón, en esos pantalones rayados y tan grandes del Francisco en el suelo, en esa ventana repleta de día hasta el infinito, en todo eso que me gustaría ver de nuevo y en costumbre renegar. Todo eso se lo lleva sin más y aquí estoy, sola.

Así, Chona. Tú te fuiste, no quisiste decirlo pero te fuiste mucho antes de que fueras tan solo un rumor; desde que tu Isabelita no brincaba por los arrabales, desde que Los Altos se quedaron sin niños, sin todos esos que te venían con tu bebé, sin tu razón de ser. Y sí, yo sé que duele,y podrías no llorar pa no desatar nudo y se pierde de a poco la vida y no mueres, y el señor te refiere el corazón...

Yo te extraño, Chona, harto. Sepamos que fue el diablo y empecemos de nuevo. A extrañar a los niños, a tus hijos, para hacer uno más, ¿por qué no? Que el señor nos quita pero nos da pa más... extraña, Chona, extraña tanto como yo y vente pal pueblo... yo ya puse el café.

Texto agregado el 13-05-2005, y leído por 321 visitantes. (1 voto)


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