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La Sacristía
Romquint

"Vayamos en paz", dijo al fin el sacerdote.
Las diez o doce personas que asistieron a la misa ese jueves por la noche se retiraban en silencio. Se apagaron los micrófonos y ya no se escuchó ese sonido áspero y constante que estos producían. Una sola señora cantaba y otras dos movían los labios solamente. Los pies de los fieles se arrastraban por las baldosas de una manera casi rítmica. La mujer que estuvo a cargo del guión ahora juntaba los cancioneros, que nadie usó. Al llegar a la entrada la gente volteaba hacia el altar, hacía una genuflexión, se santiguaba, y luego se iba; algunos no lo hacían (la genuflexión). Eso a mí me irritaba.
Una a una, fui las velas apagando y se esparcía la oscuridad.
Sólo se habían encendido las luces de adelante, por el número de gente que asiste los días entre semana, y toda la misa se celebró en cierta penumbra. Yo temía la oscuridad. Terminé de apagar las velas y comencé a llevar los copones, el cáliz y las botellitas con agua y vino.
Mi hermano tenía hepatitis y tuve que ayudar sólo. Toda la misa me la pasé cabeceando por el sueño. No había dormido la siesta ese jueves por quedarme en la plaza jugando con unos vecinos. Tenía mucho sueño. Mis hermanos, a esta hora, ya estarían todos en la cama de mis padres mirando alguna película, y, con ellos, yo quería estar.
Las luces se fueron apagando y todo quedó a oscuras. Yo me fui rápido a la sacristía para sacarme el hábito y poder irme a mi casa.
El padre dejaba sus túnicas en el ropero. Este era enorme y parecía muy antiguo. Yo pensaba que el padre lo había traído de España cuando vino para este pueblo.
La sacristía estaba dividida en dos, por una pared. De un lado estaban el mueble donde se guardaban los objetos sacramentales y los misales y los libros de la sagrada lectura; el ropero donde se guardaban las vestiduras del sacerdote; los candelabros, algunas velas viejas y otras cosas más triviales; también había un cofre muy viejo que parecía un féretro, sobre el cual yo solía sentarme a veces. El otro lado, más amplio que el primero, contenía un altar de madera que servía para guardar floreros y jarrones de muy variadas formas y tamaños; un órgano; unas cuantas sillas de madera de esas que eran muy comunes en esa época; unos amplificadores; y otros muchos objetos propios de una sacristía.
Ambos sectores se unían por una puerta de hierros forjados que siempre estaba abierta y donde colgábamos nuestros hábitos los sacristanes.
Me puse mi campera después de haber colgado el hábito en la puerta de hierro y me até los cordones de mis zapatillas.
Siempre trataba de no mirar hacia arriba en la sacristía. Pero nunca tenía éxito. Algo tiraba de mis ojos en aquella dirección. La pared que dividía la sacristía no llegaba hasta el techo; en realidad, sólo superaba, en medio metro, la altura del ropero.
Posado encima de este muro y recostado por la pared de la sacristía, estaba la aterradora figura que atraía mi atención y me inspiraba un gran temor. Su expresión era más dura que su cara de madera. Su nariz fina, sus ojos fijos bien abiertos, su hábito marrón, todo él era tenebroso. Su tamaño era el de un muñeco de ventrílocuo. Era de esas imágenes que, debajo de sus ropas, poseían un esqueleto de madera. Había otra imagen del mismo estilo, era la Virgen Dolorosa.
Esta, era una imagen de San Antonio. El hecho que atuviese vestido le confería un realismo impresionante que atrapaba mi imaginación. No tenía pies, cómo los fantasmas. En mi fantasía de niño me era imposible asimilar que aquel era un objeto inanimado. Me imaginaba que cuando todas las luces se apagaban y no quedaba nadie por ahí, él se bajaba del muro, descendía por el ropero al cofre y luego al suelo y abandonaba la sacristía se iba asta la habitación del cura a mirarlo dormir, sentado en los pies de la cama, o que dejaba la iglesia y recorría el pueblo en plena noche. Era un niño con mucha imaginación.
Ya estaba yo sólo por esos lugares porque me había quedado otra vez contemplando, pasmado, la aterradora figura.
Volví de mis imaginaciones y empezó a asustarme mi nocturna soledad. Entonces, dejé la sacristía, apagué las luces e intenté serrar la puerta, pero no pude.
La puerta daba a un patio que separaba la casa del padre y la iglesia. Desde esa puerta, pegado al muro del templo, hasta la puerta que daba a la calle, había un corredor de unos cuarenta metros o más. Ya, todo eso, estaba a oscuras.
Caminé rápido en dirección a la salida.
En el transcurso, asocié el tamaño de la imagen con migo mismo vestido de sacristán: teníamos casi la misma estatura. Entonces pensé que era el fantasma de alguno que fue sacristán como yo.
La luz de la luna sólo alumbraba el principio del corredor, cerca de la puerta de la sacristía. Y era oscuro hacia la mitad y más oscuro hacia donde terminaba. Volteé —no sé por qué razón— hacia atrás y vi su pequeña silueta abandonar el umbral de la puerta de la sacristía y sumirse en la penumbra en dirección a mí. Su oscura vestimenta no dejaba verse en la oscuridad del corredor; pero si se veía su pálido rostro de madera, que se acercaba a mucha velocidad. Yo entré a correr hacia la puerta de calle, pero tuve pronto su rostro frente al mío y me quedé paralizado ante su fría mirada.
En eso, la puerta se abre y la luz de la calle acapara el corredor. El muñeco de madera se desploma cuando la luz lo toca.
El cura entró por esa puerta y se sorprendió de verme todavía en la iglesia. Se iba a formar una amable sonrisa en su rostro; pero lo vio, tirado en el suelo. Entonces su semblante se llenó de enojo. No notó que mi rostro estaba más pálido que su pulóver de lana. Me retó con sus palabras españolas, tomó al santo con las dos manos y dijo que me fuera a casa. Caminó, muy molesto, en dirección a la sacristía.
La puerta de calle había quedado abierta. Corrí lo mas que pude. Salí de la iglesia. Crucé la plaza y no dejé nunca de correr hasta llegar a casa.

Al día siguiente, mi hermano ya había mejorado un poco; así que tuvo que ir él a ayudar. Yo volví a ir recién unos días después. Ya no encontré al San Antonio en su lugar habitual. Jamás lo volví a ver.

Domingo, 02 de mayo de 2004.

Texto agregado el 14-05-2005, y leído por 214 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-11-2007 Me encantó este cuento! Recreaste muy bien la sensación de temor a lo sobrenatural, los miedos que genera la religión que yo también sentí cuando era chica. La institución de la iglesia en Argentina era bastante anticuada, la mayoría de los sacerdotes no inspiraban confianza sino miedo. El San Antonio desaparecido deja también una sombra misteriosa en el relato. andrula
 
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