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Quiénes eran sus hermanos
Caminado hacia el sur el tiempo se hacía cada vez más caluroso. A la vera de la carretera optó por iniciar su viaje a pie y ocasionalmente tomando aventón, buscando empleo en cada parada por unas horas, ayudando a los mecánicos que se encontraban en los caminos, limpiando mesas en los pequeños comedores, tomando toda clase de trabajos, porque sólo quería dinero para dormir en un mal hotel, comer lo que se pudiera y leer en cualquier biblioteca. El único tiempo que distraía del trabajo lo dedicaba a buscar estas aulas de lectura, y como ocurría con frecuencia escaseaban los recintos de esta especie, pero sin desesperar recorría por completo cada localidad, y si no hallaba una biblioteca partía casi de inmediato, cobrando con rapidez su jornada. En cambio al llegar a las ciudades buscaba quedarse el mayor tiempo posible si alguna de sus lecturas le parecía lo suficientemente interesante. También compró libros, pero al terminarlos los regalaba a algún chiquillo demasiado travieso y curioso que conoció en el lugar. Lo que nunca pudo dejar de hacer fue acostarse en un pastizal y observar las alturas.

Un día recordó que tenía una familia, y se descubrió a sí mismo completamente ignorante de ella. En su mente no pudo fijar los nombres de sus hermanos, y confundía sus rostros con los que había visto en los meses que llevaba vagando.
Lo que le asombró más no fue darse cuenta de que nunca reparó en sus hermanos, tampoco no recordar el afecto de sus padres, fue el no sentir por ello la menor inquietud o tristeza.

Así es que al llegar a La Esperanza tenía la ropa gastada y la mente prácticamente limpia.


*******************

Lo que encontró en La Esperanza
Las polvosas calles de La Esperanza hacían el calor más sofocante.
En una gasolinería cercana le dijeron que aquella población estaba muy próxima al mar.
La alegría llenó su corazón, pues nunca había visto al gigante azul, así que casi corrió rumbo al pueblo al concluir sus tareas.
Atravesó La Esperanza sin observar sus casas de adobe pintadas de cal. Tomó el camino de tierra donde un letrero de madera podrida anunciaba el puerto.
Al llegar el gozo que invadía su espíritu fue el mayor que hubiese experimentado, pues sus ojos se saturaron de ese horizonte azul. Se quitó los zapatos y las medias, y se arremangó el pantalón para pisar la ardiente arena, metiendo sus pies al mar sin mayor transición, disfrutando el roce violento de las olas, con la arena húmeda y cálida bajo sus plantas.

Idar nunca había sido más feliz en su vida, y así lo estaba pensando cuando tras de sí escuchó una voz femenina que le hablaba.
—No conocías el mar, ¿verdad?
Se volvió y frente así estaba una joven delgadísima, de piel morena y cabellos lacios y largos. Con turbación respondió:
—No.
Apresuradamente le dio la espalda a la muchacha, corrió hacía su equipaje, se calzó los zapatos y tomó el camino al pueblo. Al llegar al hotelito del lugar todavía tenía el rostro encendido y no desaparecía su turbación.
Pidió una habitación y quiso su suerte que la desvencijada pieza tuviera una ventana hacía el mar. Durante unos minutos permaneció pegado a sus postigos viendo las humildes embarcaciones pesqueras que llegaban de mar adentro al muelle. A pesar de todo lo que se le presentaba para observar –lo que era su mayor entretenimiento- no podía sacar de su mente el rostro de aquella muchacha, que de tan sencillos trazos le pareció bellísimo y demasiado alegre.

A la mañana siguiente salió en busca de trabajo. En una cantina del centro de la pequeña población le admitieron y de inmediato comenzó a fregar pisos, pues no dudo un instante en aceptar la estrecha paga.
Inició entonces una rutina extraña para sus costumbres, pues desde luego La Esperanza no tenía biblioteca, acaso una escuela hecha de adobes y madera con techos de lámina de asbesto, y tan vieja que no ofrecía ninguna seguridad para los pequeños que descalzos acudían a ella.
Alguien en la cantina le dio las señas de la casa del maestro rural, así que cuando terminó de lavar todos los vasos y limpiar las mesas del local decidió visitarlo para conseguir lecturas.
Ubicada en el extremo norte de La Esperanza, estaba la casa amarilla del maestro.
Sin embargo tuvo que atravesar el gran mercado en que se había convertido la plaza.
Todos los jueves se levantaban puestos en la Plaza de La Esperanza. Se vendía de todo: comida, ropa, animales... Eso ocurría desde hacía cien años.
De repente pensó que antes de ir a casa del maestro debía comprarse algo de ropa, pues la que poseía era vieja y le hacía sufrir horrores por el calor. Escogió un pantalón de algodón y una sencilla camisa del mismo material, y también adquirió unas sandalias bastante cómodas. Con su nueva ropa regresó al hotel donde tomó un baño y se mudó.
Entonces tomó el rumbo hacia la casa del maestro.
Después de dejar la escuela el anciano maestro se retiraba a su casa para sacar una silla y sentarse frente a la brisa del océano.


Ana, la hija del maestro
Muy pobremente vestida para ser la hija de un acomodado y muy pulcra para serlo de un pobre campesino, era la hija del maestro. Llevaba un sencillo vestido de algodón y sandalias de piel. El rostro alegre de la joven tenía brillantes matices gracias a su piel bronceada.
Idar se sorprendió al verla de nuevo, pues se trataba de la misma chica de la playa.
El maestro, al observar la turbación del joven le presentó a su hija.
—Se llama Ana, y es el único bien que tengo. Su madre murió cuando era niña, por eso es que parece más un muchacho que una niña.
Ana miró con mayor atención a Idar. Esta vez no podía correr porque estaba dentro de su casa así que lo estudió descaradamente.
Le gusto en la playa pero esta vez le agradó más con sus cabellos revueltos y oscuros.
Idar tenía buen aspecto, pues más que un muchachito era un joven fino, delgado pero bien proporcionado, de mirada severa, pero de rasgos infantiles.
El padre de Ana invitó al joven a comer con ellos, así que más que servicial se fue a la cocina y sirvió alegremente la comida.
Entetanto, el maestro le habló a Idar sobre el pueblo, describiendo minuciosamente cada calle y casa de La Esperanza.
Comieron escuchando el relato del anciano maestro. Idar para no variar apenas abrió la boca. Ana, contra su costumbre, no le interrumpió una sola vez.
Al terminar el chico se levantó de la mesa y agradeció al maestro que lo recibiera, a manera de despedida le ofreció su ayuda para cualquier cosa que necesitara arreglarse en la escuela.
Súbitamente Ana se puso de pie y le ofreció acompañarlo. Su padre solo atinó a pedirle que no se retrasara, lo cual decía como mera fórmula pues de sobra sabía que la pequeña Ana siempre hacía lo que era su voluntad, y nunca la de otros.
Idar miró cohibido esta escena.
Animadamente Ana le tomó por el brazo y le arrastró hacia la playa.

Texto agregado el 18-05-2005, y leído por 151 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
07-06-2005 exelentes escenas, la descripción de los parajes, los rostros, los sentimientos, haces sentir lo y ver lo que los personajes, demasiado bien narrado ya quiero la tercera parte 5* mateoroquesk
19-05-2005 Me encanta. Voy al siguiente capitulo. kone
 
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