El paseo por la playa
Junto al mar, los jóvenes caminaban mojándose los pies, él con el rostro inclinado, ella brincando como mariposa a su alrededor. Sostenían una breve conversación. Tímidamente el joven respondía a Ana con monosílabos, lo que definitivamente no desanimo a la niña, pues siguió charlando sin mayor problema. Entre todas sus banalidades empezó el interrogatorio más serio.
Idar repentinamente la interrumpió.
—Existen muchas diferencias entre tú y yo. Soy lo que todos dicen un ermitaño.
—¿Qué significa eso?
—Que me gusta estar lejos de la gente y meditar mucho.
—Estás muy solo.
—No lo creo así. Me acompañan los libros.
—Has tenido alguna vez novia, siquiera una amiga?
Se quedó un momento pensativo y respondió con esa sonrisa peculiar en él que dejaba ver solo la parte izquierda de sus perfectos dientes.
—Quizá eres la primera amiga que tengo.
Ella se ruborizó, pues entendía todo el alcance de esas palabras, llenas de sinceridad y nobleza.
—Entonces deberás obedecerme en todo, pues no quiero que seas más un ermitaño. Además, ahora voy a estar siempre contigo.
Idar callaba, pero por dentro se sentía verdaderamente feliz.

Ana de nuevo
Ana nunca fue tonta. A sus quince años sabía que su pequeño pueblo no era lugar para sus inquietudes. Desafortunadamente su educación era limitada porque la única escuela de La Esperanza apenas alcanzaba a cubrir las necesidades de sus más jóvenes habitantes.
Cuando cumplió los catorce años un joven viajero que pasó por el pueblo llamó su atención, y tal como ahora hacía con Idar fue a buscarlo. Durante unos días no se separó de él, lo buscaba incluso por las noches para charlar mientras caminaban por la playa. Desde luego el forastero no quiso meterse en líos y no hizo nada por corromper a la niña, pues sabía que graves cosas podían pasarle, dada la enorme consideración de la que gozaba el maestro entre los habitantes.
Así Ana iba cada día con el afán de que el muchacho cobrara mayor afición a su compañía.
Mas no era que sus inclinaciones fuesen negativas, o que preconcibiera un plan para atraerse el afecto de aquel chico que en verdad, apenas le interesaba. En su inocente y natural forma de ser buscaba una forma de salir de aquel sitio, que amaba pero que intuía no podía ofrecerle una vida como la que ella deseaba, con algo más que hacer que bordar por las tardes, o verlas pasar en un televisor viejo.
Entonces, sin conciencia de lo que hacía, coqueteaba con descaro al viajero para obtener algo, que ni ella misma comprendía, pero que su carácter intrépido le impelía a acosar al joven.
Así que transcurrida una semana, el muchacho hizo sus maletas y se preparó para partir.
Ana sintió desesperación, la misma que se siente cuando el tren que ansiosamente necesitamos para iniciar el viaje parte sin nosotros.
En un arranque de miedo corrió a la casa donde se hospedaba y le pidió que la llevará con él.
- Te llevaría porque en verdad te quiero, pero soy tan pobre como tú y, ¿qué haríamos juntos, además de morirnos de hambre?
Como no esperara semejante respuesta y viendo frustrada su ambición, Ana se dio la vuelta sin siquiera despedirse del atribulado joven, quien la vio alejarse con la triste idea de que Ana no correspondía a su afecto.
Así que sin mediar despedida alguna el viajero partió y Ana se fue a su casa.
Desde entonces varios viajeros cruzaron el pueblo pero Ana no volvió a repetir la estrategia... hasta que llegó Idar.
Esta vez, este joven tenía un atractivo diferente para Ana. Su silencio y sus maneras sencillas provocaron la curiosidad de la niña, así que sin mayor preámbulo le habló por vez primera.
Tanta era la curiosidad que sentía por Idar que desde su llegada todo lo demás perdió interés para ella.