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TREN DIRECCIÓN CARTAGENA
Por ÓSCAR VALDERRAMA CÁNOVAS



Con amor y dolor hacia los caídos en batallas que jamás eligieron disputar.
¿Hacia dónde van los muertos?, ¿Por qué necesitamos tanto dolor?.


Te encuentras en el tren dirección Cartagena con la única mujer en el mundo que jamás pensarías. Me saluda y sonríe, todo a la vez y acompasado por un ritmo de elocuencia mágica. Le intento demostrar lo difícil que me resulta dirigirme a ella con regocijo y placer.
Parece entenderlo y se sienta a unos doce centímetros de mi uniforme, viejo y gris, que acabo de lavar; después de construir un par de trincheras para el quinto pelotón y el segundo del capitán Manolo Reinaldo; un tipo especial que vino después de adiestrar a escuadras enteras de tribus centroamericanas. Me resulta divertida la sonrisa a medio gas de ese doble de capitán; alguien que se encontró el rango a base de cadáveres.
El capitán me enseñó que no importa el rincón jerárquico que ocupas, sólo interesa tu escala de valores sentimentales; quizá debería decir sólo querer o no querer.
Cuando acabamos la misión de El Cairo, me convocó para realizar un rescate en Uganda; y no me negué por conocer el idioma y dominar el territorio. Más de quince veces he cartografiado esa zona, la conozco como la palma de mi mano. Analicé el riesgo para salir beneficiado e ileso de todo aquello que me pudiera alcanzar. Pude descubrir que todavía no había abandonado ese talento encubierto que guardaba para la última batalla. El talento necesario para morir.

La mujer se sienta a mi lado, yo disimulo mi perfecto y logrado cansancio, mientras sus miradas alcanzan todas mis esquinas. . Me acuerdo cuando la conocí en ese sucio bar de Guinea Ecuatorial, ella había sido enviada por una organización sin ánimo de lucro y patrocinada por potentes empresas armamentísticas disfrazadas en un próspero holding de la alimentación.
Me puso una vacuna contra la fiebre amarilla que casi no noté; presagiando ya su cariño y entregado amor hacia mí. Tengo la imagen de sus enormes ojos azules penetrando mi alma para descubrir mi tremendo enamoramiento repentino. Después de una serie de estudiados ademanes, pude disimular, a perfección, esa idiota preocupación que podía embargarme y alertarla de mi vulnerabilidad.
Al abrir los ojos, después de la larga siesta provocada por la inyección, retuve su rostro varios minutos evocando mi primitivo deseo. No obstante, no estaba allí.

Le echo una mano con su equipaje, excesivo para un trayecto corto de una enfermera; la cual vestiría un par de mudas de su uniforme, sin más.
Me pongo a imaginar que, quizá, es una espía del bando enemigo. También la disfrazo de Emperatriz en peligro de muerte y de Diosa romana devorada por caimanes.
La acerco a mi mundo aprobando su estancia para acompañar mi viaje. Me tapo la boca ante la tos que me provoca el sentimiento de ir a dormir. Noto su presencia, la cual cosa invade un sueño erótico de una hora y cuarenta y cinco minutos; lo sé al escuchar nuestra llegada a la estación de Valencia, donde me bajo para comprar unos cigarrillos de conocida marca americana. Me fumo un pitillo en el andén mientras escucho llover por encima de mí. Pienso en Costa Rica y aquel amigo que perdí en un día semejante; después de largas semanas hastiados por la incesante lluvia tropical que desubicó a nuestro pelotón; una unidad de chalados que habíamos sufrido (pagados por un generoso sueldo estatal) numerosas adversidades propias del afán colonialista de nuestros generales.

Sus medias acaban en un precioso muslo atlético de una hembra tan bien nutrida como preocupada por su cuerpo de beatus ille. No ceso en mi recital de miradas hacia su esplendorosa madurez. Puedo elogiarla, amarla, y desearla. Además bendigo los gloriosos estragos que el tiempo ha causado en su físico.
Su mandíbula parece dibujar carcajadas que sus ojos rechazaban; supongo que ha sobrevivido a infinidad de genocidios disfrazados bajo largas y económicas guerras que tan sólo han beneficiado a insaciables empresarios gallegos y sevillanos; que utilizan al ejército como si de peones y alfiles se tratasen.
Llevo una herida en el hombro que todavía me traslada hasta ese fatídico martes de mayo del treinta y seis; la hostilidad del ejército enemigo me propinó una emboscada regalándome metralla que vive, desde entonces, acompañando mi existencia.
Me debí pegar unos tragos demasiado largos y abundantes, aquellos que me hicieron olvidar la masacre de amigos.
Por las noches sufro, mi mente no puede librarse de las batallas que mi ejército perdió; y donde dejé parte de mi esperanza ante el ser humano. He vuelto ha tener muchos días así; instantes, algunos, donde dejé de creer en nuestro creador; aquel al que llaman Dios, y yo sencillamente lo llamo responsable de nuestras pérdidas y atrocidades.
Creo recordar su nombre, Clementina Sánchez; hija de un frutero extremeño y de una prostituta bolchevique que entretenía por las noches al bando republicano.

Saco mi pan tierno que acompaño con unos ajos, y un par de rodajas de un seco chorizo duro; y pido perdón, ya que mi madre tuvo que pagar casi con sangre una falsificada cartilla de racionamiento que, casi siempre, servía para una dosis extra de tocino rancio y alubias.

El tren se para más de la cuenta, ya que al parecer la estación había sufrido una serie de altercados propinados por unos maquis del Pirineo Aragonés; que bajaron aprovechando el cumpleaños del caudillo.
Clementina no es precisamente guapa, pero me ha proporcionado toda la libido que había necesitado hasta la fecha para masturbarme. Tras las trincheras, uno carece de fotos y revistas pornográficas; y se reduce a su imaginación, la imaginación al poder (ahora entiendo a aquellos literatos que realizaban una interesante apología de nuestras ayudas mentales).
La había imaginado en una ducha en medio del monte, también dando de comer a un cachorro felino, muñendo una vaca, con su pelo al aire mientras paseaba en un coche fabricado por un loco americano que inventó el trabajo en cadena.

El caudillo (“caudillo de España por la gracia de Dios”, salvador de la patria y único jefe de una evolución pacífica), había indultado a unos presos fotografiados por el diario de la época, sufragado por un gobierno censor que servía sólo para transmitirnos aquello de lo que nos debíamos preocupar.
Hitler (que presionó para obtener de España un trato de favor y colaboración en actividades militares, después de una entrevista en Hendaya con Franco) y Mussolini tenían a sus ejércitos esperando con temeridad a unos rusos irascibles y fanáticos por las ideas de Stalin. Me acababa de enterar de la masacre del dictador comunista y de las tumbas descubiertas por los nazis en un pueblo cercano a Varsovia.
La guerra es demasiado para mí; un artista en periodo de espera. El hombro me podía, y mis dientes se juntaban para omitir el dolor causado. Incluso, en ocasiones siento la metralla y ese sucio olor a azufre que me proporcionan cada uno de los fuertes latigazos.

El tren prosigue su camino, Clementina mantiene una postura de silencio que termina en cansinos ronquidos. En la marcha de Valencia, aparece algo así como un Cardenal; sentándose cerca de ella y con la baba invadiendo su rostro de hombre sexualmente prohibido, y llamado celibato por el clero. (que gracias a la carta suscrita el 1 de febrero de 1937, por la casi totalidad del episcopado español convirtieron la guerra de los nacionalistas en una “cruzada”).
Tengo una sequedad alcohólica que perfora mi garganta, la cual cosa aprovecho para trasladarme unos minutos al vagón bar; repleto de oficiales adiposos y de sonrojada tez (fruto de la abundancia ganada a costa de la hambruna y limitaciones del pueblo).
Al entrar me salpica una gota de güisqui que un teniente derrama al tropezar su hombro con el mío. Las dimensiones del vagón quedan reducidas por un grupo de borrachos soldados que beben conducidos hacia su necesidad por dormir; la guerra te enseña a no cerrar el ojo, y el insomnio es nuestro único patrimonio.
Echo el ojo a un oficial que resta perplejo ante una novela de Hemingway. Parece aturdido ante la historia que está leyendo, yo imagino el aroma de cada una de las páginas de ese viejo y destartalado libro. Puedo revivir las tardes en la inmensa biblioteca de mi abuelo; cuando escuchaba sus batallitas después de insufribles lecturas de amargos clásicos alemanes, en España siempre tuvimos una gratificante cultura germana como si fuesen nuestros únicos ídolos. Supongo, que debíamos arrodillarnos ante los amos de esa prometedora nueva Europa.
Desde la ventana voy viendo la destrucción del paisaje sacudido por nuestra guerra; una guerra de batallas entre padres e hijos, hermanos, primos, amigos...; todos divididos por una franja que te condenaba a una estúpida lucha por unas tierras que ya eran tuyas, y por las que tenías la obligación de volver a luchar.
Mi padre tenía grandes hectáreas de naranjos arrasados por el fuego hostil aéreo de nuestro gobernante; un tipo bajito gallego de cómica voz y andares femeninos.

Salgo del habitáculo con unos tragos demasiado negativos para la percepción de la realidad. Al entrar en el compartimiento, con la intención de no propiciar ningún ruido molesto, tropiezo con un maletín de desgastado cuero negro y adornado por un escudo de armas. Lo agarro para dejarlo encima de mi asiento. Veo al cura y a Clementina durmiendo, y casi unidos por el mismo sueño. Queda poco tiempo hasta llegar a Cartagena, quizá debería dormir un par de horas. Mañana he de presentarme ante el capitán para diseñar las trincheras que evitarán la avanzadilla del enemigo, preocupado por controlar las minas de plomo y plata cerca de La Unión, así como las instalaciones de ácido sulfúrico y explosivos de la Unión Explosivos Río Tinto; que, según los de inteligencia militar, hace días que están reconociendo la zona tan decisiva para el avituallamiento, en la zona se produce el 40% del plomo y del cinc español. Cartagena, junto con Almería y Murcia, ha sido la última ciudad española caída en manos del general Franco (31 de marzo de 1939).
Ahora no tengo miedo, mi herida me ha hecho ver que la muerte me pisa los talones desde que me alisté, obligatoriamente, en un ejército que sólo se dedica a matar y conquistar.
La prima Leonor me habló del capitán Trujillo y del gobernador de Murcia; parecían tipos fracasados que escondían sus miedos en el pozo de mentiras, odio, y asesinato que lleva consigo la vida militar durante una guerra.

Clementina abre los ojos y bosteza; yo vuelvo a intentar disimular, aunque espero ansioso que se dirija a mí para rememorar viejos tiempos en tierras extranjeras y con la única unión de nuestros forzosos destinos en lugares a los que nunca debimos viajar.
Me mira unos segundos, y le devuelvo el gesto con una de mis mejores sonrisas. No se percata de ello, prosiguiendo con su merecido descanso.
Tengo miedo al dormir, una sensación de peligro me acecha; aunque, noto la protección del tren y de llegar al destino sin preocupaciones de cualquier tipo.
No sé ni el día ni la hora en la que me encuentro; espero que al llegar a mi destino, en el cuartel, pueda informarme de mi sitio en el espacio y el tiempo.
Entro en un profundo sueño, donde Clementina llora al explicarme la muerte de sus padres; según ella, fusilados por un pelotón de mercenarios ingleses (miembros del POUM) que, por desgracia, pasaron un día por sus tierras. Puedo acariciar su tristeza tan marcada por las flechas de sus ojos llorosos que lanza hacia mi corazón. Por su belleza, nadie diría que se quedó huérfana a los ocho años. A lo mejor eso ha facilitado sus numerosos viajes, buscando únicamente un abrazo que le facilite y haga entender que en la guerra todos pierden menos el que la declara. El tren continúa con la misma velocidad, como nuestras vidas; sin importarnos la destrucción ni el perdón de nuestros continuos errores humanos. La guerra se plantea como un acierto, y un suave aliento que evitará la opresión; te prometen que es necesario luchar para crear un futuro elegante y cómodo para unos hijos que los muertos ya no podrán tener; los caídos en ofensivas, cegados por la reestructuración y crecimiento de una sociedad mejor establecida tras los campos regados con balas y sangre. A lo mejor, nuestro único destino sea matarnos los unos a los otros; creando nuevas riquezas que nos prometen los gobernantes que negocian con nuestras vidas.
Siempre supe que no valía nada, pero el estamento militar me ha enseñado que con mi muerte salvaré a las generaciones venideras; quizá no muera, aunque para mí ese sentimiento ya es pasado, he podido morir para poder vivir antes de mi próxima muerte.

El tren se detiene, nuevamente, para albergar a unos sucios soldados que han sido ametrallados por el enemigo. Uno de ellos va dejando un oscuro rastro de sangre que gotea desde su amputada pierna izquierda; una enfermera va con ellos. Sus compañeros lo sujetan; aunque en unas horas y con esa herida, se convertirá en un cadáver enterrado en una fosa; donde luego crecerán cebollas o manzanos. La verdadera tierra fértil está abonada de cuerpos y sangre.
Un sargento mutilado nos pide permiso para pernoctar en nuestro compartimiento, yo me levanto para ayudarlo a reposar. Percibo un sucio olor a tierra y muerte. Clementina se despierta y lo mira con ternura, tristeza y amargura. Lo noto y quiero que comprenda que su pesadumbre va acompañada desde el primer día que la vi; cuando nosotros, hijos de la guerra, pudimos enamorarnos sin conocernos.
El tren sigue con su trayecto, ella se vuelve a dormir y yo me quedo quieto en un asiento que noto que no me corresponde. El clérigo no se entera de la misa la mitad, su esplendoroso descanso divino está fuera de toda contemplación de sufrimientos humanos. Parece comprender la condena a la que nos somete Dios al mandarnos la muerte encubierta de soldado enemigo. Aunque en todas las guerras uno mismo es también un enemigo, sobretodo mental.
Escucho un disparo que me invita a tirarme encima de Clementina, en una misión de insignificante protección ante el sexo débil (ojalá algún día pueda poseer la debilidad femenina, la más fuerte ante las catástrofes).
Me da las gracias mirando hacia mis brazos, que la agarran con fuerza y pasión. La dejo libre y ambos salimos para ver que ha pasado. El oficial del vagón bar que leía tan concentrado se ha pegado un tiro con una pistola de fabricación alemana. Un artillero intenta reanimarlo sin suerte, mientras su manos detectan la sangre que sale bajo una erosión desde su carótida.
Clementina se arrodilla, yo la abrazo para llorar juntos; los demás nos observan, pueden contemplar un amor unido y nacido del sufrimiento y la muerte; un sentimiento que demuestra que todos somos hermanos.
Nos besamos, sintiendo la ansiedad que nos ha provocado una muerte tan cercana. Le acaricio el pelo, que aprovecho para secar sus lágrimas utilizando uno de sus bellos mechones.
Le pido disculpas, intentando admitir que desde la naturaleza de los seres humanos hemos creado la muerte como trayecto final de nuestras guerras.


FIN DEL RELATO,
CONTINUARÁN NUESTRAS GUERRAS.










Texto agregado el 20-05-2005, y leído por 284 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
21-05-2005 Un relato hermoso y triste al mismo tiempo. Excelente forma de narrar tu historia. Mis 5 ***** kone
 
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