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Paisito, pobre paisito que era más bien una especie de nave varada a orillas de un mar efervescente y embravecido que amenazaba con engullirla. Gente extraña era la que pisaba esa nación famélica. De híbrida ascendencia, poco sabía de sus orígenes y por lo tanto se los atribuía todos. Los aborígenes vivían arrinconados en lo que habían logrado hacer prevalecer como sus tierras y allí mascullaban su rabia por no ser lo que querían ser y ser lo que los otros querían que fueran. Vecinos poco afables, detestaban su esencia, querían hacerlos desaparecer, otros ansiaban echarlos al mar para que se ahogaran como gatitos recién nacidos y entonces la nación alzaba sus velámenes ideológicos para sustentarse sobre su agreste geografía. Contrariamente a lo que se podría suponer, el paisito fue aprendiendo las lecciones a punta de sangre y memoria, aunque a veces la mala memoria también servía y poco a poco logró consolidar su posición de país austero y floreciente. Los vecinos, que a la simple invocación de su nombre se engrifaban y se descomponían, sólo deseaban ejecutar sus tribales danzas sobre las vísceras de la abominable nación, hacerla desaparecer para siempre e implantar la miseria misma como el nuevo imperio de los siglos venideros.

Pero los ojos del Gran Rector, que era una nación todopoderosa que contemplaba todo lo que sucedía en estos paisitos pintorescos y atisbaba cada movimiento con sus enormes pinzas listas para atrapar su tajada. Como era una especie de bestia carroñera, donde podía sacaba ganancias y si era necesario que corriera sangre, comenzaba a gruñir algo parecido a un himno nacional y devoraba, rapiñaba y todo lo hacía en pro de la democracia, palabreja que bien servía para un lavado que un fregado.

Quiso la mala fortuna que los vecinos del paisito famélico pero en vías de transformarse en poderoso, se unieran en pro de otra palabreja que mencionaban a menudo cuando el hambre atenaceaba las tripas de sus urbes menesterosas. Dicha palabra era libertad, por lo que empuñando sus diestras y no las siniestras para que el Gran Rector no frunciera su suspicaz ceño, acordaron que acabarían para siempre con este desagradable territorio que parecía burlarse de sus decadentes instituciones y de la pobreza de la cual no podían deshacerse pese a sus desesperados intentos. Los del norte pregonaron que si una nación era pobre todas deberían serlo y que sólo por medio de las armas se conquistaría la esperanza, así como los facinerosos, por este mismo expediente conquistaban una situación acomodada. Las fuerzas armadas de dichos países exigieron de inmediato una aclaración so pena de no cooperar con sus ejércitos a la destrucción del paisito. Las palabras de desagravio provinieron de uno de los tantos exonerados políticos que después de muchos años había regresado para encabezar el Gobierno democrático. Hecha la reparación, sólo faltaba dilucidar el cuando y que porciones le tocarían a cada uno de los países en litigio.

Pero el paisito tenía oídos en todas partes ya que podía darse el lujo de pagarlos y la noticia llegó casi de inmediato a las esferas de Gobierno. Establecer un sistema de defensa contra un triunvirato que deseaba sacarle los ojos, no era del todo razonable. Entonces los gobernantes recurrieron al patriarca, el mismo que con un solo dedo había hecho trastabillar al tirano que amenazaba con perpetuarse en el trono de la nación.
Entonces, el gran patriarca indicó con el mismo dedo hacia el océano que gorgoreaba a lo lejos y dijo que era preciso abandonar esta tierra que sólo les había ocasionado molestias.

Semanas antes que el aparato bélico se pusiera en marcha, todo el país hizo sus maletas y en romería se dirigió a la costa. Frente al imponente mar, algunos acusaron al profeta de mentiroso, confabulador y hechicero de malas artes. Pero el profeta apuntó con su glorioso dedo hacia el occidente y entonces ocurrió el milagro. Las aguas se recogieron para dar paso a un desfiladero arenoso que se abrió delante de los ojos entre espantados y maravillados de los peregrinos.
-He allí el camino hacia nuestra libertad- dijo el profeta y todos le siguieron con el corazón latiendo de dicha. Después de varios días de marcha, la columna de viajeros contempló horrorizada a las hordas embravecidas que se abalanzaban con sus armas en ristre. Era el ejército enemigo, dispuesto a efectuar el exterminio. Entonces el profeta alzó una vez más su dedo y apuntó a las montañas de agua que tremolaban a cada lado del desfiladero. Y para alegría de los peregrinos y desdicha de los atacantes, las paredes de agua se desplomaron sobre ellos, poniendo término a la obsesiva cacería.

Meses más tarde, los viajantes llegaron a una lejana isla, la cual atiborraron de carpas y valijas y nadie supo nunca como tantos millones de seres cupieron a la perfección en tan pequeño territorio. El asunto es que muy luego, la pujante nación logró un crecimiento tan grande que, a la postre, la transformó en una potencia oceánica. En el continente, entretanto, su antiguo terruño fue ocupado por el gigante negro, quien siempre había dado grandes muestras de cariño a la nación emigrante. Dicho sea de paso, la nación morena se encargó de fortificar las fronteras y después de muchos años de trabajo se finalizó un largísimo túnel que unió la isla con el continente. Así quedó establecida la nueva alianza entre el paisito y el gigante negro, creándose una nación pujante que floreció por los siglos de los siglos sobre la faz de la tierra. A pesar de sus belicosos vecinos…















Texto agregado el 23-05-2005, y leído por 276 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
27-05-2005 Muy buen texto, como todo lo que escribes. Magda gmmagdalena
23-05-2005 Me saco el sombrero y te felicito, nuevamente. Siempre es un gusto leer tus textos, pero éste es fráncamente un obra de arte. Shou
 
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