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Un poco de todo. Dificulta el poner una letra detrás la otra. No tengo un motivo concreto para escribir, más bien al contrario. Espero un resultado. Un trofeo, un armario donde guardar el marco de una fotografía que aún está por hacer. Retrato mi rostro porqué en él apareces tú, y todo lo demás. Pinto el retrato de un rostro que no veo más que en un espejo convexo. Justifico porque es el principio y termino porqué es el final. Miento. Miento verdades que puedan ser tomadas como tal. Espejos y pictogramas en los que uno se encuentra a si mismo. Miento, en consonancia con la veracidad en la que se puede mentir. Hay un caballo blanco de mechones amarillos y naranja a punto de marchar al galope, a través del río, en el horizonte de la casa en donde me crié. Es domingo, el picnic estaba delicioso, así que decido acompañar al caballo y ser su jinete valeroso. Luego despierto. La almohada está sucia y sudada. La habitación, blanco lavabo, medirá unos 10 m2. Solo un ruidoso y rudimentario ventilador alivia el calor asfixiante del mediodía. Estoy aturdido y me dispongo a levantarme. Luego despierto. Vuelvo a estar en el picnic cerca de casa, pero hay unas piernas que me llevan. No son las mías, lo juro, sin embargo están ahí. Camino por una cuesta empinada de adoquines dispersos y alquitrán viejo, por la que veo el castillo moro. De camino a la cena, compro en un par de tiendas de ultramarinos, miro curioso unos instantes en el portal del bar y por último compro un poco de pan. Llego a casa, son las ocho y media de la tarde, es San Juan y todo el mundo está inquieto. Yo estoy inquieto, así que me salto los preámbulos previos y me dispongo a tirar petardos con unos compañeros. Luego despierto. Retransmito un partido en directo, en dónde tú no estás. Los rojos ganas a los azules, y el bien sobre el mal, el arbitro es cogido en hombros por los dos equipos y lo cortan a trocitos para hacer una barbacoa en la pista misma. El público enloquece y empieza a hacer el amor. Todos con todos. Entonces despierto y es como si fuera la primera vez. Y tengo unas ganas locas de dormir. De no estar. Luego te veo a ti. Por un momento me detengo a respirar e intentar entender, en vano. Corro por la calle del barrio residencial atravesado por una hierba perfectamente cuidada y regada. Todo sigue igual. Y me entran ganas de hablarte. De contarte un secreto. Porque no puedo esperar a que lo entiendas. Es hora que vayas sabiéndolo que no estás en mi consecución de planes vitales futuros. De momento está bien así, pero no estás. Es hora de que vayas sabiéndolo. No digo que sea ni bueno ni malo, aunque inevitablemente lo sea, pero tengo mis planes lejos de ti. Lejos de todo. Me enseñaron a como se suponía que se debían hacer las cosas y he aprendido a no querer hacerlas. He aprendido a odiar en silencio y estoy harto de aprender. A ritmo frenético. Estoy harto de estar harto, aunque no me pueda quejar. Pierdo un punto y aparte y empiezo otro libro Como verás, también digo la verdad. Es cuestión tuya decidir cuando miento y cuando digo la verdad. Puede, tu sabes, que las cosas cambien. Pero para eso, tengo que dejar de ser yo el que escribo. Dejar la retroalimentación a un lado y alimentarme del aire de la misma nada, para dejarme morir poco a poco. Para que en el momento de la verdad, no me queden fuerzas para enfrentarme a mi destino y perecer en él. De momento, el fino hilo a punto de romper que aprieta. Una barbaridad.

Texto agregado el 07-06-2005, y leído por 114 visitantes. (0 votos)


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