Comenzó a tener problemas para enfocarse en los detalles de las cosas. Veía un cuadro, pero no así su contenido; veía una luz, pero no así una salida; veía una figura, pero no así a su madre. Más tarde, a lo sumo, distinguía los colores. Le gustaba el verde, el verde que olía a aire puro. Tuvo que abandonar la compañía de la lectura y rendirse a los pies de los objetos que se atravesaban en su camino: caía constantemente. Era terrible aquella prisión de acuarela, en la que las pequeñas cosas –que tanto le gustaban- ya en sus ojos, carecían de toda importancia. Su mundo era un todo, un todo en el que no tenían lugar las diferencias. Sin embargo era feliz… a ojos cerrados.