Día de Reyes 
Jorge Cortés Herce 
 
     Pedro y Miguel crecían sin que sus padres quisieran darse cuenta de ello. Cuando niños los días seis de enero siempre  encontraban  un balón o un trencito que suplía la lista interminable de regalos que pedían  a los Reyes Magos. Cada año, desde que se iban a la cama,  se turnaban  para asomarse por entre los barrotes de la escalera y descubrir si ya los Reyes habían llegado. 
      Muy temprano descubrieron quiénes dejaban los juguetes en la sala, pero también muy pronto descubrieron que convenía  seguir el juego, para seguir recibiéndolos. Y así Pedro y Miguel fingieron por años desconocer el secreto de papá. Pero había otro secreto que tardaron mucho más en descifrar. 
     Los últimos años, la lista de regalos había sido minuciosamente bien surtida, incluso se cumplieron los caprichos que, jugando y como provocación habían pedido. La motocicleta y la batería  habían llegado ante el asombro de los ya crecidos muchachos. Habiendo aprendido desde chicos a no hacer preguntas al respecto, no sabían por qué de pronto la fortuna había crecido como para no dejar regalos baratos que sustituyeran lo pedido. 
     Esa noche, como cuando eran niños, comenzaron a turnarse para ver  cómo  resolvían los reyes magos el cumplimento de la lista. La noche avanzó mientras alternaban la pregunta: “ ¿ya llegaron?” , con la constante  respuesta negativa. Amaneció y bajaron desconcertados a la sala.  No había nada, ni una nota como la vez que les  dirigían al garaje a encontrarse con la moto. Desilusionados, fueron a “anunciarle” a papá que no habían recibido el vehículo todo-terreno que habían pedido, pero no le hallaron. Salieron de la casa, para ver estupefactos un Hummer amarillo, con papá y mamá a bordo, quietos... demasiado. Escritas con sangre, las palabras en la carrocería sentenciaban: “No robarás la hierba de quien te ha dado de comer”. Recordaron la voz ronca en el teléfono repitiendo: su padre vende algo que no es suyo. 
      
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