Encontrar una vela celeste que alguien desechó porque no encontró a quien prendérsela. Allí, en la vereda más gris, húmeda e ignota del centro comercial de la no resistencia de esta ciudad que lleva por nombre ese de “enseñar los dientes”, dictamina mi diccionario virtual de sinónimos, que no es mío, pero sí que es virtual.
Tomarla con los dedos tiritando y refunfuñar porque la mecha no quiere encendernos el rostro en esta mañana que parece de domingo, en esta mañana en la que no entendemos –una vez más- por qué un grupo de 20 espera ansioso la apertura de las puertas del gran supermercado para comenzar a vivir este día que no es domingo, pero que lo parece. Es Día del Padre, dicen; así con mayúsculas.
Pero cuando la mecha finalmente nos da el gusto, a nosotros sólo se nos ocurre entonar en sorna uno de eso cánticos de iglesia que seguiremos tarareando mentalmente muchas –demasiadas- horas después. Después, cuando la vela yazga en el bolsillo de mi cartera y engrase mis llaveros. Cuando, finalmente, al cobrar conciencia a través de la palabra, de estas palabras, (¿acaso hay otra forma de hacerlo?), me decida a darle un lugar en ese seudo altar de sahumerios que hay en mi hogar. Cuando, lo reconozco, cierre el círculo con un nuevo gesto egoísta de hacer sentir mejor a la vela, de rescatarla, para finalmente pedirle a su luz que me retribuya el favor.

ro!
23 de junio de 2005