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REGALOS PARA MARITSA



Mi madre me contó que Maritsa había llegado al pueblo un buen día, portando solo una pequeña maleta con algunas ropas y unos grandes ojos que miraban asombrados todo cuanto pudieran abarcar. Su figura era diminuta, y tan gris como el humo que desparramaba la locomotora.
Se quedó allí, en el andén, quietecita hasta que Pedro, guardabarreras y único responsable de la estación, se acercó. Su castellano era casi ininteligible y con un vocabulario de poquísimas palabras.
Pedro la llevó al pueblo y, aunque caballerosamente ofreció llevar la maleta, Maritsa, se aferró a ella como quien se aferra a un tesoro y se negó.
Maritsa, durante todo el trayecto, solo miraba: campos sembrados, una casa allí y otra más lejos; la entrada al pueblo anunciada con un arco que decía algo que ella no entendía.
Las casas eran pocas y amplias, había una calle central a cuyos lados, algunos comercios tenían a esa hora sus puertas abiertas, más allá, algunas casas más , y sus habitantes, ocupados en las tareas de un día que se inicia detuvieron la actividad al verla .
No todos los dias llegaban extraños y nadie recordaba haber recibido nunca a una mujer pariente de nadie.
Con evasivas y pocas palabras, contestó las preguntas que las señoras del pueblo le formulaban pero como decía “yo buena modista”, decidieron darle alojamiento en uno de los graneros. Al poco tiempo dejaron de acosarla respecto a sus orígenes y poco a poco Maritsa se fue instalando en nuestras casas y en nuestros corazones, porque no solo sabía coser, también bordaba y planchaba dejando la ropa como si nunca hubiera sido usada, y todo lo hacía agradeciendo la tarea encomendada.
Nosotros - los chicos del pueblo - quiero decir, aquellos que apenas dábamos los primeros pasos cuando Maritsa llegó, la incorporamos como a todo el mundo, como a todas las cosas, naturalmente, incluso comenzamos a enseñarle poco a poco más palabras, tantas que más tarde se hizo costumbre que nos encontráramos a la hora en que el pueblo descansaba, bajo la añosa acacia y pudo contarnos cuentos.
Eran historias fantásticas, sobre cosas de las que jamás habíamos escuchado: máquinas que surcaban el cielo y dejaban caer flores extrañas algunas de las cuales tenían el poder de destruirlo todo; seres que se enfrentaban unos a otros portando algo parecido a la escopeta que don Zenón utilizaba cuando salía de caza pero que se extendían más allá de su boca en algo parecido a un estilete, y que hacían que uno de los contrincantes cayera hacia atrás dando volteretas que nosotros relacionamos con las que hicieron los de aquel circo que una vez pasó por el pueblo; de mujeres que cuidaban no solo a sus hijos sino a muchos hijos de muchas mujeres y los llevaban de aquí para allá; y había uno en especial que nos encantaba escuchar y se lo hacíamos repetir aunque ella se encargaba de darle un toque distinto cada vez y era ése en el cual los chicos de su pueblo esperaban la llegada de la nieve. Nunca habíamos visto nieve. Nos encantaba escucharla explicándonos como caía, como hacían muñecos con ella, como se arrojaban unos a otros pelotas amasadas con sus propias manos y como se formaba hielo en el lago, un lugar por el cual patinaban con un patín que no tenia rueditas, sino un filo en su base que cortaba semejante a la herramienta que usaba Marcos, el talabartero para marcar el cuero antes de cortarlo para hacer la montura, en fin, ellos se deslizaban por ese espejo y formaban figuras.
Cuando llegamos casi a la adolescencia y Maritsa tenía ya... no sabemos cuantos años, decidimos festejarle su cumpleaños.
Fue entonces que nos dimos cuenta de lo poco que sonreía y de que jamás la habíamos visto reir, apretaba los labios con fuerza, como si no les diera permiso, y aunque las palabras le salían a veces a borbotones daba la impresión de que movía solo el labio inferior.
Maritsa ignoraba que día de que mes de que año había nacido así que, de común acuerdo (nosotros y ella) fijamos como mes de su nacimiento uno en que los pimpollos de todas las flores explotarían en colores y aromas y decidimos que todo ese mes celebraríamos su “cumple”; así que, llevándola al árbol debajo del cual todas las tardes nos contaba una historia de “ su Europa” como decía. le preguntamos que quería como regalo.
Se tomó un instante para pensar. Paulatinamente sus ojos se fueron agrandando y dijo que solo lo diría a uno de nosotros y yo fui elegida "la delegada"
Me llevó aparte y me contó que había ido perdiendo sus dientes de a poco... de a mucho... Por mala alimentación, por falta de cuidado, porque de donde venía había que cuidar la vida y pocas veces la vida incluye los dientes... Una nube de tristeza pasó momentáneamente por su rostro y recuperándose de inmediato dijo - Así que... lo único que deseo son ... dientes.
Desorientada, volví al grupo. Todos queríamos muchísimo a Maritsa, pero no habíamos esperado un pedido tan excéntrico. Nosotras -las chicas- habíamos pensado en muñecas, un vestido o cortinas nuevas para la habitación que ocupara, porque Maritsa era huésped que alternaba todas las casas del pueblo. Ellos –los chicos- habían pensado en una pelota de fútbol, idea que desecharon casi inmediatamente, una peineta y un par de zapatillas.
Pero a ninguno de nosotros se nos ocurrió “ dientes” .
Todos fuimos a consultar nuestro problema a Josué, el único médico – traumatólogo – obstetra – dentista del pueblo.
Nos escuchó atento y sonriente y nos pidió algunos dias para darnos una respuesta.
Tiempo después nos enteramos que reunió a nuestros padres en el salón de la cooperativa y les planteó nuestro pedido.
Tiempo después nos enteramos que todos aportaron algo y mandaron a buscar a la ciudad los elementos necesarios para la dentadura de Maritsa.
Tiempo después nos dimos cuenta del enorme sacrificio que habían hecho juntando monedas, huevos, harina, en momentos en que nada sobraba y todo faltaba.
Una tarde, se corrió la voz. Josué había terminado “ la prótesis” de Maritsa -como la llamaríamos desde entonces- y ésta la probaría.
Fuimos en bandada y alborotadamente a buscar a Maritsa. En bandada y alborotadamente la seguimos hasta “ el consultorio” de Josué. En bandada y en silencio, esperamos que apareciera de nuevo en la puerta.
Apareció ... y lenta, muy lentamente, comenzó a sonreir y luego a reír.
Sonrió su boca, sus ojos, toda ella...
Sonreímos nosotros y luego reímos a carcajadas y estruendosamente todos... nosotros y Maritsa. Y ese fue el día de su cumpleaños.
Maritsa estuvo con nosotros siempre, cocinando, lavando, planchando, cosiendo ruedos, arreglando faldas, peinándonos, mimándonos, queriéndonos.
No nos dimos cuenta de las hebras plateadas que comenzaron a aparecer en su cabeza ni nos dimos cuenta que algunos de nosotros dejábamos el pueblo. No nos dimos cuenta de que algunos no volvían. No nos dimos cuenta de que Maritsa, siempre estaba, sonriente, allí.
Maritsa comenzó a quedarse más tiempo en casa de mis padres que en otras. Era más espaciosa, decía, molestaba menos decía, la necesitaban más decía. Lo cierto es que se quedaba con nosotros porque le encantaba acompañarnos al mar .
Una tarde. estábamos las dos jugando con las olas y una, traicioneramente, nos revolcó, nos perdimos momentáneamente y al salir a la superficie y recobrarnos una a la otra Maritsa estaba llorando. Era un llanto como jamás había escuchado. Silencioso y sonoro a la vez, era un lamento, su rostro tenia tal dolor reflejado en él que realmente me asustó, sé que intentaba decirme algo pero sencillamente no podía hacerlo, sus facciones habían cambiado y de pronto, algo parecido al aullido de un perro que acababa de ser herido salió de su boca al tiempo que repetía una y otra vez: los perdí...los perdí mientras buscaba desesperadamente a su alrededor agitando las aguas. Intenté tranquilizarla, intenté abrazarla pero no podía ni siquiera acercarme a ella, buscaba, en la inmensidad de un mar sus dientes, metía la cabeza bajo el agua una y otra vez como si realmente pudiera verse algo en el fondo.
De nada servía que yo le repitiera: no importa Maritsa, compraremos otros, mañana mismo. No me escuchaba.
Cansadas, con los brazos y las piernas dolorido, logré arrastrarla hasta la playa, nos tumbamos sobre la arena mientras Maritsa con las lágrimas aún corriendo por sus mejillas y deslizándose como una catarata incesante repetía: perdí mis dientes.
Casi ya estaba anocheciendo, el mar se retiraba lenta y cansadamente dejando sobre la playa los recuerdos de un día.
Un cangrejo se arrastraba penosamente como si soportara un peso mayor a sus fuerzas, más allá, un grupo de aguas vivas con las cuales no nos demoramos para saber si estaban vivas o no... una botella de gaseosa plástica... y entre restos de cigarrillos a medio fumar, los dientes de Maritsa.






REGALOS PARA MARITSA



Mi madre me contó que Maritsa había llegado al pueblo un buen día, portando solo una pequeña maleta con algunas ropas y unos grandes ojos que miraban asombrados todo cuanto pudieran abarcar. Su figura era diminuta, y tan gris como el humo que desparramaba la locomotora.
Se quedó allí, en el andén, quietecita hasta que Pedro, guardabarreras y único responsable de la estación, se acercó. Su castellano era casi ininteligible y con un vocabulario de poquísimas palabras.
Pedro la llevó al pueblo y, aunque caballerosamente ofreció llevar la maleta, Maritsa, se aferró a ella como quien se aferra a un tesoro y se negó.
Maritsa, durante todo el trayecto, solo miraba: campos sembrados, una casa allí y otra más lejos; la entrada al pueblo anunciada con un arco que decía algo que ella no entendía.
Las casas eran pocas y amplias, había una calle central a cuyos lados, algunos comercios tenían a esa hora sus puertas abiertas, más allá, algunas casas más , y sus habitantes, ocupados en las tareas de un día que se inicia detuvieron la actividad al verla .
No todos los dias llegaban extraños y nadie recordaba haber recibido nunca a una mujer pariente de nadie.
Con evasivas y pocas palabras, contestó las preguntas que las señoras del pueblo le formulaban pero como decía “yo buena modista”, decidieron darle alojamiento en uno de los graneros. Al poco tiempo dejaron de acosarla respecto a sus orígenes y poco a poco Maritsa se fue instalando en nuestras casas y en nuestros corazones, porque no solo sabía coser, también bordaba y planchaba dejando la ropa como si nunca hubiera sido usada, y todo lo hacía agradeciendo la tarea encomendada.
Nosotros - los chicos del pueblo - quiero decir, aquellos que apenas dábamos los primeros pasos cuando Maritsa llegó, la incorporamos como a todo el mundo, como a todas las cosas, naturalmente, incluso comenzamos a enseñarle poco a poco más palabras, tantas que más tarde se hizo costumbre que nos encontráramos a la hora en que el pueblo descansaba, bajo la añosa acacia y pudo contarnos cuentos.
Eran historias fantásticas, sobre cosas de las que jamás habíamos escuchado: máquinas que surcaban el cielo y dejaban caer flores extrañas algunas de las cuales tenían el poder de destruirlo todo; seres que se enfrentaban unos a otros portando algo parecido a la escopeta que don Zenón utilizaba cuando salía de caza pero que se extendían más allá de su boca en algo parecido a un estilete, y que hacían que uno de los contrincantes cayera hacia atrás dando volteretas que nosotros relacionamos con las que hicieron los de aquel circo que una vez pasó por el pueblo; de mujeres que cuidaban no solo a sus hijos sino a muchos hijos de muchas mujeres y los llevaban de aquí para allá; y había uno en especial que nos encantaba escuchar y se lo hacíamos repetir aunque ella se encargaba de darle un toque distinto cada vez y era ése en el cual los chicos de su pueblo esperaban la llegada de la nieve. Nunca habíamos visto nieve. Nos encantaba escucharla explicándonos como caía, como hacían muñecos con ella, como se arrojaban unos a otros pelotas amasadas con sus propias manos y como se formaba hielo en el lago, un lugar por el cual patinaban con un patín que no tenia rueditas, sino un filo en su base que cortaba semejante a la herramienta que usaba Marcos, el talabartero para marcar el cuero antes de cortarlo para hacer la montura, en fin, ellos se deslizaban por ese espejo y formaban figuras.
Cuando llegamos casi a la adolescencia y Maritsa tenía ya... no sabemos cuantos años, decidimos festejarle su cumpleaños.
Fue entonces que nos dimos cuenta de lo poco que sonreía y de que jamás la habíamos visto reir, apretaba los labios con fuerza, como si no les diera permiso, y aunque las palabras le salían a veces a borbotones daba la impresión de que movía solo el labio inferior.
Maritsa ignoraba que día de que mes de que año había nacido así que, de común acuerdo (nosotros y ella) fijamos como mes de su nacimiento uno en que los pimpollos de todas las flores explotarían en colores y aromas y decidimos que todo ese mes celebraríamos su “cumple”; así que, llevándola al árbol debajo del cual todas las tardes nos contaba una historia de “ su Europa” como decía. le preguntamos que quería como regalo.
Se tomó un instante para pensar. Paulatinamente sus ojos se fueron agrandando y dijo que solo lo diría a uno de nosotros y yo fui elegida "la delegada"
Me llevó aparte y me contó que había ido perdiendo sus dientes de a poco... de a mucho... Por mala alimentación, por falta de cuidado, porque de donde venía había que cuidar la vida y pocas veces la vida incluye los dientes... Una nube de tristeza pasó momentáneamente por su rostro y recuperándose de inmediato dijo - Así que... lo único que deseo son ... dientes.
Desorientada, volví al grupo. Todos queríamos muchísimo a Maritsa, pero no habíamos esperado un pedido tan excéntrico. Nosotras -las chicas- habíamos pensado en muñecas, un vestido o cortinas nuevas para la habitación que ocupara, porque Maritsa era huésped que alternaba todas las casas del pueblo. Ellos –los chicos- habían pensado en una pelota de fútbol, idea que desecharon casi inmediatamente, una peineta y un par de zapatillas.
Pero a ninguno de nosotros se nos ocurrió “ dientes” .
Todos fuimos a consultar nuestro problema a Josué, el único médico – traumatólogo – obstetra – dentista del pueblo.
Nos escuchó atento y sonriente y nos pidió algunos dias para darnos una respuesta.
Tiempo después nos enteramos que reunió a nuestros padres en el salón de la cooperativa y les planteó nuestro pedido.
Tiempo después nos enteramos que todos aportaron algo y mandaron a buscar a la ciudad los elementos necesarios para la dentadura de Maritsa.
Tiempo después nos dimos cuenta del enorme sacrificio que habían hecho juntando monedas, huevos, harina, en momentos en que nada sobraba y todo faltaba.
Una tarde, se corrió la voz. Josué había terminado “ la prótesis” de Maritsa -como la llamaríamos desde entonces- y ésta la probaría.
Fuimos en bandada y alborotadamente a buscar a Maritsa. En bandada y alborotadamente la seguimos hasta “ el consultorio” de Josué. En bandada y en silencio, esperamos que apareciera de nuevo en la puerta.
Apareció ... y lenta, muy lentamente, comenzó a sonreir y luego a reír.
Sonrió su boca, sus ojos, toda ella...
Sonreímos nosotros y luego reímos a carcajadas y estruendosamente todos... nosotros y Maritsa. Y ese fue el día de su cumpleaños.
Maritsa estuvo con nosotros siempre, cocinando, lavando, planchando, cosiendo ruedos, arreglando faldas, peinándonos, mimándonos, queriéndonos.
No nos dimos cuenta de las hebras plateadas que comenzaron a aparecer en su cabeza ni nos dimos cuenta que algunos de nosotros dejábamos el pueblo. No nos dimos cuenta de que algunos no volvían. No nos dimos cuenta de que Maritsa, siempre estaba, sonriente, allí.
Maritsa comenzó a quedarse más tiempo en casa de mis padres que en otras. Era más espaciosa, decía, molestaba menos decía, la necesitaban más decía. Lo cierto es que se quedaba con nosotros porque le encantaba acompañarnos al mar .
Una tarde. estábamos las dos jugando con las olas y una, traicioneramente, nos revolcó, nos perdimos momentáneamente y al salir a la superficie y recobrarnos una a la otra Maritsa estaba llorando. Era un llanto como jamás había escuchado. Silencioso y sonoro a la vez, era un lamento, su rostro tenia tal dolor reflejado en él que realmente me asustó, sé que intentaba decirme algo pero sencillamente no podía hacerlo, sus facciones habían cambiado y de pronto, algo parecido al aullido de un perro que acababa de ser herido salió de su boca al tiempo que repetía una y otra vez: los perdí...los perdí mientras buscaba desesperadamente a su alrededor agitando las aguas. Intenté tranquilizarla, intenté abrazarla pero no podía ni siquiera acercarme a ella, buscaba, en la inmensidad de un mar sus dientes, metía la cabeza bajo el agua una y otra vez como si realmente pudiera verse algo en el fondo.
De nada servía que yo le repitiera: no importa Maritsa, compraremos otros, mañana mismo. No me escuchaba.
Cansadas, con los brazos y las piernas dolorido, logré arrastrarla hasta la playa, nos tumbamos sobre la arena mientras Maritsa con las lágrimas aún corriendo por sus mejillas y deslizándose como una catarata incesante repetía: perdí mis dientes.
Casi ya estaba anocheciendo, el mar se retiraba lenta y cansadamente dejando sobre la playa los recuerdos de un día.
Un cangrejo se arrastraba penosamente como si soportara un peso mayor a sus fuerzas, más allá, un grupo de aguas vivas con las cuales no nos demoramos para saber si estaban vivas o no... una botella de gaseosa plástica... y entre restos de cigarrillos a medio fumar, los dientes de Maritsa.







Texto agregado el 26-06-2005, y leído por 130 visitantes. (0 votos)


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