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Había sido la inercia la que había empujado a John a salir aquella noche de San Juán. Pese a que en su interior apenas quedaban cosas que celebrar, había sentido la imperiosa necesidad de visitar los callejones de aquella ciudad que lo acogía día tras día como si fuera su propia ciudad. En cierto modo, con el pasar de los años se había convertido en un habitante accidental de la misma, y como tal era capaz de apreciar el agridulce encanto que se escondía en cada una de sus calles.

La noche era cálida y sobre su cabeza, el cielo despejado permitía observar un enorme manto de estrellas que traían a su mente la insignificancia de su existencia. El ser humano, que seguía engrandeciéndose a si mismo con cada segundo de su existencia, desentendiéndose de todo un universo que funcionaba con la rigurosa exactitud de un reloj, continuaba su imparable cruzada contra si mismo, destruyendo a su paso todo lo que era hermoso a su alrededor.

John comenzó a caminar por el paseo de la playa, abrigado por el susurro incesante de un mar que parecía querer desvelarle los secretos que estaba ansioso por descubrir. Escalera 11, el comienzo de su trayecto. Sabía exactamente donde debía ir, a donde debían dirigirle sus pasos. Hacía demasiado tiempo que no iba a verla, demasiado tiempo desde la última vez que pudo compartir con ella todas las frustraciones que rondaban su cabeza. No sabía siquiera si aún estaría allí, esperando por él.

Timidamente encendió un cigarrillo y comenzó a caminar. Al otro lado de la calle, en la acera que discurria paralela a la suya, el mundo era totalmente diferente. La noche de San Juan era una noche viva, llena de placeres y excesos, y los habitantes nocturnos de la ciudad habían vuelto a salir, como poajaros carroñeros, en busca de una nueva oportunidad de apurar su existencia entre alcohol, tabaco y sexo seguro. Todos aquellos oscuros seres seguían su camino, ajenos a la atenta mirada de John. Nunca había formado parte de aquel mundo. Ni siquiera a día de hoy se veía capaz de integrarse en la mísera existencia que sábado tras sábado ocupaba las calles. Era diferente. No mejor ni peor, sencillamente diferente.

Escalera 15. Se paró un instante y apoyo su cuerpo, agotado tras tantas batallas contra el tiempo, contra la oxidada barandilla que separaba el paseo de la playa. Allí observó las pequeñas luces tintineantes de los barcos en alta mar durante unos minutos, mientras se dejaba acunar por el dulce ronroneo de las olas. Pronto levantó la vista para contemplar de nuevo las estrellas, buscando desesperadamente un leve atisbo de familiaridad de una de ellas, una a la que pudiera llamar hogar. No era de este mundo, y su mente soñaba con encontrar la estrella de la que realmente provenía y poder regresar a ella, al lugar donde realmente encajara, el lugar donde la felicidad podía ser alcanzada.

El estruendoso sonido de un camión de la basura sacó a John de sus cavilaciones. Dio una larga calada a su cigarrillo y continuó de nuevo su camino. Iba poco a poco acercándose ya a su destino. La noche avanzaba lentamente, como si el tiempo no quisiera seguir su matemático camino, como si quisiera honrar aquella noche de magia y encanto a su manera. Los pasos de John se hacían cada vez más rápidos, bajando el largo paseo que lo llevaría a ella una vez más.

Escalera 18. Hacía mucho tiempo que se había prometido a si mismo que no volvería a ella. Había creído ingenuamente que nunca más iba a necesitar de su ayuda, que al fin había alcanzado su felicidad, que al fin su vida tenía sentido. Y sin embargo, en sus últimos 8 meses de existencia, la vida se había vuelto a tornar oscura. Las luces de la ciudad, que una vez le habían iluminado el camino a casa, se reían ahora de él. Podía oírlas, susurrándole al oído: ingenuo, no eres más que un ingenuo.

Si, quizás lo había sido. Pero no podía haber sido de otra manera. El amor es una arriesgada apuesta en la ruleta rusa. Y si juegas demasiado tiempo puedes terminar con una bala de soledad entre tus ojos. Quizás había abusado demasiado de él. Quizás había puesto demasiadas expectativas en un sentimiento, algo tan inestable como un sentimiento. Pero ¿acaso no era ese sentimiento lo más grande de la vida? Las dudas se acumulaban en su mente. No podía estar seguro de nada, tan solo de que había amado con toda su alma, y que al final había perdido.

Escalera 21. Al fondo ya podía divisarla, inmóvil en su pedestal. Un escalofrío recorrió su cuerpo. No estaba seguro de querer verla realmente, pero sus pasos habían tomado la iniciativa y lo guiaban hasta ella lentamente. El tiempo había terminado por detenerse. La brisa marina azotaba fuertemente su cara, como recordándole de que aún seguía con vida.

Y finalmente llegó a sus pies. Allí estaba ella, impasible, con su mirada clavada más allá del mar, en el horizonte. Aquella vieja estatua de metal continuaba allí, hora tras hora, día tras día, esperando que algún día el mar le devolviera todo aquello que le había robado. John se estremeció de nuevo al sentirse tan cerca de ella. Aquella estatua ocultaba algo mágico. Era como si el autor hubiera encerrado parte de su propia alma en aquel inmenso pedazo de metal con forma humana. Podía sentir su vida, su dolor. Era capaz de ver a través de sus ojos esculpidos en tristeza toda la soledad que encerraba. Los turistas solían pasar y dedicarle unos segundos de su tiempo, apenas capaces de entender todo lo que aquella figura encerraba en su interior.

John maldijo en silencio al escultor. ¿Cómo alguien puede ser tan cruel como para esculpir una figura con semejante dolor en su interior, y condenarla a una existencia eterna con ese dolor? No era justo. Sentía como parte de sus penas se evaporaban, filtrándose a través de pequeñas lágrimas que habían empezado a caer de sus ojos sin que se diera cuenta. Alargó su mano y rozo lentamente la rugosa escultura, mientras sentía como poco a poco la tristeza fluía fuera de él. Allí estuvo durante minutos, quizás horas, compartiendo su dolor con aquella mujer, la perfecta desconocida de una ciudad entera, que compartía con ella su existencia, pero que la excluía de su humanidad.

Como él mismo.

John comenzó de nuevo su camino de vuelta a casa, maldiciendo en silencio al escultor de semejante obra. Después también maldijo de nuevo al escultor de la estatua.

Texto agregado el 27-06-2005, y leído por 143 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
27-06-2005 Que te puedo desir realmente,le das vida a tu cuento,las imagenes estan precente en mis retinas, me encanto saludos mis *5 lagunita
 
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