| Déjame, mujer, entrar como ráfaga por tu ventana,
 deslizarme entre tus sábanas,
 entre tus brazos,
 entre tus piernas.
 
 Déjame ser el que te lleve
 a los extremos del placer,
 y ahí,
 te muestre que no existen,
 no habrá límites para la lujuria que despertaré en ti.
 
 Déjame, mujer,
 acariciar tu carne
 hasta que sea una herida
 y, lacerada,
 exijas a gritos mi pasión.
 
 Déjame enterrar mi calor en tus entrañas,
 -profundo, hondo-
 quemar tu cuerpo con mi brasa
 danzar juntos la lascivia musical
 de los gemidos
 
 Déjame recorrerte con la lengua
 humedecer tu vientre,
 ensalivar lentamente tus pezones
 ser tu niño pequeño
 y alimentarme de tu leche.
 
 Déjame empujarme hacia ti,
 hundirme en ti,
 atravesarte,
 partirte en dos,
 y así,
 paradójicamente ser uno.
 
 Déjame mirarme en tus ojos,
 perderme en ellos,
 laberinto eterno y sin salida
 Tan eterno e infinito
 como el santuario que guardas
 entre los muslos,
 ese que mi sexo ya no penetra,
 no penetra, ama.
 
 Déjame, mujer,
 desearte y condenarme por ello,
 ser el íncubo incubado,
 ser el demonio vuelto ángel
 en tus manos.
 
 Déjame ser,
 esta noche,
 no el espíritu nocturno
 provocador de sueños húmedos,
 esta noche, amor
 déjame ser
 el hombre que se atreve
 a soñarte.
 
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