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-¿Cómo se llamaba?
El anciano, buscando en su memoria, miró a la enfermera, quien le escuchaba con mucha atención.
-Era preciosa –continuó el enfermo-. Mi padre era pescador de la bahía y aquel día, que por primera vez me llevó con él a ayudarle en preparar las nasas y las redes, fue el primer día que la vi. Al principio me extrañó que la muchacha fuera a esas horas, antes del amanecer, a la playa. Destacaba del resto de los que faenabamos en la arena porque era la única que no hacía labores de pesca; subida en una roca mirando al este, esperando a la salida del sol. Ya nadie de los pescadores se extrañaba, pero yo no olvidaré aquel primer día que la vi. Regañado por mi padre tuve que retomar el trabajo, pero yo no podía dejar de prestar atención a aquella mujer y su extraña actitud. Recuerdo que iba poniendo los anzuelos a la red y cuando miré de reojo ya no estaba. Me quedé tan parado y extrañado que mi padre me dio un pescozón. Luego me lo explicó: La joven llegaba todas las mañanas y en cuanto el sol salía se quitaba la ropa y se tiraba al mar. Nadie sabía cuando volvía, puesto que todos partían a sus labores de pesca y cuando volvían no había rastro de sus ropas ni de ella. Esa noche no dormí. No podía quitarme de la cabeza a esa extraña mujer mirando al amanecer y soñé mil y unas explicaciones para su comportamiento.
Cansado, el enfermo hizo una pausa y la enfermera le acercó el vaso de agua con la pajita para que bebiera un poco.
-Durante meses nada cambiaba y los domingos, que los tenía libre, a esa edad mis padres no me dejaban madrugar tanto y no podía ir a verla. Pero un día, mi padre cayó enfermo y, con el compromiso de dedicarme a recoger coquinas en la playa, me dejaron ir solo y pude contemplarla a placer. La vi saltar al agua. Recuerdo su silueta desnuda y como entró en el mar. Era una diosa. Una sirena que se fundía con el agua. Rastrillaba la arena sacando coquinas pero sin quitar ojo a cuando saliera la mujer del agua. Varias veces estuve tentado de acercarme a la roca y esperarla junto a sus ropas, pero el temor a volver a casa de vacío pudo más que mi curiosidad. Al final la vi. La vi salir.
El hombre cerró los ojos y en su cara reflejaba que en ese momento estaba recordando la imagen.
-Era preciosa. Con su pelo largo, su piel brillante y llena de reflejos del sol, sus largas piernas que, en la distancia, me parecían aletas... Me quedé inmóvil mirándola. Por ser el único que había en la playa a esas horas, ella me vio y me miró. Pude ver sus ojos a pesar de la distancia. Dos luces que me inundaron de olor a sal. Era como si estuviera junto a ella y me abrazara. Se vistió con calma y se encaminó hacia mí; yo seguía inmóvil, hipnotizado por su presencia y, según se aproximaba, perdí la fuerza y se me cayó el cubo con las coquinas que llevaba recogidas. Cuando llegó ante mi, me pareció la mas bella... ¡No! La más bella no, sino el ser mas bello que jamás vi. “¿Qué haces aquí, solo, a estas horas?”, me preguntó. No supe, no recuerdo que le contesté, pero me dedicó una sonrisa y me hizo una carantoña en el pelo.
El anciano sonrió recordando aquel momento.
-Cuando ya se iba le pregunté su nombre.
“-Estrella, ¿y tú?”, eso es: se llamaba Estrella.
“-José Luis.
“-Pues encantada, José Luis. Que se mejore tu padre.”
Y ya se volvía a ir.
“-¿Vienes todos los días? –le pregunté y se paró para dedicarme otra sonrisa mientras me contestaba.
“-Sí. Al amanecer.
“-¿Por qué?
“-¿A ti no te gusta ver amanecer?
“-No sé. Voy con mi padre en la barca y no me doy cuenta.
“-Pues mañana fíjate y saluda al sol. Verás como durante todo el día el sol te devuelve el saludo.
“-¿Estrella?
“-¿Qué?
“-¿Y por qué te bañas a estas horas?
“-Cariño, el mar es nuestra madre e igual que saludo al sol, tengo que saludar a mi madre, a nuestra madre.”
Nunca olvidaré aquel día.

Estaba emocionado y así lo reflejaba el monitor que sobre la cama vigilaba sus constantes. La enfermera le acercó el vaso y le cogió de la mano para tranquilizarle.
-Durante años, hasta que mi padre murió, nos saludábamos en la distancia pero no volvimos a hablar. Luego, tuve que ir a trabajar a la ciudad y en tres años sólo la vi en sueños. Todas las noches soñaba con ella. Un día, de vacaciones en casa de mi madre, me levanté de madrugada con la esperanza de volverla a ver, y sí, allí estaba como siempre. Seguía igual de bella, igual de diosa, igual de sirena. Me acerqué a ella mientras esperaba la salida del sol y, al sentirme, se volvió y me reconoció.
“-Hola, José Luis. ¿Qué tal estás?
“-Hola, Estrella. Bien, estoy bien...
“-Has crecido mucho, ya eres todo un hombre.
“-Tú sigues igual.
“-Vaya, gracias, José Luis. Ya falta poco.”
Se giró y miró al horizonte esperando el amanecer. Yo me puse a su lado y en silencio esperé junto a ella con la mirada fija en la luz que se abría paso en la noche. Se dispuso a quitarse el albornoz, eso sí había cambiado, y como si lo hubiera hecho toda la vida, le cogí el albornoz y por primera vez la vi desnuda ante mi, aunque eran sus ojos los que me atraían. Me sonrió y se tiró al agua. Era una sirena, nadaba como los peces que perseguía en la barca con mi padre. Me senté y la vi perderse en la lejanía para al poco, con la luz, verla regresar. Ágilmente subió por la roca y me levanté para ponerle el albornoz. En silencio nos fuimos hasta el paseo marítimo y allí, sin palabras, nos despedimos. Al día siguiente volví equipado con mi albornoz y ella se limitó a sonreírme. Nadamos en silencio y en silencio regresamos. Sólo miradas. En aquellos diez días fui feliz como un niño. Pero llegó el último día, se me acababan las vacaciones. No me atreví a decirle nada pero ella lo supo. Sabía que me tendría que ir y ese día era el último de la temporada. Cuando regresamos de nuestro baño, al despedirnos en el paseo marítimo, me miró como siempre con su sonrisa y me dijo:
“-Te espero. Te esperamos. El sol, el mar y yo.”
Y me dio un beso. Me quedé inmóvil como de niño y la vi partir deseando ir tras ella.

El anciano se puso serio y quedó con la vista fija en el crucifijo de la pared de enfrente. La enfermera revisó las constantes y al verle murmurar, se acercó a su boca.
-Pronto te veré, pronto...
-Tranquilo señor Fernández. Tranquilo –le dijo con cariño la enfermera.
-¿Sabes? Pasaron veintisiete años antes de que pudiera volverla a ver. Seguía igual. Y me esperaba, no sé como, pero sabía que ese día yo volvería. Me esperaba para despedirse. Sí. Se metió en el mar, como siempre, como una sirena y en el mar, desde la lejanía, se despidió de mí. Ese día volví a casa con su albornoz. Ella no volvió... Me he pasado el resto de mi vida preguntándome por qué no la seguí, por qué no la hice mía, ¿por qué?
El anciano le señaló con esfuerzo a la enfermera una bolsa que tenía junto a la mesilla.
-Pronto te veré...
La enfermera sacó un albornoz de la bolsa y atendiendo a los gestos del enfermo, le cubrió con él.
José Luis cerró los ojos.
El pitido no asustó a la enfermera que, con tristeza, se zafó de la mano de él que aún apretaba; apagó el monitor.
En una última mirada, le tapó la cara con el albornoz.
La habitación se llenó de olor a mar.
Amanecía.

El viejo y la sirena * © 2005 JoLuLo

Texto agregado el 08-07-2005, y leído por 301 visitantes. (0 votos)


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