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El reloj marcó las seis.
Un hombre se hallaba sentado desde hace horas sobre el gélido suelo que cubría la habitación y sólo el rumor del reloj avanzando tortuoso, acompañaba su fatigosa espera.
Respiraba agitadamente, y entrecortado, le sudaban las manos y a pesar de no haber dormido se mantenía lúcido, pendiente a cada segundo.
Dieron las seis y cuarto.
Levantándose con pesar comenzó a pasearse mientras se retorcía las manos, tratando en vano de ordenar su cabeza y poder disipar todos aquellos pensamientos que lo agobiaban. Pero el tic tac del reloj anunciando las seis veinticinco, le recordó que eso ya no era necesario. Faltaba cada vez menos.
Un frío recorrió su piel. Se acordó entonces de aquel nefasto día de invierno. Sintió, como si estuviese ahí otra vez, la humedad de la noche, la fiebre y el olor a alcohol en su piel.
Se le vino a la mente el mismo edificio que había visitado cada noche en sus sueños, el rostro de una hermosa mujer, un cuchillo y luego un grito...
Eran las seis treinta y siete.
Fijó su vista hacia una pequeña ventanilla, ubicada en lo alto, que mostraba aún un oscuro cielo, para evitar seguir viendo en las paredes la dulce sonrisa de Ariadne, la mujer que había asesinado meses atrás. Abatido suspiró, mientras observaba la fría mañana. Aquel cielo parecía augurar un hermoso día y se lamentó de no poder disfrutarlo.
A las seis cuarenta y dos su corazón empezó a latir aún con más furia. Hubiera deseado tener en sus manos un cuchillo, o una pistola. Lo que fuese para acabar de una vez aquella espera interminable. Pero no había nada. Sólo el reloj que ya marcaba la seis cuarenta y ocho.
En su espera maldijo el día en que la había conocido. Era ella la culpable de su locura. Ella fue la culpable de que él se haya convertido en asesino fundando en él aquel amor enfermizo, posesivo. Su bella sonrisa lo encegueció. Creyó sentirla propia con cada beso. En medio de su delirio juró que sería suya para siempre. No imaginaba su cuerpo siendo de alguien más. Fue este amor enfermizo lo que lo llevó a matarla el día en que se enteró que tenía un amante.
El mundo se derrumbó para él y el inmenso amor que sentía por ella se convirtió en odio, obligándole a matar aquello que más quería. La mató aún sabiendo que eso significaría su propio fin.
Secó una lágrima antes de que el reloj marcara al fin las siete. Un nudo en la garganta evitó que lanzara al aire una súplica. A lo lejos unos pasos apresurados se acercaron rompiendo el silencio sepulcral que escondían las paredes de la prisión. Tres guardias y un distinguido señor aparecieron tras los barrotes. Lo obligaron a salir de su celda y él se dejó conducir resignado. Ya había llegado su hora. Aquella que esperaba secretamente desde que su puñal se clavó en el pecho de su amada. No había nada más que hacer. Pronto terminaría todo. Pagaría con su muerte, al menos así lo había sentenciado el juez meses atrás. Había sido condenado a pagar con pena de muerte su enfermizo amor...

Texto agregado el 16-07-2005, y leído por 132 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
27-07-2005 el final...:'( LeXuga
16-07-2005 la peste sobre el mundo...me gusto Andrea-lacrima
 
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