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Aquí nos llega el viento más fuerte que allá abajo, la lluvia amenaza con llegar pronto, anunciada por un relámpago trepidante. Hasta el sol, temeroso, se oculta tras una enorme nube gris que presagia más que lluvia; es la oscura señal de una tempestad inevitable. Los fuertes vientos amenazadores del norte hacen tambalear las copas de los árboles, los pocos animales que aún sobreviven tratan ruidosamente de encontrar un sitio donde cubrirse; yo los miro y esbozo una melancólica sonrisa. Ellos no saben que todos sus intentos de huir son tristemente inútiles, como también muy pronto lo serán los nuestros. Gruesos goterones de agua empiezan a caer sobre mi cabeza detenidas por mi raído sombrero, después, este no será suficiente. Nada será suficiente. Ni los techos, ni las casas, incluso ni aquellas hechas de concreto; el viento soplará fuerte, arrancará a los árboles de la tierra con todo y raíz y los abalanzará en toda la montaña, caerán sobre las bestias que morirán aplastadas bajo los robustos troncos, caerán sobre los pobres techos, la lluvia incesante formará grandes caudales de agua que inconmovibles arrasarán todo a su paso mezcla de lodo, piedra y escombros.

Ayer, no teníamos nada, pero entonces, la conformada costumbre de nuestra miseria, nos cubría con un techo pletórico de estrellas, alumbrando, nuestras lúgubres y pesadas noches en que un pedazo de maíz molido y amasado era lo único que había para llevarse a la boca, para saciar exiguamente, las ansiosas ganas de un estómago implorando que digerir, renovando así, las gastadas fuerzas de los cuerpos desvalidos.

¡Cómo me hubiese gustado ofrecerle a mi Juan un futuro menos incierto! Cuando doña Petra llevó el primer televisor al pueblo, nos maravillamos todos por lo que veíamos, casas enormes y lujosísimas donde no vivían más de cinco gentes pudiendo vivir a lo menos diez con holgura. Como los grandes, también los niños soñaban con esa vida inexistente para nosotros, esos manjares apetitosos que solo de verles, nos hacían sentir esa acostumbrada sensación del hambre y un rechinido tripal nos escapaba del vientre. Desde entonces, Juan soñaba con todo eso. ¡Maldita doña Petra! Vino a abrirnos los ojos y a refundirnos en el sótano de nuestra miseria ¡maldito aparatejo!

Vuelve a tronar el cielo y me disipa un poco los recuerdos, pero casi de inmediato, mi memoria se vuelve atrás y pienso en la última tormenta, la que se llevo casi todo, la que me arrancó de los brazos al Juan y lo arrastró cerro abajo pese a mis intentos de detenerlo, llevándoselo a él, a sus libros y a sus sueños; esa misma tormenta que dejo un boquete en el techo de mi casa que no tiene caso ya remendar, la que ahogó mi milpa y nos dejo sin maíz, sin frijol y con hambre, la que me mató a mí también todo deseo, la que devastó mi pueblo casi por completo. ¡La que ha vencido!

Tal vez, aún pueda correr, escapar, cubrirme en algún lado, pero ¿ya qué caso tiene? Si la lluvia no me mata, me mata el hambre y la miseria, me mata el dolor y la pena, me mata la nostalgia. Con la lluvia se me fue todo lo que amaba o lo que amo todavía. Enciendo un cigarrillo y espero indiferente a que llegue el final y en cada bocanada de humo que se escapa, voy dejando un poquito de vida y de recuerdos, pronto lloverá, pronto arrasará, pronto acabará con cuanto aún halla quedado y continuará lloviendo y lloviendo... sobre mojado.

Texto agregado el 28-11-2001, y leído por 1921 visitantes. (0 votos)


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