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Mi hermano y yo vivíamos en un pueblo situado en un pequeño valle con un barranco en su fondo, y allí teníamos todo lo que necesitaba nuestra imaginación. Solíamos explorar las cuevas cercanas, hacer duelos de espada con cañas e incluso acampadas bajo un gran arbol, pero lo que más disfrutábamos era subir la pequeña montaña que coronaba el valle, rodeado de dos colinas pequeñas. Era una prueba de fortaleza y de entusiasmo; cuando llegábamos a la cumbre, el mundo se nos hacía ancho. Sentados sobre la cruz de piedra luchábamos con fascinación contra el fuerte viento que siempre nos recibía en la cima de nuestro mundo. A lo largo de los años siempre nos acompañaron tres perros distintos: Lota, nuestra doberman, Tania, fox terrier y por último Indy el hijo mezclado de esta última, pero me estoy desviando.
Tras gozar de la puesta de sol empezabamos una carrera montaña abajo resbalando sobre el picón, haciendo un loco slalom entre las ulagas, llenándonos los zapatos con las pequeñas piedras porosas y recogiendo algunas magulladuras y futuros remiendos en nuestra ropa. Entonces cenábamos rápido y tirábamos para el barranco donde habíamos quedado con amigos para jugar al escondite amparados en la oscuridad de una noche que solo te puede dar la ausencia completa de luz artificial. Creo que desde entonces se me ha dado muy bien esconderme. Pero la quebrada ofrecía una última maravilla, una inmensa colonia de gatos salvajes que habitaban entre un grupo de rocas enormes como sillones de líneas redondas y suaves, erosionadas tras años de lluvias invernales que hacían de la hendidura todo un espectáculo digno de ver por todos los vecinos. Hoy día hay una cantería al final del barranco, este ya no corre con las lluvias, le corren por encima camiones cargados con el picón; y el asfalto, que le ha robado su hogar a los gatos, corta a su vez la montaña y las colinas en dos. Con los años el humo y las basuras de los vecinos que viven al pie del desfiladero esconden un valle que ha muerto silencioso en nuestros recuerdos de adultos.

Texto agregado el 25-07-2005, y leído por 85 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
25-07-2005 Los buenos recuerdos no se pierden. Ellos nos encuentran, cuando menos lo esperamos, llenando de placer nuestras almas. Muy bien narrado. castillo
 
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