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El viento arreciaba muy duro esa fría noche de principios de mayo de mil novecientos treinta y seis, junto al esqueleto de ese extraño monumento en construcción que tanto daría que hablar a los porteños y tantas mofas recibiría en el futuro: El obelisco.
Un autito pequeño estaba estacionado en la plazoleta, y sobrepasando el sonido del viento, llamando la atención de los transeúntes que con la cabeza gacha y sosteniéndose los sombreros circulaban a prisa hacia Corrientes, se escuchaba un grito repetido: ¡Juega el 8 y no posterga!, ¡juega el 8 y no posterga!, compre señor, que juega el 8 y no posterga.

Ella, sacudiendo un talonario de rifas de Correos y Telégrafos llamaba la atención por sus escasos veinte años y porque en esa época la noche de Buenos Aires no estaba acostumbrada a ver a una casi adolescente vendiendo rifas de un auto, ni vendiendo nada a grito pelado, en el momento y la hora, en que otras chicas “decentes” de su edad, tejerían o zurcirían medias junto al fogón u hornearían pan en los infinitos y oscuros conventillos que pululaban en el viejo Buenos Aires.

Siguió gritando durante horas, tenía mucho coraje y vendía, cómo vendía, nadie podía emularla, por su simpatía, por su belleza, por su picardía o qué se yo por qué, pero todos, la mayoría hombres, iban dejando sin rifas el talonario que ella blandía cantarina, y es más, si alguien dudaba, ella abría su vieja y pequeña carterita y le decía: Aquí tengo una señor, que es la de la suerte, la había reservado para mí, y el hombre convencido la compraba. Luego, cuando el tipo se iba, pícaramente volvía a cortar otra rifa y la guardaba en la cartera.

Dos tardes con sus noches continuó vendiendo. Al concluir la segunda, sintió que su voz se iba apagando rápidamente a medida que sentía escalofríos y le subía la fiebre, además de tener fuertes dolores de garganta. Pero ya sorteaba la rifa y era el mejor momento para vender y llevar unos buenos pesos a casa, le daban un buen porcentaje de comisión, lo que probablemente una obrera no alcanzaba a ganar en una quincena de fábrica.
Cuando llegó a la triste pieza de pensión que alquilaba con su hermana en la calle Carlos Pellegrini, ya no podía pronunciar palabra, los dolores de garganta eran insoportables, le latían las sienes por la fiebre, volaba de temperatura.
Llamaron a la Asistencia Pública, el medico vino y le pregunto qué había esperado para ir al hospital, ella le respondió que estaba terminando de vender la rifa y pensaba ir al día siguiente.
El médico le respondió: Mañana no haría falta. Ah ¿viste?, le reprochó a su hermana, mañana no haría falta.
Si, le respondió el médico, mañana no haría falta porque ya estaría muerta. Usted tiene difteria, toda la garganta cerrada por las llagas ¿cómo pudo mantenerse en pie?. Pero claro, el médico de la Asistencia Pública no tenía la más mínima idea de a qué bagaje de coraje, fuerza y testarudez, se estaba enfrentando.
Le inyectaron terribles y dolorosas inyecciones en la columna (claro, en esa época no se conocían los antibióticos y si había algo similar, sería para que los médicos “de familia” se los recetaran a los ricos) a los pobres los atendía la Asistencia Pública.
La fiebre continuó subiendo y varios días la sumió dentro de un delirio en que fantasmas del pasado se atropellaban por salir... se cruzaba por su mente su infancia de un conventillo en otro y el tano del corralón donde nació su hermanito más pequeño. Ese tano que un día tuvo el coraje de faltarle el respeto a su madre y al cual Ella, al día siguiente, le vació la escupidera de la noche sobre su cabeza.
Acudía también su época de colegio en que la madre la mandó a comprar papas y, como un patán grandote se había burlado de su hermana mayor gritándole “pata de tero” ella, Quijota sin molinos, lo corrió por toda Villa Devoto revoleándole y embocándole papazos en la cabeza, hasta que el padre, descubriéndola la mandó cuadra por cuadra a recoger papa por papa.
Qué carácter indómito y gracioso a la vez!, Ella se divertía, tremendamente y enloquecía de pánico a los que la rodeaban.

Recordó en su delirio, la muerte de su madre acaecida cuando era tan niña y cargó con la crianza de los hermanos menores y el cuidado del padre enfermo; y en ese ir y venir de los desvaríos se le cruzó la época de sirvienta “con cama adentro”, a los trece años, donde “la señora” le hacía planchar la cama ”del niño” para que estuviese caliente y ella con sus sabañones sangrantes salía los domingos para ayudar a su padre y visitar la tumba de su madre.
Su mente aún más divagante y extraviada fue acuciada por el terrible recuerdo de su padre levantándose la tapa de los sesos de un tiro. Y Ella, con sus escasos años afrontando todo, yendo al diario Crítica y golpeando al reportero que había blasfemado contra su padre llamándolo borracho.
Se le cruzó también su búsqueda infructuosa de trabajo, donde por ser tan bonita, todos los patrones querían “probar la mercadería” y darle un ascenso.

De todos lados huía a tiempo, con esa impotencia, con ese amargo en el alma ante la injusticia y la suerte.

Trabajó en Tiendas La Mota (donde se vestía Carlota, según el slogan), se destacó enseguida por su desenvoltura, su capacidad y su simpatía, hasta que al hijo del patrón se le ocurrió la brillante idea de hacerle “probar”, “en privado”, un modelador... y de allá huyó nuevamente, no sin antes putear al mequetrefe acordándose hasta de sus antepasados más remotos.
¿Y el año anterior cuando había tanto hambre? que una niñita vecina encontró cinco centavos y la madre la mandó a comprar dos pancitos y cortándolos en cuatro lo compartió con ella, su hermana y su hija. Contaba Ella que su hermana, después de comerlo con avidez pegaba las miguitas, que habían quedado en la mesa, con el dedo y se las llevaba a la boca.
A veces se le ocurrían ideas estrafalarias y loquísimas, se le daba por ir al hall, tomar el teléfono y llamar a la Confitería Los Leones que estaba cerca y encargar un kilo de masas que hacía llevar a la dirección de enfrente, mientras ella se solazaba mirando desde la ventana al mensajero que iba y venía tocando timbre de casa en casa, en busca de los destinatarios del pedido.
Ese año le ofrecieron un trabajo pasando discos en un bar, hoy sería una disk jockey, entonces era una vitrolera, término despectivo, pero que a Ella no le preocupaba. ¿Quién se animaba? ¿Qué chica “decente” podría hacer eso? pero Ella lo hizo, y cuando alguien, desde abajo le ofrecía algo Ella le aceptaba un café con leche con pan y manteca (tenía tanto hambre).
Si habrá pasado hambre, dolores e injusticias en tan corta vida, ese cuerpito que ahora se debatía entre la vida y la muerte, agitado con terribles recuerdos, delirando, empapado en sudor producto de la terrible fiebre, que no cedía.
Pasaron casi treinta días y cuando al fin pudo levantarse, flaca, ojerosa, desnutrida, no tenía voluntad de nada.
Dije al comienzo que la piecita era triste, mentí, era muy bella, Ella se las había ingeniado para que con dos camas turcas, dos cajones de kerosén Caloría que los dispuso como mesas de luz, seis cajones, que encimados transformó en cómoda-ropero, todos cubiertos por una hermosa cretona floreada de veinte centavos el metro y dos lamparitas viejas que también decoró, se transformara en un pequeño hogar, alegre y florido.
Se recuperó y siguió trabajando, cuando conseguía trabajo, porque eran más las veces que con el diario bajo el brazo recorría infructuosamente las calles de Buenos Aires.
La hermana mayor había conseguido trabajo en una peluquería y al poco tiempo conoció al que luego sería su marido, y se casó.

Ella se quedó sola con el hermano más pequeño y la fue apechugando y saliendo adelante a golpes y topetazos, comían un día no y otro tampoco, pero Ella tenía fe, le iba a ganar a la vida, costare lo que costase.

Un día conoció a Saverio, el que pronto se convirtió en su novio. Él, por una enfermedad, en aquel entonces infame y hoy fácilmente curable con penicilina, había sido vasectomizado, nunca podrían tener hijos, y Ella soñaba con tenerlos, pero era una vez más en la que el destino le jugaba una mala pasada y la apechugó.
Él viajó a Uruguay donde un tío le consiguió trabajo, se comprometieron y Ella volvió a Buenos Aires a comprar su ajuar, parando en casa de su hermana, estaba tranquila, estaba en paz, a su manera, comenzaba a vislumbrar lo que podría llegar a ser la felicidad.
Un día, al bajar del tranvía, en la esquina de Independencia y Saavedra lo vio, era alto, fornido, de ojos verdes, muy rubio, era policía y estaba en la esquina de parada... y la “tan mujer”, la que había afrontado tantos sinsabores y sabido resurgir de las cenizas como el ave Fénix, siempre triunfante, sucumbió a primera vista, ante lo que sería su único, grande y desesperado amor.
Ella, la madura, se arrancó el tacón del zapato para cruzar hasta el zapatero a arreglarlo y así pasar junto a él. Cruzó a la carnicería a comprar un chorizo colorado y se lo comió en el zaguán mirándolo a él, cruzó a la farmacia a comprar una cajita de Diadermina que costaba diez centavos, sólo para pasar junto a él.
Se levantaba temprano, hacía cinco o seis cuadras para tomar el tranvía, que daba la vuelta y la dejaba “por casualidad” junto a él.

Así día tras día, no respondía llamados, no aceptaba advertencias, se había enamorado locamente de alguien que ni siquiera la había mirado.

Al pasar unos diez días, él se acercó y le dijo Buenas Noches, la invitó a salir y ahí comenzó toda una vorágine de años tras años de sufrimiento, se entregó a él en cuerpo y alma. Ella, la fuerte, la invencible, había entregado su corazón tan protegido, tan incólume, al hombre equivocado. Él también la amaba, es más, la idolatraba... pero los rumores llegaron y no faltó el ”buen amigo” que se lo dijo en secreto: Él era casado. Ella no pudo soportar otro golpe y partió nuevamente hacia Montevideo, pero hasta allá la siguió él, le mintió, le juró, le aseguró, le pidió perdón y Ella le creyó, necesitaba creerle.
Con los años tuvo una hija y fue su venganza contra la vida, al fin tenía algo suyo, fruto de tan gran amor, y a su hija se aferró, tanto se aferró que por momentos llegó a asfixiarla de miedos y cuidados, pero cuánto la amó. A su manera por supuesto, no demostraba ese amor, le habían fallado tantas veces... pero su hija no le iba a fallar, sería lo mejor, la más hermosa, la más inteligente, la mejor vestida, aunque otras tantas veces volviera a quedarse sin comer.
La hermana tuvo una hija y seguido a ello un terrible accidente que le hirió la columna para el resto de su vida ¡cuántos injertos! ¡cuántas operaciones! ¡cuántas internaciones!. Y allá estaba siempre Ella, noche tras noche en el Italiano, en el Durand o en el Álvarez, dándola vuelta con esos terribles yesos del cuello hasta la ingle, cuidándola.
En los ratos en que su hermana se dormía cuidaba a todas aquellas enfermas que la necesitaban, no importaba si estaban fracturadas, o tuberculosas, o con cáncer, allá iba Ella a ayudarlas.
Si habrá ayudado a viejitos, si habrá dado de comer aún lo mínimo que tenía para ella a desconocidos indigentes, si se habrá sacado el pan de la boca para dárselo a quien lo necesitaba tanto como lo necesitaba Ella.

En este momento vienen a mi mente algo parecido a las palabras de Jesús: “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y la saciaste, busqué consuelo y lo tuve, tuve frío y me abrigaste... porque lo que hiciste a mi hermano, a mí me lo hiciste”.
Toda su vida fue una vocación de servicio y toda su vida fue un rosario de sinsabores, pero Ella seguía adelante, la más pequeña cosa la hacía feliz pero también la más pequeña cosa la hundía en un pozo de tremenda depresión.
En esa época aún no se hablaba de psicólogos, de psiquiatras, es más, en esa época es poco lo que se hablaba que escapara a la rutina cotidiana, lo complejo no se trataba para nada, o se murmuraba en voz muy baja y Ella, era tan compleja... fue tan grande el dolor acumulado durante años, fueron tantas las injusticias de la vida, fue tanto el desamor del que había sido víctima.
Pero salió, lentamente su hija se hizo adolescente, luego universitaria y fue su orgullo, aunque jamás se lo decía, luego su hija se casó y puso en ella todas sus esperanzas , si “sus esperanzas” soñó ver realizados en ella todos sus sueños truncos, pero su hija tampoco fue feliz... hasta que llegó el nieto, ahí sí que conoció la felicidad, vivió para ese niño que era luz de sus ojos, día y noche lo mimó, lo malcrió, lo amó más que a nada en el mundo y Ella fue al fin feliz; con privaciones, casi sin casa, contando los escasos pesitos para poder darle todos los gustos, pero fue inmensamente feliz, no l o dudo ni por un instante.
Era tan bonita, tan elegante, tan chispeante, tan coqueta, tan ordenada, a pesar de los golpes de la vida... ¿por qué entonces volvía a golpearla el destino una vez más?.
No lo entiendo, ¡no lo merecía!.
Una mañana cualquiera del mes de agosto, cuando su nieto tenía apenas siete años, un accidente cerebro vascular la dejó hemipléjica, dijeron que no caminaría nunca más, pero sacó fuerzas y a los pocos meses caminó, con bastón, con trípode, apoyándose en los muebles, pero caminó y siguió yendo y viniendo, haciendo cosas, atendiendo a los demás, siendo imprescindible. Pero ella no lo comprendió, se sentía inútil, inválida, inservible... y era ¡tan irremplazable tanto para la hija como para el nieto! ¿por qué no se daba cuenta?.
Se fue sumiendo en la desesperación, ahora que tenía sus dulces, sus postres, todo lo que quería, se negaba a comer y ya no tenía ganas de vivir.
Yo me pregunto: ¿qué le había dado la vida para querer seguir luchando?: orfandad, hambre, suicidios, disgustos, angustias, mentiras, engaños, egoísmos, mal a cambio de bien, soledad y ahora su parálisis... y por eso dejó de pelear y fue decayendo.
Y así, rodeada por el amor de su hija y su nieto que en ningún momento la abandonaron, se fue entregando a pasos agigantados a la muerte... y no tuvo fuerzas para seguir luchando.
Un día de mayo de hace ocho años se transformó en un espíritu de luz, yo estaba ahí, una luz verde fluorescente me envolvió y la persiana se movió sin brisa mientras entraban estas palabras en mis oídos o en mi cerebro... ¿Ves, ahora camino?. Estaba por cumplir ochenta años.

Días después la vi, sentada en el sillón de mi living, hermosa, radiante, bromista, con las piernas cruzadas y sonriéndome. Yo sé que estaba ahí y que por fin encontró la paz que tanto buscaba; que ya no pasará frío, ni hambre, ni tendrá que gritar ¡Juega el 8 y no posterga! para poder comer, porque todos esos pordioseros que alimentó, todos esos enfermos anónimos que ayudó a lo largo de su vida, hoy están junto a Ella con bandejas de plata cubiertas de dulces y canastos enormes de frutas, sus amadas frutas, peras, frutillas, uvas, dátiles, saciándole el hambre y cantándole hermosas y pícaras canciones como aquellas que entonaba de pequeña ”Parece mentira señores que Doña Marieta se vaya a casar”... “Ay mi nena sin ti yo no vivo, ay mi nena decime que sí, ay mi nena yo quiero un besito de tu boca capullito en flor”...

NOTA DE LA AUTORA:
Se que muchos me preguntarán si Ella existió o sólo fue producto de mi imaginación.
Les respondo: Ella existió y hoy, bajo tres árboles frondosos que Ella misma plantó hace años, cubiertas de flores, sus cenizas descansan en el jardín de mi casa.
Se llamaba Nieves, y era mi mamá.



















Texto agregado el 20-09-2003, y leído por 319 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-09-2009 Lei tu relato y me pareció interesante sensible y maravilloso (Me hiciste llorar. Un beso. Alma almaRG
20-09-2003 Con un nudo enorme en la garganta he puesto 5. Gracias por compartirlo hache
 
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