Le hizo gracia verla ya instalada en la cumbre de ese cerro escarpado que a ella le había costado tanto subir.

Habían pasado algunos años de no verse. Su maestra de reiki, comodamente sentada en la tierra, lucía dos prístinas alas blancas a su espalda como de sedosas plumas de ganso.

Al acercarse, la maestra comprobó orgullosa que su aprendiz mantenía su ala izquierda inmaculadamente blanca. Observó el ala de tornasolado negro azulino que le colgaba a su derecha y un tanto molesta le dijo:

- Te advertí que no te juntaras con brujos.

- Curanderos le aclaró. Me la cedió Baba Yagá por haber logrado cruzar los pantanos del dolor, la desolación y el poder.

En ese momento, ambas sintieron con un escalofrío como un viento gélido se levantaba por el Norte.

La maestra se puso de pie sorpresivamente y con un solo movimiento desenvainó una espada transparente como el cristal. Ella se colocó a su lado y acomodándose el cinturón de gasa con moneditas de oro tintinéandole, descolgó su metralleta luminosa.

- Al fin estamos en el mismo bando querida mía, le susurró la mujer mayor.

- Al fin, agregó ella.