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LA SERPIENTE


Por la tarde salieron a pasear en el jeep y enfilaron hacia el vivero dunícola. Los caminos angostos y arenosos conducían por lujuriantes pinares hacia el mar, cuyo murmullo, se escuchaba más fuerte, cuanto más se acercaban. Bajaron en un claro y caminaron, desviándose para evitar un cedro gigantesco, cuyas ramas de un verde grisáceo, colgaban como cortinas cerrándoles el paso. Mas allá vieron el linde de otro claro y se sentaron en la hierba arenosa a tomar mate.
-¡Esto es hermoso! Dijo Aldana.
Facundo que, con esfuerzo, trataba de ubicar unas piedras para sentarse y estar más cómodo, respondió.
-Todo, el aire de mar, el ozono que producen los pinares, el sol, lo hacen revivir a uno.
Ella se quedó cortando flores silvestres que crecían en las cercanías donde cada rama, delgada como un cabello, se separaba del tronco y mostraba dos flores solamente, tan delicadas que era difícil verlas al pasar, a pesar que eran tantas y cada una de ellas como moldeada con particular elegancia.
En eso vio, ante ella, la serpiente. La vio con toda claridad, echada allí, pocos pasos adelante. Se detuvo y permaneció en helado silencio, trató de gritar, no lo consiguió.
La serpiente levantó la cabeza, sacó la lengua delgada y larga como una flecha, que ondulaba rápidamente y lanzó un silbido. No sabía nada de serpientes, salvo que le inspiraban repugnancia y horror. La serpiente se enroscaba en un movimiento elástico que era aterrador. No se atrevía a pasar por encima de ella.
¿Qué podía hacer? Se armó de valor y tomó una piedra y apuntó. Su lanzamiento fue fuerte y certero. La piedra pegó en medio del cuerpo del reptil y lo clavó en tierra, luego recogió otra piedra y la arrojó, luego otra y otra, hasta que la cabeza del animal se convirtió en una pulpa sanguinolenta, aunque la cola seguía moviéndose.
Se aproximó y se puso a dar golpes en la cola, deteniéndose solo cuando la vio inmóvil también. Entonces algo mas calmada advirtió que no se trataba de una verdadera serpiente y recordó que Facundo le había dicho una vez que en esos lugares no había visto nunca, más que inofensivas culebras.
Trató penosamente de dominar la respiración agitada, pero las lágrimas comenzaron a correrle por las mejillas y los sollozos a sacudirla hasta que casi la ahogaban. Primero lloró por sí misma, pero luego lloró por la culebra que había matado. En realidad, pequeño y tan miedoso como ella misma, el pobre animal era inocente, no sabía nada del mundo, y ella lo había matado.
Nunca supo cuanto tiempo estuvo llorando, de pronto se percató que Facundo estaba a su lado.
Él la consoló y la abrazó.
Volvieron cuando el sol ya no calentaba y la brisa marina se hacia sentir.


Texto agregado el 22-09-2003, y leído por 170 visitantes. (0 votos)


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