| 
 
 
 DECILE, QUE NO VENGA (nouvelle)
 
 
 Era una mañana fría de junio, de hace treinta y tres años (parece mentira cómo
 pasa el tiempo).
 
 Con mis quince años, melancólicos, aburrida, con mi mente quién sabe dónde,
 mientras se oía a lo lejos el parlotear de la profesora de Instrucción Cívica y
 mis dedos vagaban por la superficie del pupitre (mudo testigo a través de los
 años de: “Marta ama a Aldo”, “Chichita y Pedro se quieren” e interminables
 corazones de todo tamaño que las lijas y ceras que las monjas nos hacían pasar
 los fines de curso, no habían logrado borrar.
 Pensaba en quién sabe qué cosas (aunque mis cosas, la mayoría de las veces,
 giraban alrededor de mi casa, las peleas de papá y mamá, la soledad de Alberto
 (mi tío solterón) y algún chico de turno, que en esos días me gustase.
 
 En ese momento, se abrió la puerta del aula y volví de las nubes nuevamente a mi
 pupitre; entró una monja, no me acuerdo quién era, pero si ella supiese que
 trazó mi camino por el resto de mis días... Miró al centro del aula y dijo:
 
 - Chicas, llegó el padre para confesar.
 
 Comenzaron las exclamaciones:
 
 - ¡No, hermana!. ¡el cura “culegio”, no!.
 
 - No, es un padre nuevo, que vino por un trámite a la escuela y la
 hermana superiora le pidió se quería confesar (como mañana es Corpus Christi).
 
 Nosotras detestábamos al capellán de la escuela, era un gallego medio bruto y
 para colmo de males, sordo, que cuando nos confesábamos (¿qué pecados podríamos
 tener en esos tiernos años adolescentes?) nos echaba del confesionario ,muy
 enojado con “un montón de penitencia”.
 
 Cada vez que hablaba de la escuela, decía: - “purque el culegio” y nos hablaba
 de vosotras...
 
 Y nosotras, ni cortas ni perezosas, lo habíamos bautizado: “El cura culegio”.
 
 Ninguna de mis compañeras se animó a arriesgarse con un cura nuevo (no fuese
 cosa que resultase peor que “el culegio”.
 
 Yo, estaba aburrida, triste, (no tenía intención de confesarme), ni se si
 tendría, de acuerdo a mi albedrío adolescente, algo para confesar, pero no
 soportaba más a la Srta. Cherá, estaba pesadísima, así que me puse de pie y me
 escuché diciendo:
 
 - Señorita, voy a confesarme.
 
 Caminé lentamente por esos pasillos, que hoy recuerdo tan queridos. Esos
 pasillos que sólo alguien que estudió en colegio de monjas puede reconocer:
 siempre tan limpios, tan frescos, tan silenciosos, tan relucientes.
 
 Llegué a la capilla, que era una de las joyitas de nuestra escuela. Ahí
 corríamos a rogar cuando teníamos prueba escrita, cuando nos sacábamos un uno,
 cuando queríamos ganar un partido de pelota al cesto, cuando queríamos que se
 nos declarase un chico.
 
 Siempre, en el altar dorado, enmarcada por dos querubines preciosos (que hoy no
 están y no entiendo la causa) la Virgen del Rosario parecía sonreír y tomar nota
 de todos nuestros pedidos.
 
 Yo jamás dudé que Ella, nos oyese y nos entendiese siempre; y era: ¡tan bonita!,
 con ese Niñito Jesús regordete y simpático en sus brazos.
 
 Todavía recuerdo aquel himno tan hermoso que le cantábamos:
 
 Tu Rosario es mi escudo y fortaleza,
 la cadena que a Ti nos enlazó,
 no hay blasón que supere mi nobleza,
 hija soy, del rosal de Jericó.
 
 Entré, todo estaba en penumbras. No había nadie. Me arrodillé en un banco, casi
 a la entrada, junto al confesionario.
 
 Ahí estaba, meditando, mascullando mi tristeza, cuando se abrió la puerta y...
 ¡él entró!.
 
 ¡Qué hermoso lo vi!, alto, rubio, con canas en las sienes y unos ojos celestes
 resplandecientes, alegres, graciosos, bromistas.
 
 Me miró y me dijo, señalando el confesionario y riendo:
 
 - Hola, ¿yo tengo que meterme ahí dentro?.
 
 Lo miré asombrada (era tan seco “el culegio”) y le respondí:
 
 - Y, si, padre.
 
 Sonrió de nuevo y me dijo:
 
 - Bueno, entonces, vení.
 
 Se introdujo en el confesionario y yo me acerqué mansa, sin haber hecho siquiera
 un pequeño “examen de conciencia”, como nos habían enseñado, para recordar uno,
 y cada uno de “nuestros pecados”.
 
 Así me encontré llorando, llorando sin consuelo, mientras escuchaba la voz de
 él, dulce como un murmullo.
 
 Aún recuerdo mi llanto inconsolable y ¡qué vergüenza sentía al vertirlo!. En ese
 momento hicieron eclosión todas mis tristezas acumuladas, toda la incomprensión
 que yo sentía que me atosigaba, toda mi soledad, toda mi angustia... y él me
 escuchaba.
 
 Fue eterna nuestra charla, luego me puse de pie y fui a arrodillarme en el mismo
 banco donde lo había hecho al entrar.
 
 Nadie había acudido a la capilla ni antes ni después de mi. De modo que él,
 aguardó un momento y salió. Se acercó a mí, me regaló esa maravillosa sonrisa,
 que nunca pude olvidar. Aún hoy, con mis cuarenta y ocho años, entrecierro los
 ojos y lo veo sonreír como en ese instante, como en todos los instantes.
 
 Tomó mi cara con el hueco de sus manos y muy suave, muy tierno, me dijo:
 
 - Ya no estás más sola Zulema, ahora tenés un hermano a tu lado.
 
 Dicho esto, me besó en la mejilla y salió.
 
 Yo, quedé largo rato acariciándola y sin reaccionar. Habían comenzado, sin yo
 saberlo, mi desfallecer durante años, mi locura, mis sueños, mis alegrías, mis
 risas, mi llanto de mujer. ¡Había comenzado... mi amor! ¡mi tremendo, eterno e
 inexplicable amor!...
 
 Desde ese día, por no se qué raro designio del destino, comenzó a venir a la
 escuela, de tiempo en tiempo.
 
 En cuanto abría la puerta la monja, no llegaba a decir:
 
 - Está el padre para confesar- yo le preguntaba:
 
 - ¿Qué padre, hermana?.
 
 - El padre Andrés.
 
 Todas mis compañeras habían ido conociéndolo y queriéndolo. Lo admiraban. Las
 hacía reir con sus bromas. ¡Era tan alegre! ¡tan pleno de vida! ¡tan compañero!
 ¡tan humano!...
 
 Yo ¡lo celaba!, ¡no quería que estuviese con ellas!, ¡él era mío!, ¡yo lo había
 descubierto!, ¡yo lo amaba!...
 
 Así pasó, todo mi cuarto año y legamos al último de mi carrera. ¡Qué horribles
 fueron esas vacaciones sin poder verlo! (no podía vivir).
 
 Ya no pensaba en nadie más que “mi Andrés”, no iba a otra misa que las que daba
 “mi Andrés”, sus sermones, para mí, eran los más maravillosos del mundo y cuando
 los decía, yo lo miraba con la cabeza gacha, como para que nadie notase, ni él,
 que yo lo abrazaba con mi mirada, que bebía sus palabras, que me encandilaba con
 sus ojos de cielo.
 
 Le escribía extensas cartas y atrevidas poesías que sabía que él, nunca leería:
 
 
 Querido, yo estoy sedienta, sedienta y loca de amor,
 y ansío saciar mi sed en el cáliz de tu boca.
 Deseo fundir mi vida en esos labios tan tibios
 y olvidar, sólo un instante, que tu no me perteneces.
 En el aire que respiras deseo amante flotar
 y cedo feliz mi vida, si tu me quieres besar.
 Convertiríame en ave, por gorjear en tu ventana
 en esos tristes instantes que pliegan tu blanca frente
 y en una bella retama, trocaría mi destino
 por aromar el camino en que suave te deslizas.
 En la lucha y el fragor, sería una leve brisa,
 yo te daré mis sonrisas y embeberé tu sudor.
 Quisiera ser melodía para embriagar tus oídos,
 quisiera ser también nido para alojarte en mis brazos
 y al mismo tiempo el sendero que rozas con cada paso.
 Anhelo ser medicina para aliviar tu dolor
 y si una tarde la muerte, quiere trocarse en tu esposa
 ¡quisiera ser tierra y fosa, para estrecharte, mi amor!.
 
 
 Hasta que un día, sucedió lo espantoso, lo tremendo, el momento más duro de mi
 vida adolescente. El momento que ha dejado una herida que aún hoy, al
 recordarlo, sangra.
 
 Nuestro libro de filosofía tenía, al terminar cada capítulo una hoja en blanco.
 Yo siempre tenía la fea (dicen algunos) costumbre, de escribir los márgenes,
 haciendo una especie de diario en ellos:
 
 - “ Hoy es martes 17, son las cinco de la mañana, estoy estudiando y pienso en
 él...”
 
 - “Hoy es lunes 9, son las 8 de la noche y estoy muy triste porque mamá y papá
 se dijeron cosas horribles. Estoy tratando de estudiar...”
 
 ¿Puede alguien imaginarse, para quien le encantaba escribir en los márgenes, lo
 que podía significar u libro que tenía toda una página en blanco después de cada
 capitulo?. ¡Era una tentación!.
 
 Ni corta ni perezosa, un día le escribí una poesía, al final del capítulo IV de
 mi libro de filosofía.
 
 Estaba escrita, sin valor poético, con palabras de niña y con frases, que en
 aquel momento creí atrevidas (qué inocente que era).
 
 Aún lo recuerdo
 
 Juré por mi honor olvidarte,
 olvidarte y apartarme de tu lado,
 recién ahora comprendo mi pecado,
 gran error cometí al adorarte,
 el derecho de amarte está vedado.
 
 Resuelta por fin a abandonarte
 me iré por las sendas de la vida,
 desventura muy grande fue la mía
 pues el amor de un sacerdote es un pecado
 luego, si tu me amaste bien amado,
 lloraremos el error de nuestras vidas,
 adiós querido, olvidemos el pasado.
 
 ¡Tenía quince años!...¿de qué error?, ¿de qué olvido? ¿de qué pasado podía yo
 hablar?.
 
 Muchas veces a través de los años, mis poesías, mis escritos, resultaron
 premonitorios. Aún hoy, leyendo versos de hace tanto tiempo atrás, me estremezco
 por sus palabras, tan actuales y tan reales.
 
 Un día (víspera del veinte de junio) tuve prueba de filosofía y bajé con el
 libro al recreo, para controlar cómo habían sido mis respuestas.
 
 Y ahí fue, como diría mi extinto abuelo, donde el “diablo metió la cola”...
 
 La hermana Ada, mi monja preferida, la más “compinche”, la más compañera, a
 quién le debo todo lo que se y de quién siempre digo:
 
 - Si tengo algo bueno como docente, se lo debo a la hermana Ada, porque aprendí
 a ser como ella y trato de imitarle día a día...
 
 Como decía, la hermana Ada, vino a nuestro encuentro en el recreo y nos dijo
 
 - Chicas, después, las de quinto año, vayan con los chiquitos a hacerles ensayar
 la formación para el “día de la bandera”.
 
 Mis compañeras y yo, cumplimos con la indicación, mientras mi “temible” libro de
 filosofía, quedaba olvidado sobre un banco del patio, junto al salón de música.
 
 Practicamos con los chiquitos y llegamos al final de la jornada.
 
 Ya regresaba a mi aula, para volver a casa, cuando recordé a “mi libro de
 filosofía”.
 
 Volví sobre mis pasos y... un frío tremendo recorrió mi espalda... ¡el libro no
 estaba!.
 
 Temblé. Miré dentro del salón de música y de espaldas a mí, estaban: la Hna.
 Directora (a la que decíamos “La Marieta”) y la Hna. De Música (Hna. “Chupete”).
 ¿haciendo qué?... ¡leyendo mi poesía! de mi libro de filosofía Alicia Cerú
 Videla de Leal.
 
 ¡El Diablo metió la cola! (como tiempo después me enteré) el viento abrió el
 libro, justo donde estaba mi poesía. A “la Marieta”, que pasaba por ahí, le
 llamó la atención: ¡Un libro todo escrito! Y descubrió... ¡la catástrofe!.
 
 Lo demás, ya está dicho, lo leyó, se lo mostró a la profesora de música y ahí
 las sorprendí yo.
 
 Sin que me vieran volví corriendo a mi aula y me eché a llorar
 desconsoladamente.
 
 Isabelita, una de las compañeras más dulces que he tenido, se desesperaba por
 saber la causa de tanto llanto y cuando, al fin, me decidí a contárselo, me
 dijo:
 
 - Andá a tu casa, hacé como que te olvidaste el libro, y contale todo a tu mamá.
 
 
 Estaba ya decidida a seguir los consejos de Isabelita, cuando oí la voz de la
 Marieta llamándome:
 
 - Zulema... ¿está Zulema todavía aquí?.
 
 - Si hermana, aquí estoy – temblaba.
 
 - Ah, hola... ¿por qué estás llorando? – me observó curiosa.
 
 - No es nada hermana, lo que pasa es que me saqué una nota baja – mentí sin
 mirarla.
 
 - Ah, bueno, eso no es nada para vos. Quería pedirte si me dibujás el pizarrón
 para el “Día de la Bandera” (como vos lo hacés tan lindo).
 
 - Si hermana, cómo no – respondí aliviada (por lo visto no quería tocar el tema
 del libro) ¿sería acaso una santa, esta monja a la que había juzgado siempre
 mal, en mis doce años de colegio?
 
 Ya me iba, cuando oí que acotaba de atrás...
 
 - Ah, Zulema, ahora andá, que te llama el padre Andrés.
 
 Creí que el cielo y la tierra se entremezclaban, el piso se hundía debajo de mis
 pies, mi cuerpo se tambaleaba, veía todo nublado. Sentía náuseas. Me sentí
 morir, ¿Habían sido capaces de contárselo a él? ¿a mi Andrés?, ¿habían sido
 capaces de someterme a semejante bochorno?.
 
 Los pasillos me parecían lúgubres, cavernarios, oscuros, tétricos, mientras me
 iba acercando al “cuartito verde” (lugar de recepción del colegio) y donde me
 había dicho, que estaba él.
 
 ¡Qué largos me parecían esos pasillos!, me encontraba como Ícaro en el laberinto
 de Dédalos... ¡pero yo sí, sabía la salida!... era el “cuartito verde”.
 
 Llegué, aún con los ojos enrojecidos. Él, estaba estirado en un “silloncito
 verde”, con los pies cruzados sobre la “alfombra verde” y medio en penumbras
 debido “al cortinado verde” con que tan ocurrentemente las monjas, habían
 decorado al “cuartito verde”.
 
 Lo miré, apenas de soslayo. Me miró, me sonrió y dijo:
 
 - Hola Zule, ¿cómo estás querida?.
 
 - Bien padre – susurré escondiendo mi mirada.
 
 - Decime gordi, a vos te gusta escribir, ¿no?.
 
 - Si padre - le respondí con la voz quebrada.
 
 - ¿Y escribís versos?.
 
 - Si padre – repliqué.
 
 - ¿Y éstos? – preguntó, mientras sacaba de adentro de su sobretodo, mi libro
 azul de filosofía.
 
 Yo creí que ya tocaba las llamas del infierno, y pensé que si la muerte era tan
 terrible como decían, nunca podría acercarse al horror de ese momento.
 
 ¿Cómo tenía él mi libro?. ¿Cómo habían podido dárselo?. ¿Cómo habían sido tan
 poca cosa, tan poco comprensibles, tan poco humanas?.
 
 ¿Cómo no habían podido entender a una adolescente, casi niña? ¿cómo me hacían
 pasar tanto bochorno y tanto dolor?.
 
 Lo miré, llorando desconsoladamente.
 
 Me miró muy dulcemente, y me dijo:
 
 - Yo te entiendo Zule, vos estás confundida, vos necesitás dar ese enorme amor,
 ese enorme cariño que tenés dentro y no tenés a nadie, todos te fallan y en mí
 encontraste quien te escuchase, quien te entendiese, quien te quisiera. En mí
 encontraste al padre, a la madre y al amigo, y eso, creés que es amor. Es amor,
 sí, pero no de hombre, es un amor más grande, más profundo.
 
 Yo lo escuchaba y aún no lograba entender por qué le habían dado mi libro. No
 podía mirarlo. ¡qué dolor!, ¡qué vergüenza!. Me sentí totalmente desnuda delante
 de sus ojos y aún sin manos, como para cubrirme al menos, en parte.
 
 Me besó la frente, y me iba yendo con mi bochorno, cuando él me llamó:
 
 - Ah, Zule, está muy bonito, pero... lo que no logro comprender son los dos
 últimos renglones...
 
 Hoy, pasaron treinta y tres años Andrés querido y me pregunto...
 
 - ¿Cómo no entender los dos últimos renglones?, ¿era premonición?, ¿era sueño?
 ¡no lo se! pero yo.. ¡no puedo olvidar el pasado! y se muy bien... ¡qué vos,
 tampoco lo pudiste!.
 
 Cuando llegué a casa, como me lo había indicado Isabelita, se lo conté a mi
 madre.
 
 Mamá siempre fue una mujer desconcertante, en los pequeños hechos de mi vida, en
 cosas intrascendentes, se enojada, me castigaba, se enfurecía. En cambio, en las
 cosas más grandes, las que los chicos llamábamos “gordas” no reaccionaba mal, o
 del todo mal.
 
 Ese día fue una “de esos”, me escuchó, me retó, pero de ahí no pasó a mayores,
 creo que hasta me entendió.
 
 Me saqué un gran peso de encima, pues aún quedaba por enfrentar a la Hna.
 Superiora y era un gran respaldo saber que pasare lo que pasase, “ya mamá lo
 sabía”.
 
 Esa tarde tuve que volver al colegio, para ayudar en la formación de los más
 chiquitos.
 
 Estaba trabajando en ello, cuando alguien me avisó:
 
 _ Te llama la “Supe”.
 
 Sentí un estremecimiento por todo el cuerpo. Pensé que me estaba jugando toda mi
 carrera en esa escuela querida.
 
 Nuestra infancia y parte de nuestra adolescencia habían transcurrido junto a la
 Hna. Ercilia, como Superiora, y “bajo el ala” de la Hna. Ada; ahora, para
 nuestra desgracia, al final de nuestra carrera, habían trasladado a la Hna.
 Ercilia y traído a este espécimen, para nosotras macabro, de monja.
 
 Siempre soñábamos con nuestro egreso, vestidas “de largo” (como habíamos visto
 egresar a nuestras antecesoras). Soñábamos desde la primaria, con nuestro
 vestido de egresadas.
 
 La Hna. Superiora, dispuso que ¡no!, que el vestido de fiesta era vano, mundano,
 etc. ¡debíamos recibirnos con nuestro uniforme!, que ere muy feo y aparte de
 ello, había sobrevivido a muchas tempestades; de modo que esta “viejito”, casi
 raído de tanta plancha.
 
 ¿Quién iba a comprarse un uniforme nuevo al final de la carrera?... pollera
 negra ¡tableada!, zapatos negros ¡abotinados!, blusita blanca ¡con pincitas!,
 corbata negra ¡chiquitita! y un gorro negro ¡cacerola!.
 
 Ay, nuestro querido vestido largo, soñado de egresada!, ¡qué injustamente lo
 habían arrancado de nuestros sueños!...
 
 Subí al despacho de la Superiora, muy temerosa. Ahí estaba ella: Gordita,
 chiquitita, pero encumbrada sobre su pedestal de déspota, de dictadora.
 
 Por ello dije, que ése, fue un día macabro, que jamás podré olvidar.
 
 Me trató de cualquier manera, me hizo entender que mi espíritu era el de una
 ramera, que pronto rodaría por las calles. Que era cualquier cosa.
 
 Yo, la miraba anonadada, no podía entender tanta crueldad, tanta blasfemia en
 una monja que se autocreía “santa”, que pensaba que estaba “casi cerquita de
 Dios”.
 
 ¡Qué diabólica la vio mi imaginación infantil! Y ¡qué malvada y maléfica la ve
 hoy mi mente de docente y de madre!.
 
 ¿Cómo podía destilar tanto veneno?.
 
 - Hna. Superiora, donde quiera que hoy se encuentre, quiero que sepa que yo, que
 tanto he padecido, que tanto he olvidado, que tanto he perdonado. Yo... ¡no
 puedo perdonarla!. Ud. me destruyó en ese momento, me hizo desear morirme. Me
 hizo sentir sucia, me hizo creer indigno y bajo, mi puro amor de criatura.
 Ensució lo más dulce que iba floreciendo en mi alma.
 
 Aunque en realidad, he perdonado tanto... ¡descanse en paz!.
 
 Lo que más lamento, es no haber tenido al menos un ápice de todo ese coraje y
 esa personalidad, que años después, inculqué en mi hijo, para haberle dicho todo
 lo que sentía. Pero ella, se quedó, creyendo tener la razón, y me dijo por
 último:
 
 - Y conste que no te echo, porque se que tendría a todas las hermanas en contra
 mío.
 
 Sólo en ese momento, me animé a acotar:
 
 - ¿Y cree que ellas, estarán todas equivocadas?...
 
 Ignoró mi respuesta y me dijo:
 
 - Me imagino, todo lo que el Padre Andrés te habrá dicho. ¡qué vergüenza!.
 
 - No hermana, dijo que me entendía perfectamente.
 
 ¡Qué cara de horror puso la monja!. No pudo entender. No pudo asimilar lo que
 para ella, era ya un pecado irredimible. Y dijo (roja de ira):
 
 - ¡Él también!... No quiero pensar lo que pueden hacer ustedes juntos, en el
 futuro. Desde ahora, y lo que resta del año, te prohibo terminantemente pasar
 hacia la capilla, ir donde está él, hablarle, saludarlo, ¡ni mirarlo!. En cuanto
 note algo de eso, te echo irremediablemente.
 
 Y ahí comenzó mi horrible Odisea. Y ahí comencé a llorar por amor...
 
 
 Yo quisiera ser ave, yo quisiera ser pájaro,
 yo quisiera ser ave, y volar y volar,
 volar por el cielo y tus pasos guiar,
 volar noche y día, y tu sueño arrullar.
 Recorrer las llanuras quisiera en mi vuelo sin fin
 llegar alto, muy alto, hasta el cielo tocar.
 Yo quisiera en las noches a tu alcoba llegar
 y en tu frente de nácar, yo quisiera de noche,
 en tu frente tan blanca, volverte a besar.
 
 
 
 ------------------
 
 
 Por favor mamá... no pidas que ría,
 cuando toda mi alma se ahoga en un llanto,
 
 no ruegues que alegres transcurran mis días
 si hace tanto tiempo que he olvidado el canto.
 
 Él se fue, mamita, se fue y no regresa
 ¡no pidas que ría, si lo extraño tanto!...
 
 
 
 Se hicieron interminables los cinco meses que restaban para terminar el año.
 
 Cuando la monja hacía su consabida pregunta:
 
 _ ¿Alguien quiere confesarse?...
 
 yo bajaba la cabeza y veía a las demás acudir al llamado, y me desangraba por
 dentro.
 
 Podía haber tratado de verlo fuera del colegio, en su capillita suburbana y
 pobre, pero tenía miedo. Miedo a todo lo que había sembrado en mi mente y mi
 corazón la Hna. Superiora, y miedo quizá, a una reacción de él (qué tontería
 infantil).
 
 Hacia noviembre, nos entregaron nuestras medallas de exalumnas, e hicimos
 nuestro juramente en una misa solemne, preciosa.
 
 Dios mío, aún recuerdo ese momento... el “cura culegio” no dio la misa, y él
 estaba allí, hermoso, radiante, todo de blanco, como un dios del Olimpo.
 
 Comenzó a llamar por orden alfabético, una por una, a todas, primero las “del
 comercial”, luego las “del normal”.
 
 Había llamado, por lo menos, cincuenta compañeras antes de mí, así y todo, a
 pesar del tiempo que tuve para ir reponiéndome, no podía ponerme de pie al irse
 acercando mi nombre.
 
 Al fin lo logré, y me acerque al altar sin mirar, temblando, turbada,
 vergonzosa.
 
 Recuerdo que no lo miré, y en cambio sentí todas las miradas de la capilla sobre
 mí, quemándome, burlándose, horrorizándose.
 
 Pensé en echar a correr, pero en ese instante sentí la mano de él, de mi amor,
 sobre mi pecho, prendiéndome la medalla y diciéndome “algo” que le dijo a todas,
 y quizá por eso, no puedo recordar.
 
 Egresé, triste fiestita, triste uniforme, adiós vestido, adiós colegio, adiós
 pupitre, adiós mi amor, adiós mi niñez. ¿Cuándo lo volvería a ver? ¿lo volvería
 a ver alguna vez? ¿tendría el coraje de ir a buscarlo?...¡pensé que no!, que mi
 adiós sería para siempre y me alejé resuelta a no volver a mi colegio (a pesar
 de los recuerdos queridos, a pesar de la Hna. Ada, a pesar de todo).
 
 Mi alejamiento fue una huida, y habrían de pasar muchos años hasta que volviese
 a caminar por sus patios y pasillos y orase en su querida capilla.
 
 Y así sintiéndolo un día le escribí:
 Aquí ya me tienes querido colegio, he vuelto al hogar,
 han sido muy largos los años pasados,
 años de amarguras, de risas, de llantos,
 años en que triste, te he extrañado tanto.
 Tus aulas, tus bancos, tu patio amoroso
 y aquel casi odioso “salón del bel canto”
 parecen decirme ¿qué tal?, te esperaba
 y hasta aquella aldaba que adorna tu puerta
 parece que alerta mi vuelta aguardó.
 ¿Crees que olvidó por un lapso mi alma
 los años de calma, de paz, de alegría
 la dicha que un día viviera en tus clases
 los rostros vivaces de mis camaradas
 y las tan amadas hermanas amigas?.
 ¿Quieres que te diga qué sintió mi ser
 al volver a ver la “Bella Señora”
 que sonriendo mora, en el blanco altar?
 fue como tornar, al ayer lejano,
 en que de la mano de la Hermana Adriana
 oí tu campana, tenía seis años
 e ignoraba el daño que manos extrañas
 sembrando cizaña en jornadas futuras
 a mi alma pura, pudieran brindar.
 
 Aprendí a enseñar y antes que ordenar, supe obedecer,
 aprendí a querer, a aquellas que todo su amor mi brindaron
 y que me enseñaron a hacer mis deberes...
 La hermana Mercedes (mi dulce maestra del año primero),
 mi primer tintero, mi primer manchado...
 ¿y en segundo grado? ¿y en tercero o cuarto?...
 cual soga de esparto, golpeando impasibles
 aprendí temibles, terribles quebrados.
 Si habré desahogado mi furia inocente
 con m pluma fuente (la primera en quinto).
 
 
 Todo fue distinto al llegar a sexto,
 con cualquier pretexto me acercaba a clases
 en donde escuchaba hablar de “materias”,
 y contemplaba muy seria a “las del Curso Normal”,
 ellas me trataban mal, porque yo no comprendía
 las “diferencias” que había, entre esas niñas y yo.
 
 
 Al fin el sexto pasó, y al irse las vacaciones
 con un sin fin de ilusiones llegué al “primero normal”
 llevaba asido un morral de orgullo inmenso en mi mente
 tal, que al decir ¡presente!, no entraba en el delantal.
 Ya no miraban tan mal, las del curso superior
 y yo sin ningún temor, troqué el “señorita “ en “che”.
 Contaba cuando ingresé once floridos añitos,
 me quitaron las “tres cuartos” al promediar “el primero”
 y al finalizar tercero... se “elevaron” mis taquitos.
 
 Aquí comencé de nuevo a acercarme muy despacio
 a las “serias señoritas” del aula casi vecina,
 me escondía en una esquina del salón del quinto curso
 y escuchaba hablar de “temas”, de “láminas”, de “inducciones”
 de “motivación”, de “naciones”, de “niños” y de “injusticias”,
 de las “Maravillas de Alicia”, desde “queso” hasta “camiones”.
 Se mezclaban las lecciones de “Mickey”, “Colón” y “Estática”
 cuando preparaban sus prácticas las ya cercanas maestras.
 Y llegó también la fiesta, para mi alma anhelante
 y así hablé de “vigilantes”, de “ratones” y “bomberos”
 del “Quijote y su escudero”, de “Dios”, “arroz” y “guisantes”.
 Y así cual fugaz instante, concluyó mi quinto curso.
 creí perder hasta el pulso, al llamárseme maestra
 y a los sones de la orquesta que melodiaba mi euforia
 elevé loas de gloria hacia Aquél que me guiara,
 corrí a hincarme en el ara, al que tantas veces triste
 acudí buscando amparo... y tú esa dicha viste.
 
 Amé más aún tus patios, tus aulas, tus ventanales,
 por donde sorbí a raudales los rayos del astro-rey
 amé más aún la grey de tus queridas hermanas
 y hasta amé aquel mañana que me haría recordarte.
 Y después de haber vivido más de once años en ti
 después de amarte en la vida, más aún que al propio hogar,
 después de alegrías, luchas y también pequeñas penas
 hoy hay seres que condenan mi comportamiento actual.
 Tu que me entiendes, responde ¿se puede amar y hacer mal?
 ¿se puede manchar aún en mente, aquello que se sublima?.
 quien ha jugado en tus patios y hasta saltó en tus tarimas
 quien ha luchado en tus clases, quien ha orado en tu capilla,
 quien conoce tus baldosas y hasta tu última astilla,
 quien te ha observado crecer y ha crecido junto a ti,
 querido colegio, di, ¿puede tu nombre ofender?.
 
 
 
 Hoy, después de tantos años, lo leo y le encuentro tantos errores, de métrica,
 de rima, de forma, etc., podría corregirlo, pero no sería auténtico, tenía
 quince años cuando lo escribí y así lo dejo.
 
 
 
 
 
 Hacia marzo del año siguiente, yo ya había terminado mi “pre-médico” y comenzado
 el primer año en la Facultad de Medicina.
 
 Nuevas relaciones, nuevas salidas, nuevo ambiente, parecían ir cicatrizando mis
 viejas heridas adolescentes.
 
 Comenzó la violencia en las calles, la lucha por la “laica” y la “libre”, las
 cintitas verdes o violetas sobre el pecho, que nos colocábamos fuera de casa,
 pues no nos hubiesen permitido salir, (nuestros padres, tenían miedo) .
 ¡nosotras no!, (porque aún no lo conocíamos)... éramos... “las que iban a
 cambiar el mundo”.
 
 Empezaron cosas extrañas para nosotras: los tiros, las facultades tomadas, los
 panfletos, la policía, los “Neptuno” con su agua rojiza que teñía tanto, los
 carros de asalto, la Güemes con sus caballos y sus machetes... y empezamos a
 crecer y empezamos a conocer el miedo de a poco, algunas o de golpe otras, como
 Nola, nuestra dulce, querida y bella ex-compañera de colegio, una de las
 primeras víctimas de la violencia de nuestra época.
 
 Una mañana cualquiera, una bala perdida en la Facultad de Derecho se le alojó en
 el cuello y Nola nunca volvió a su casa.
 
 Las chicas del colegio vinieron a buscarme .¡No podíamos creerlo!, era la
 primera vez que algo tan terrible nos tocaba de cerca. Recordábamos el 16 de
 junio del 55, donde murieron tantos inocentes, pero estaba lejos y había sido en
 el centro, la Hna. Ada nos había dicho:
 
 - Chicas, rápido a sus casa, que hay revolución.
 - ¿Revolución?, era hasta llamativo. Nosotras nunca habíamos visto ni oído de
 revoluciones.
 
 En realidad, era muy poco lo que habíamos oído de nada, en esa época en que
 hablar de “algo” fuera de lo estereotipado, no se estilaba. Yo...pensaba que no
 se estilaba, hoy se... ¡que era peligroso! pero yo, aún no lo sabía.
 
 A Nola la mataron y el Decano de la Facultad habló en el funeral y la Facultad
 pagó el cofre que la encerraba y los centros de estudiantes (que siempre eran
 dos) mandaron flores, pero Nola ya no volvería. Diecisiete años tronchados, sin
 ni siquiera enterarse por qué o a causa de qué.
 
 Nosotras estábamos estupefactas junto al féretro y a pulso la llevamos desde su
 casa hasta el cementerio.
 
 Allí nos esperaban todas las alumnas del colegio y todas la hermanas, la hermana
 superiora y ... él.
 
 Cuando salimos llorosas, desesperadas, atiné a acercarme. La Superiora estaba a
 su lado, pero yo me animé y le dije...
 
 - ¿Cómo le va Padre?... ¿me recuerda?.
 
 Me miró y me dijo:
 
 - ¿Vos sos, vos sos?... ¿Zulema?...
 
 ¡ No entendía nada! ... no pude comprender cómo después de pocos meses no me
 recordaba. ¡a mí!... ¡a quien tanto lo quería! (porque en ese momento me daba
 cuenta que lo seguía queriendo), ¡a mí! que me había jugado mi carrera por su
 amor!, ¡a mí!, a la que había prometido ser siempre su hermano.
 
 ¡No podía comprender!, las sienes me palpitaban. La noche de vigilia, el dolor
 por Nola, la caminata y lo que creía su desprecio, eran demasiado para mi.
 
 Me alejé caminando lentamente, la mañana era fresca. Iba apoyándome en el
 paredón del hospital y algo que pasó en ese momento, a pesar de lo tremendamente
 doloroso, ayudó a ahogar mis penas y mi angustia, para amainar las penas y las
 angustias de otros.
 
 Al pasar por la puerta del hospital, Carlitos, uno de los médicos de guardia , y
 muy amigo mío, me llamó con grandes ademanes.
 
 Sólo en ese instante, volví en mí y oí que estaba envuelta por el ulular de
 infinidad de sirenas y que iban y venian ambulancias, camiones y automóviles por
 doquier.
 
 Me acerqué a Carlos y me dijo:
 
 - Zule, te necesito. Hubo un accidente terrible... un tren destruyó un ómnibus
 que llevaba setenta o más chiquitos de la villa de emergencia. Hay muchos
 muertos e infinidad de heridos. Todo el que pueda debe colaborar, no hay camas,
 los chiquitos son traídos en canastos de panadero, están despedazados; recién se
 suicidó un policía que encontró a su hijita en la morgue. Están sucios, hay que
 hacer de todo. Vení.
 
 Todos mis problemas desaparecieron, para poder dar lugar a mi corazón abierto al
 dolor y al consuelo.
 
 Mandé avisar a mamá que me quedaba en el hospital. Le mandé a pedir mi
 guardapolvo, alimentos y todo lo que pudiese juntar entre ella y los vecinos y
 yo entré, para no salir durante cinco días con sus noches.
 
 ¡Qué desesperación!. ¡Qué impotencia!. Ver niñitos amputados, o con la cabecita
 abierta, apenas sobre colchones, pues la ropa de cama no daba a basto.
 
 Los lavábamos, les dábamos de comer, los hacíamos reír, o llorábamos con ellos.
 
 Yo, debía tomar la presión arterial, la temperatura y el pulso a dos salas
 repletas. Comenzaba por un extremo y cuando terminaba en el otro, ya era hora de
 comenzar de nuevo.
 
 Así, hora tras hora, día tras día, sin sentarme apenas, sin dormir. Mamá me
 traía algo de comer. Y ahí descubrí que nuestro dolor, nuestra desesperación,
 debían desaparecer cuando había a nuestro lado un ser que sufriese, si quería
 ser médico.
 
 Y fue por ello que escribí:
 
 Si tu quieres ser médico... sigue siempre adelante,
 no detengas tu paso, frente al odio y la malicia,
 no hieran a tu alma las calumnias,
 no te manches de este mundo en la inmundicia.
 Sigue siempre adelante, sin temores
 no escuches las maldades del que ignora
 el valor del cariño que atesoras,
 detente solamente entre las flores
 o a estrechar contra tu pecho a los que lloran.
 Sigue siempre adelante, nunca implores
 cuando paguen con odio tu cariño,
 no deprecies ni razas, ni colores
 no alejes de tu mano a ningún niño,
 y olvida tu dolor, cuando hay dolores.
 Sigue siempre adelante, no descanses
 mientras haya a tu lado un ser que sufra,
 ve en cada mujer la que es tu madre,
 y a cada ser maltrecho o maldecido
 bríndale protección, piensa en tu padre.
 Y sigue, sigue siempre adelante, sin alardes,
 piensa que para ti aún es temprano,
 que cada ser que te llama es un hermano
 y que nunca para el bien, ha sido tarde.
 
 - - - - - - - - - - - -
 
 
 Si quieres ser médico, escúchame:
 si el dolor ajeno te incomoda,
 si la privación es tu enemiga,
 si la cobardía es tu amiga,
 si estudias, porque es la moda.
 Si te crees, sobre todos superior,
 si día a día no estudias más y más,
 si no crees que es por Dios que vencerás,
 si el dinero, para ti es lo mejor...
 ¡no seas médico!.
 
 Mas...
 si el dinero no constituye tu existencia,
 si el sacrificio no es te es molesto,
 si siempre sabes estar en tu puesto,
 si escuchas los consejos de quien tiene experiencia.
 Si en todo momento careces de egoísmo,
 si no te acobarda el que tengas mala suerte,
 si no te amedrenta la lucha con la muerte,
 si amas a tu prójimo, mucho más que ti mismo...
 entonces... ¡se médico!.
 
 
 
 Tenía diecisiete años. Todavía había en mi, reminiscencias de Almafuerte o
 Ruyard Kipling en mis maltrechas poesías, pero me agradaba escribir y lo hacía.
 
 Salí recién al quinto día, para bañarme y descansar un poco, y regresé para
 permanecer más de doce.
 
 Qué horrible era volver y encontrar camas vacías, biombos corridos, silencios,
 donde antes había llantos.
 
 En ese ínterin, me cupo salvar la vida de una criaturita de dos años: “Cachito”.
 
 
 Lo llevábamos con un compañero en el ascensor hacia la guardia, para operarlo de
 una esquirla en el cerebro (un trozo de carrocería se le había alojado en el
 parietal).
 
 El neurocirujano nos esperaba y... Cachito tuvo un paro cardíaco en el ascensor,
 comenzamos a masajearlo impotentes, a hacerle respiración boca a boca, a
 golpearlo, mientras el ascensor bajaba, luego corrimos, corrimos como nunca lo
 habíamos hecho, todo ese largo jardín que nos separaba de la guardia.
 Corrimos como locos y entramos desesperados, gritando... ¡Cachito, había
 revivido!.
 
 El médico dijo que viviría gracias a nosotros, ¡por favor!, vivió gracias al
 Ángel de la Guarda de Cachito y a las maravillosas manos del doctor.
 
 Nos permitieron presenciar la operación y el retrato de Cachito pendió por mucho
 tiempo de la pared de la Guardia.
 
 Fue el milagro del neurocirujano, ¿qué raro que no recuerde su nombre?, pero fue
 maravilloso. Sí recuerdo el nombre de Cachito, se llamaba Carlos Lucio y hoy,
 debe ser todo un hombre, padre de familia, con mas de treinta años y quizá ni
 recuerde, aquel marzo tan terrible.
 
 
 
 ¡Cómo pasa la vida y qué sorpresas nos ofrece en cada vuelta de sus caminos
 impredecibles!...
 
 La mía continuó año tras año, estudié, trabajé, crecí, maduré. Sabía de él de
 tanto en tanto, seguía en el colegio, las chicas lo seguían admirando.
 Continuaba haciendo mucho bien.
 
 Yo no lo veía. Conocí a Juan. Me enamoré (al menos fui sincera al creer amarlo)
 Comenzamos a hacer planes, a ahorrar, a pensar en un futuro no muy lejano.
 
 ¡Pasaron ocho años!.
 
 Faltaban sólo dos meses para casarme, era a principios de octubre. No se cuál
 fue la causa, qué me indujo a hacerlo... pero le dije a Elsa, una amiga mía que
 aún cursaba la secundaria:
 
 - ¿Sigue el padre Andrés en el colegio?.
 
 Me miró como extrañada, ¿cómo el padre Andrés no iba a estar en el colegio, si
 era parte de él?.
 
 Me escuché diciendo:
 
 - Decile que me caso .
 
 Días después, vino Elsa con un papelito minúsculo, con un número escrito.
 
 - Dice el padre Andrés que lo llames .
 
 Quise urgente conocer toda la conversación, ¿cómo había reaccionado?, si me
 recordaba (puesto que en el cementerio parecía no haberme reconocido) ¿qué había
 dicho?.
 
 Elsa me miró paciente y contestó (quizá preguntándose por qué tantos detalles)
 (aunque ya habían pasado ocho años y los diecisiete años de Elsa, no eran mis
 antiguos diecisiete años).
 
 - Te voy a contar como fue todo: le dije hola padre, le manda saludos Zulema, me
 miró y contestó:
 
 - ¿Qué es de la vida de “la gordi”?.
 
 - Se casa.
 
 -¿Con quién?.
 
 - Con un muchacho compañero de la Facultad, muy bueno.
 
 
 Tomó la lapicera y este papelito, escribió un número y me dijo:
 
 - Decile que me llame.
 
 
 ¡Dios mío, no podía entender!, ¿cómo me recordaba así?, ¿no se había olvidado de
 mí?, ¿qué pasó el día del sepelio de Nola?, ¿por qué quería que lo llamase?, ¿lo
 iba a llamar?, ¿cuándo iba a poder volver a verlo?, ¿qué iba a sentir?. Yo...
 tenía novio, yo, lo quería, yo, me iba a casar, yo, era feliz... ¿y qué me
 volvía a suceder al tener entre mis manos ese pequeño papelito con su número
 telefónico?.
 
 Ni una seña, ni un nombre, ni un mensaje y sin embargo, ahí comencé a descubrir
 que así serían todos nuestros mensajes, ¡no necesitaríamos escribir!, ¡no
 necesitaríamos hablar!, ¡no necesitaríamos pedir!, sólo:
 
 - Decile que me caso.
 
 - Decile que me llame.
 
 
 
 Yo, trabajaba en una inmobiliaria en el centro, pensé llamarlo enseguida. Tomé
 el teléfono varias veces entre mis manos y varias veces lo dejé, ¿qué le diría?.
 
 
 Ya le había avisado a mamá que en esos días llegaría tarde del trabajo
 (pertenecía a las generaciones que aun a los veinticuatro o veinticinco años,
 pedían autorización para retrasarse, más tarde y aun hoy, me arrepentiría de
 haber sido tan dependiente).
 
 Una noche, dos días después, lo llamé, atendió él. Nunca había oído su voz por
 teléfono y hacia ocho años que no lo veía, pero temblé al escuchar:
 
 - Sí, hola.
 
 La voz no me salía, otra vez estaba ahí, en mi vida, junto a mí, ante todo,
 delante de todo, obnubilando mis sentimientos y mi voluntad.
 
 Me escuché decir:
 
 - Hola padre. ¿cómo está?.
 
 - Hola Zulema, te estaba esperando, ¿cómo estás? – me reconocía.
 
 
 Hablé dos o tres trivialidades de cómo pasa el tiempo, si, estoy aquí en mi
 trabajo, no, por ahora no estudio, tengo surmenaje, si, sí, mi mamá está bien,
 no, no, mi papá como siempre, no cambia más.
 
 - Quiero verte.
 
 - Si, padre, también yo, ¿cuándo quiere que vaya?.
 
 - Hoy.
 
 - Bueno, ¿cómo hago para llegar?- no vacilé
 
 - Tomás el tren en la estación y...
 
 
 Seguían las explicaciones, cómo bajarme, qué colectivo tomar, dónde descender,
 cómo llegar...
 
 No escuchaba nada, oía su voz hermosa, ya me veía junto a él. ¿Cómo sería la
 conversación?, ¿qué me diría?, ¿qué me atrevería yo a decirle, ahora que ya era
 una mujer?.
 
 ¿Seria una mujer?, temía que al estar junto a él volvería a turbarme a temblar,
 a llorar.
 
 No veía avanzar el reloj hacia la hora de salida y de repente, la vorágine.
 Salí, corrí, subí al tren, no quería pensar, no quería sentir, no quería
 razonar, ni preguntarme, ¿para qué iba?, ¿qué esperaba de ese encuentro?, ¿por
 qué corría hacia él, hacia un abismo del que sabía que no podría salir?.
 
 :
 ¿Por qué al mismo tiempo se me creaban sueños, expectativas, de algo que sabia
 utópico, de algo que no existía?. Él era mi hermano, así me lo había prometido,
 quería verme, saber de mí, conocer a mi novio, estar seguro de mi felicidad...
 ¡nada más!.
 
 Todo me lo decía, todo me lo preguntaba, todo me lo respondía. Era un cúmulo de
 ansiedades, de temores, de sueños.
 
 Llegué a la puerta de su casa, humilde, frente a la pequeña capillita, golpeé,
 toqué el timbre, no sé, pude haber atravesado la puerta, con mi ansiedad por
 verlo.
 
 Él... estaba ahí, mirándome, sonriendo, como siempre, como si el tiempo se
 hubiese detenido allá por junio de hacia ocho años y yo fuese aun aquella
 adolescente quinceañera y aun no se hubiese plateado su cabeza como ahora la
 contemplaba, más hermosa aun en la madurez.
 
 Había unos cuantos jóvenes en su casa, charlando, riendo (no se podía estar de
 otra manera junto a él), ¿por qué siempre lloraba yo?, tomaban mate, me presentó
 a su mamá, viejita dulce y simpática, integramos el grupo, también me encontré
 riendo, haciendo bromas, tomando y cebando mate.
 
 En un momento dado, no recuerdo cómo sucedió, nos encontramos solos en su
 escritorio, austero, sobrio, humilde, como todo él, que decía que siempre usaba
 sotana, para que no se le viesen los pantalones zurcidos y los puños de la
 camisa gastados.
 
 Nos sentamos, uno junto al otro, en un silloncito rojo, me miró, me tomó de la
 mano y me dijo:
 
 - Bueno Zule, contame qué ha sido de tu vida, qué has hecho de ella.
 
 
 Lo miré, me turbé más que nunca y me escuché diciendo:
 
 - Bien, padre, hasta hoy...
 
 ¿ Por qué hasta hoy? , y me miró muy hondo, muy profundo.
 
 
 Aun recuerdo esa mirada y mi rubor, mi temblor desconocido...
 
 - Porque creí que todo había pasado padre, que era feliz, que lo había olvidado,
 que amaba a mi novio... y ahora que lo veo, siento que no, que nunca fue así,
 que lo sigo queriendo con toda el alma a usted, que no he dejado de pensar en
 Ud. un solo instante.
 
 
 Mientras le gritaba, lloraba como loca.
 
 No entiendo cómo pude decir tanto en tan poco tiempo. Las palabras fluían de mí
 como con temor a que no pudiese decirlas más, que fuese la última oportunidad de
 mi vida de gritarle que lo quería, que era mi único amor, que no podía
 olvidarlo.
 
 Tampoco entiendo, de dónde saqué valor y no entiendo qué sucedió en él, o qué
 venía sucediendo de siempre, sin él ni yo, saberlo, pues me encontré encerrada
 entre sus brazos, con un abrazo que me estremecía y al mismo tiempo me hacía
 daño, mientras sus labios buscaban desesperadamente los míos y ¡Dios mío!, los
 encontraban, empapados de lágrimas, sedientos, anhelantes, ardientes, suyos de
 toda la vida, sólo suyos.
 
 Pasaron las horas, nuestros labios no cesaban de buscarse. Me dolían.
 Recuerdo aun la sensación de dolor, como si algo de mí y de él hubiesen formado
 un todo indisoluble con parte de los dos, que a su vez hubiésemos arrancado.
 
 ¿Qué era esa vorágine? ¿amor, pasión, desesperación?. Creo que era todo, y me
 descubrí aún niña por no saber distinguir esa mezcla de sentimientos extraños,
 que a mí me embriagaban y enloquecían, y hacían presa de las llamas a él.
 
 Se hizo casi de madrugada. Nos dimos cuenta juntos. Arreglé mi ropa desaliñada
 de tantas caricias, ordené mi cabello (siempre trenzado) y ahora suelto en
 cascada de cualquier forma sobre mis hombros (tanto lo habían acariciado, tanto
 lo habían besado).
 
 En un momento, huimos desesperados, sólo se que estábamos en la parada del
 colectivo, al que me acompañó por temor a que algo me sucediese. Recuerdo la
 hora de viaje hasta casa, obnubilada, mi cerebro en cualquier parte, no
 atreviéndome aún a reaccionar y mucho menos a pensar. Me dolían los labios y el
 alma. ¿Era amor ese dolor?. ¿Dolía tanto el amor?.
 
 Llegué a casa, creo que era la primera vez que llegaba de madrugada y estaba
 dispuesta a no aceptar ningún comentario. No deseaba hablar, no deseaba mentir,
 y no podía decir la verdad.
 
 Como si lo supiese, mamá no me preguntó nada y con alivio pude acostarme, para
 tratar de ordenar mis ideas.
 
 ¿Había sucedido todo en realidad?. ¿No seria una jugarreta de mi fructífera
 imaginación?. ¿Había estado entre sus brazos?. ¿Me había besado?. ¡Dios mío!. No
 quise pensar mas, ¡nada más!. ¿Él... Él me quería?, ¿él también había estado
 sufriendo?, ¿él también me extrañaba?, no quise pensar más, ¡no quise! ¡no podía
 pensar más!.
 
 
 Y le escribí así:
 
 
 No has pronunciado palabra, y empero me has dicho tanto,
 me miraste dulcemente, fijamente, un solo instante
 y ha bastado esa mirada para mi corazón amante.
 Con tus ojos tu me has dicho lo que no osabas decir,
 y a tus ojos yo les creo, ellos, no saben mentir.
 Distraídos nos mirábamos, sin ni siquiera mirarnos,
 mas en un preciso instante, enlazamos nuestros ojos
 tú a los míos, yo a los tuyos y soñamos...
 soñamos con un futuro, que jamás tal vez vendría
 y al mirarme en tus pupilas, yo soné que me querías.
 ¿Qué has pensado en ese instante, infinito y tan pequeño?,
 ¿qué pensamiento Divino, cruzó tu mente, mi dueño?,
 ¿qué misterio inexplicable atrajo nuestras miradas
 hasta causarnos rubor y no dejar decir nada?...
 Fue tan breve ese momento y empero, ha durado tanto,
 fueron tantos los secretos de que hablaron nuestros ojos,
 hasta se osaron decir, que nosotros nos amamos,
 y nosotros, nos turbamos brevemente, mas callamos,
 entrecerramos los ojos, por temor a decir mas
 y sin quererlo siquiera, sonreímos, suspiramos.
 
 ---------------------------
 
 Dame tu mirada, serena agreste,
 dame esas pupilas, profundas de mar,
 dame esa sonrisa, tan tierna y ardiente,
 dame tus caricias, tus besos, tu afán.
 
 Dame tus dolores, tus penas o agravios,
 dame la tristeza de ver que te vas,
 dame la alegría de beber tus labios,
 dame la mentira de creer que estás.
 
 Dame tu ternura, tu voz, tus caricias,
 dame tu esperanza tu fe, tu solaz,
 dame la añoranza de un algo perdido,
 dame lo que ha sido.. ¡ y no fue jamás!.
 
 
 
 No lo llamé en esos días, tenía miedo y al mismo tiempo quería ordenar mis
 ideas.
 
 No soportaba la presencia de Juan, no quería sus besos, sentía sólo los de él,
 desgarrándome la carne y a sus brazos fundiéndome en él.
 
 El doce de octubre, se celebraba en mi viejo colegio el día de la exalumna.
 
 Yo, nunca había vuelto, jamás había ido a celebrar esa fiesta, en la que casi
 todas mis compañeras se reunían.
 
 Elsa, recibía ese día su medalla de egresada y encontré mi propia excusa para
 ir.
 
 Me peiné como nunca, me puse mi mejor vestido, mis zapatos más coquetos. Quise
 estar radiante, para él, y también me sentía desafiante ante la Superiora.
 
 Llegué al colegio y ahí estaba él, rodeado, conversando, alegre, como siempre.
 
 Me extrañé diciendo casi indiferente:
 
 - Hola, padre, ¿cómo está, tanto tiempo?.
 
 - Hola, Zulema - (Sí tenía razón, ya todo había pasado, y estaba bien, ¡era lo
 correcto!).
 
 
 
 La misa fue insoportable, sentía nuevamente la mirada de la Superiora sobre mí,
 pero al mismo tiempo me sentía segura, fuerte, él era mío... ¿lo era en
 realidad?...
 
 En el almuerzo fui feliz al reencontrarme con mi vieja “barra”, reíamos a
 carcajadas, recordábamos nuestros tiempos (no queríamos recordar a Nola ni a
 alguien más que faltaba y que se había torcido por el sendero del anonimato, de
 la violencia y también había caído, allá en el sur, en pos de un ideal, de un
 sueño foráneo, en busca de algo, que estaba dentro de ella misma y que no supo
 descubrir: la libertad y la paz).
 
 
 Caminamos por los patios, sacamos muchas fotografías y de repente, él pasó
 delante de nosotras, sonriendo, saludando con la mano.
 
 Yo me escuché diciéndole al fotógrafo:
 
 - ¡Pronto, sáquele una fotografía al Padre!.
 
 
 -¡Qué hermoso estás en ella Andrés querido!... ¿Me mirabas al posar para esa
 foto?, ¿pensabas en mí?, ¿te imaginabas que tantos años después velarías mis
 sueños?... Me sonríes, me saludas, me miras pícaro desde mi mesa de noche.
 
 
 Transcurrió el día, tenía que irme, todos se iban, pero yo quería volver a verlo
 a solas. Saber si había quedado algo en él de días anteriores o si se había dado
 cuenta, como yo, que todo era horrible, imperdonable, que debíamos olvidarlo.
 
 Hasta ese momento, nada había sucedido, y eso me hacía pensar que había
 recapacitado y hasta quizá, se había arrepentido.
 
 No me daba por vencida. Comencé mi deambular por la zona otrora prohibida.
 Pero... ¿qué me importaba?, ahora yo era exalumna y ¿qué podían hacerme?, me
 sentía fuerte, segura, desafiante... ¡qué inmadura que era todavía!...
 
 Pasé por la puerta de Dirección, rumbo a la capilla.
 
 La puerta del “cuartito verde” estaba entreabierta. Él estaba ahí. Noté que me
 vio pasar y se puso de pie. ¡Me estaba esperando!. Hoy sé que sí, que todos
 nuestros silencios, tenían respuesta, que siempre sabíamos lo que esperábamos
 uno del otro. ¡Siempre!.
 
 Al acercarme a la capilla, pasé junto a la biblioteca. Él entró en ella y me
 llamó con mucha naturalidad (claro, quería demostrarme que todo había sido una
 locura... ¡estaba bien!, ¡él tenía razón!, ¡era lo que correspondía!.
 
 Todo lo pensaba y me contestaba, como siempre, en una vorágine de pensamientos
 que uno tras de otro, se pisoteaban por acudir a mi mente.
 
 
 Me acerqué...
 
 - Hola padre, ¿cómo está? - dije, apenas mirándolo.
 
 - Bien... ¿cómo llegaste la otra noche?, ¿pudiste explicar tu tardanza?- me
 miraba fijo.
 
 - Si, la tardanza pude explicarla, pero... la que no pude explicarme fui yo...
 
 - Qué no pudiste explicarte? - me susurro ansioso.
 
 
 ¡Otra vez estaba entre sus brazos!. ¡Otra vez me besaba como loco!. ¡Ahí, junto
 al cuartito verde, junto a la Dirección!.
 
 Apenas en un suspiro le dije...
 
 - ¡Padre, tengo miedo por usted!. ¡La Superiora! - (aun no lo tuteaba, me
 inhibía).
 
 - ¡Qué me importa la Superiora!. ¡Siempre persiguiéndonos!. ¡Siempre
 cuidándome!, como aquel día terrible en el cementerio, que te hice tanto daño.
 ¡Cómo te lastimé Zule querida!, aún me duele tu carita de sorpresa y de
 angustia. ¡Cómo me maldije por lo que te había hecho sufrir!. ¡Qué cobarde que
 fui!.
 
 
 ¡Dios mío!... se había dado cuenta, sabía que había sufrido mucho, sabía que no
 había entendido para nada su comportamiento, sabía que no había podido
 comprender su olvido en tan poco tiempo.
 
 ¡Dios mío!... entonces, ¡me quería!... y mientras... seguía sintiendo sus besos
 posesivos y devolviéndoselos con ansias, pero aún con timidez, una timidez que
 conservé por mucho tiempo. Mis pensamientos bailoteaban... sólo queriéndome y
 mucho, podía acordarse de ese momento y haber sentido en ese instante, el mismo
 dolor que yo sentía...
 
 ¡Dios mío!... ¡lo adoraba!... Logré soltarme de sus brazos aterrada y le dije:
 
 - Lo llamaré, lo llamaré pronto, pero ahora me voy, ¡tengo mucho miedo por
 usted!.
 
 - Llamame Zule, te estaré esperando.
 
 
 Y huí, desesperada.
 
 
 ¡Qué terrible confusión pasó por mi mente y mi corazón en los días
 subsiguientes!.
 
 Lo llamaba... sólo decía:
 
 - Hola...
 
 Y él me contestaba:
 
 - Hola...
 
 Y los segundos transcurrían, sin decirnos quizá nada, ninguna palabra. Estábamos
 ahí, el uno junto al otro en el teléfono, sin ni siquiera respirar, y en ese
 hola iba todo nuestro amor, todos los “te quiero”, todos los “te necesito”, “me
 hacés falta” del mundo. ¡Y yo era inmensamente feliz!. ¿Lo era él?...
 
 Ya se me hicieron insoportables los preparativos de la boda, las caricias de
 Juan, el futuro cercano, y tuve valor y hablé.
 
 Juan estaba otra vez sin entender, tratando de abrazarme y sintiéndose
 rechazado, cuando le dije:
 
 - ¡No me puedo casar con vos!. Te quiero Juan, pero pienso que no estoy
 enamorada. ¡Por favor entendeme!. ¡Tratá de comprender, lo que yo todavía no
 comprendo!.
 
 Y ante su silencio y su cara dulce de hombre niño asombrado, le conté toda mi
 historia.
 
 No me interrumpía, yo le hablaba de mis desasosiegos, de mis dolores
 adolescentes, de lo que había representado Andrés en mi vida y en mis penas, de
 mi sinceridad al decirle a él que lo quería, ya hacia tres años, de mi verdad al
 comprometerme con él hacia dos y llevar su alianza, en la que se leía “te
 adoro”, y de mi tremenda desesperación actual, al darme cuenta que no podía
 estar sin Andrés, que lo seguía idolatrando, como el primer día en que lo
 conocí.
 
 Juan, después de escucharme, con mucha atención y con mucho dolor en su rostro,
 me tomó de la mano y me dijo:
 
 - No Zule, no te voy a dejar. Vos estás confundida. Creés que lo querés, pero no
 es así, es todo un espejismo. Es lo imposible que te atrae y él es para vos todo
 el cariño que no supieron darte de niña y toda la comprensión que tanto
 necesitaste. Pero no es amor de hombre, es amor de padre, es deslumbramiento y
 para que veas que te entiendo, yo lo voy a ir a conocer con vos, y si querés, él
 nos va a casar.
 
 ¡Qué confundida que estaba!, me dejé estar, me dejé besar, me dejé acariciar.
 
 Pero esos besos, no eran los de él y esas caricias no me turbaban y enloquecían,
 como las de él. No me fundían en una brasa inextinguible, como él.
 
 
 Pasaron los días, mamá notaba que algo sucedía, pero no preguntaba (quizá
 pensaba en riñas de novios, no se)
 
 Un día tuve coraje y se lo dije:
 
 
 - ¡No me quiero casar mamá!, no quiero a Juan, lo sigo queriendo al padre
 Andrés, como el día en que le escribí mi poesía en el libro de filosofía.
 
 Mamá me escuchó y no reaccionó mal... me miró con tristeza. Tal vez venían a su
 memoria hechos de su juventud, cuando a punto de casarse, dejó todo por papá,
 por la locura que representó su vida junto a papá, pero de la que estaba segura,
 jamás hubiese vuelto la mirada hacia atrás, porque así, con su dolor, era feliz.
 
 
 La escuché lejana cuando me dijo:
 
 - Pero... ¿cómo vas a mirar a todos después?, estás comprometida... ¿qué te
 puede ofrecer él?, con Juan tenés un futuro, una carrera, un porvenir. Con el
 Padre Andrés (aunque fuese cierto que te quiere sólo podrías tener dolor, un
 futuro incierto, la oscuridad. ¿Y tu traje de novia?, ¿y tu fiesta? ¿y las
 invitaciones que enviaron?, ¿y tus hijos?, ¿y todos tus sueños?. ¿Cómo vas a
 poder ir por ahí con la frente alta?. ¡Lo tuyo va a ser siempre un amor
 prohibido!. ¿Creés que él va a dejar todo por vos?.
 
 - ¡Pero es que yo no quiero que deje nada por mí, mamá!.
 
 
 Me faltaron palabras para convencerla, palabras que aún no conocía, porque aún
 no conocía la vida.
 
 Hoy podría haberle gritado que me alcanzaba con esos pequeños instantes que
 estaba a su lado, que era feliz con solo escuchar su voz, que era feliz conque
 el nuestro fuese un amor prohibido, y que con orgullo lo gritaría a los cuatro
 vientos, y que más feliz sería si pudiese ser suya y tener un hijo suyo entre
 mis brazos para vivir sólo para él y con él.
 
 Pero no supe pelear por mi amor. Además, Andrés nada me había dicho, nada me
 había pedido. ¿Sería capaz de ser protagonista junto a mí, de ese amor prohibido
 del que hablaba mamá?... ¿y su deber?, ¿y sus años de Iglesia? ¿y su alma?...
 
 
 Transcurrían impasibles los días, faltaban muy pocos para mi casamiento.
 
 Todo era un terrible laberinto, estaba junto a él, sufría, lloraba, lo amaba.
 
 Un día, me abracé sollozando desesperada y le dije:
 
 
 - ¡No quiero casarme!, ¡por favor, no quiero casarme!.
 
 Me abrazó muy fuerte y sólo dijo:
 
 - ¡No te cases! - pero cambió de tema inmediatamente, se puso de pie y se fue,
 (o huyó).
 
 ¿Cómo no pude entender sus palabras?. ¿Cómo no pude darme cuenta que él siempre
 transmitía así sus mensajes más recónditos?... con dos palabras: “decile que me
 llame”, “vení”, “no te cases”...
 
 
 Juan lo conoció, habló mucho con él. Nunca supe cuánto hablaron y de qué
 hablaron tanto, pero cuando salimos, me dijo:
 
 
 - El padre Andrés es muy bueno, me aconsejó mucho, es mucho lo que te quiere,
 para aconsejarme tanto. Que no te haga sufrir, porque sufriste mucho. Que te
 quiera mucho, porque necesitás que te quieran... le pedí que nos case.
 
 
 ¡No, por favor, no podía creerlo!, ¡Andrés casándome con otro!, ¡entregándome a
 otro!, ¡arrancándome de sus brazos, para ofrecerme a las caricias de otro!,
 ¡permitiendo que otro me poseyera, sin haberme poseído él!, ¡no podía
 aceptarlo!. ¡no podría sobrevivirlo!, ¡no podría!.
 
 Pero, otra vez fui cobarde y dejé que la vida continuase.
 
 Me dejé probar una y mil veces mi vestido de novia, me dejé ensayar mi peinado,
 elegí mi luna de miel junto a Juan, pensé en que podía ser feliz y llegué al día
 de mi boda.
 
 El dolor me lanceró muy fuerte otra vez, a punto de vestirme. Papá me llamó por
 teléfono, quería venir. Pero... ¿quién se lo había prohibido, si él se había ido
 solo?. Lloré mucho, desconsoladamente, no estaba Andrés para consolarme, y
 Juan.. no supo hacerlo.
 
 Entré en la habitación donde estaba mi traje de novia. ¡Qué hermoso que era!,
 ¡el sueño de toda mujer!.
 
 Pendía en una percha desde lo alto, pues era tan largo, que el manto atravesaba
 toda la habitación e iba a descansar su extremo sobre la cama de la primita de
 Juan. Recamados de perlas y de cristales de roca, metros interminables de gasa y
 de tul, pendían como una cascada maravillosa.
 
 Comenzaron a vestirme. ¡Qué bonito que era!. Me sorprendí al mirarme en el
 espejo, pensando: ¡cómo le iba a gustar a él!.
 
 ¿Cómo podía pensar así?, ¡estaba poniéndome mi vestido de novia!, ¡iba a ser la
 mujer de Juan en pocos momentos!, ¡él me iba a entregar a los brazos de Juan!, y
 yo... ¡sólo pensaba si le gustaría mucho a él!.
 
 Sólo me vestí y sentí feliz de estar, quizá hermosa, para él. ¡Pero Dios!. ¡No
 iba a ser de él!, ¡me iba a alejar para siempre de él!, ¡iba a pertenecer a Juan
 y no quería!. Pero ya era demasiado tarde... mi cobardía, mi infantilismo, o
 quizá mi estupidez al pensar en el que dirán, me habían llevado a ese momento
 sin retorno.
 
 
 Ya esta vestida. Mi tío Alberto era mi padrino de bodas, pues papá no había
 venido a ocupar su lugar, ese lugar que tenía tan ensayado conmigo y del cual
 había hecho gala en tantas oportunidades... Una vez más, papá me había fallado.
 
 Mi tío se quedó anonadado al mirarme y solo atinó a decir:
 
 
 - Nena, ¡qué hermosa estás!.
 
 
 ¡Hermosa!, ¡mi tío me encontraba hermosa!, ¡entonces también él, me vería así!.
 
 
 ¡Qué extraña sensación experimento en este momento!, no puede llamarse culpa, ni
 reproche, ni arrepentimiento, pero es muy extraña. Todo se borraba de mi mente
 en esos instantes tan trascendentales, no importaba Juan, ni mi familia ni la
 fiesta, ni mi noche de bodas, nada... sólo importaba él, esperándome en el
 altar, ¡y yo quería que me viese hermosa!.
 
 ¿Era despecho?, ¿era rabia?, ¿era dolor por no haber escuchado el “te quiero”
 que tanto anhelaba y que quizá hubiese cambiado mi decisión?, ¿era impotencia al
 tener que perderlo ahora, para siempre?... ¡No lo se!... ¡Aún hoy no lo se!.
 
 
 Los acordes de la Marcha Nupcial hicieron entreabrirse las puertas de la
 Catedral, inmensa, antigua, imponente. ¡qué pasillos tan extensos!, ¡no podría
 soportarlo!, ¡caería en el trayecto!.
 
 Al final, junto al altar, me esperaban Juan, mi madre y los otros dos padrinos,
 me aferré a mi tío y comencé a caminar.
 
 Me sentía clavada en el piso, no podía, no quería. Levanté la mirada y... ¡lo
 vi!, ahí estaba él esperándome, y comencé a caminar. Sólo veía sus ojos, sólo
 presentía sus labios, sólo pensaba en él ¡y casi corrí hacia él!.
 
 Todo se borró de mi vista, sólo el altar y él, como en una nube infinita,
 aguardándome al final de mi camino. ¡Pero él, no era para mí!...
 
 Llegué al altar, Juan tomó mi mano, me sonrió y yo... ¡no se lo que hice yo!...
 Si se, que comencé en silencio a pedir perdón... mi vista gacha... ¡no podía
 mirarlo!. Escuchaba sus palabras allá a lo lejos.
 
 
 - Hermanos, estamos acá reunidos para celebrar el matrimonio de Zulema y Juan.
 
 
 ¿Cómo podía decir esas palabras?. ¿Cómo podía entregarme en matrimonio?. ¿Cómo
 podía darme si yo era de él?.
 
 
 La ceremonia continuaba sin yo oírla, con la cabeza gacha y siempre pidiendo
 perdón.
 
 Hoy contemplo las fotografías y al ver mi rostro enajenado de dolor, mirando el
 piso, me pregunto: ¿cómo no me atreví a correr, arrastrándolo de la mano? y
 gritando a todos los ojos horrorizados que nos contemplasen: ¡sí, nos queremos!.
 ¡sí, somos felices!, ¡y a nadie hacemos daño con nuestra felicidad!, ¡no podemos
 vivir el uno sin el otro!, ¡ya no podemos vivir y Dios nos entiende!, ¡Dios no
 puede castigar nuestro amor!, ¡Dios es el amor!.
 
 
 Pero todo continuó inexorablemente. Recuerdo que Juan no me besó (como lo hacen
 todos los novios) porque en ningún momento él dijo (como se estila):
 
 - Puede besar a la novia...
 
 y con los nervios del momento... ese momento, pasó quizá inadvertido para
 todos... hoy comprendo que para él, no.
 
 Estrechó la mano de Juan y él si, beso mi mejilla.
 
 Comenzó la música a indicar que ya era la esposa de Juan (yo, sabia que no lo
 era). Todos sonreían. Mamé me miraba y sonreía tristemente, ¿intuía ella mi
 calvario? ¡aún no lo sé!.
 
 Recorrimos el pasillo hacia el atrio, lentamente. Todos nos saludaban. Todos
 hacían bromas. Todos parecían felices. Pero yo... sólo miraba el final del
 pasillo, allá estaba él, se había quitado el alba y llegado a la puerta, para
 ser el primero en saludarnos y.. lo había logrado.
 
 Antes que ningún saludo, antes que ningún beso, estuve entre sus brazos y
 escuché de sus labios, muy quedo:
 
 - Que seas muy feliz.
 
 
 Después la vorágine, la fiesta, las felicitaciones, el vals de los novios, todas
 las risas, todas las palabras, todos los deseos:
 
 - Qué hermosa estás.
 
 - Qué linda pareja forman.
 
 - Qué sean muy felices.
 
 - ¿Cuándo se escapan?
 
 
 Temblaba, de sólo pensar en la huida de los novios, temblaba.
 
 
 De repente, en un instante muy breve, estuve sola junto a él. Me miró
 profundamente... lo miré... le sonreí tristemente y le pregunté coqueta:
 
 - ¿Estoy linda? – Juan, nada me había dicho (era tan poco expresivo).
 
 Pestañeó, entrecerró los ojos, clavó su mirada en mis labios abrasándolos y sólo
 dijo:
 
 - Estás preciosa...
 
 
 Me sentí traspasada por su mirada, desnuda de alma ante la suya tan turbada y
 desesperada.
 
 
 Pero la noche y la vida, continuaron inexorablemente... pasaron, mi noche de
 bodas y mi luna de miel.
 
 Juan era bueno, la vida transcurría pacíficamente a su lado.
 
 Había comenzado a trabajar, y entre el Primer grado y mi primer año de esposa,
 fueron desgranándose los días.
 
 Pasaron diez meses, y un día de octubre, de la noche a la mañana, Juan cambió.
 No me hablaba. Comenzó a rechazarme. Comenzó a agraviarme y a ignorarme.
 
 No encontraba explicación a su conducta, le pregunté, creí haber fallado en
 algo. Pero no había respuesta. Su amor desapareció.
 
 Lloré desconsoladamente, y como en todos los momentos de angustia de mi vida,
 corrí en busca de Andrés.
 
 Y como siempre que corrí en su busca, lo encontré dispuesto a ayudarme, a dar
 todo de él.
 
 Sé que hablo con Juan. Nunca supe de qué. Pero un mes después, Juan volvió a mí,
 como si nada hubiese sucedido. Nunca supe cuáles fueron las causas de ese
 alejamiento y nunca las pregunté.
 
 
 Así transcurrió mi segundo año de matrimonio, pero paulatinamente, al llegar
 nuevamente octubre, todo comenzó a resquebrajarse, a quebrarse como un débil
 cristal.
 
 Ignoro él o los porqué Juan se alejaba cada vez más de casa. Cada vez llegaba
 más tarde. Lentamente, comenzó a faltar de noche. Me desesperaba la idea de no
 tener un hijo, pero no quería venir. Los análisis hablaban de esterilidad...
 quizá.
 
 Altas horas de la noche me sorprendían despierta, perdida en mi inmenso lecho
 vació. Me habían recetado tranquilizantes, ansiolíticos, antidepresivos,
 anti-anti qué sé yo, cuántos medicamentos. Pero hay dolores que no calman las
 píldoras, sobre todo si es dolor de fracaso, dolor de miedo, dolor de soledad,
 dolor de impotencia.
 
 A esas horas, cuando creía desesperar sin poder dormir, sonaba el teléfono en mi
 mesa de luz:
 
 - ¿Qué haces?. ¿Dormís?. ¿Vino Juan?.
 
 - No, no puedo dormir. Estoy sola. Tengo miedo.
 
 - No, no estás sola, tomá la píldora que te recetaron.
 
 
 La tomaba obediente, como si él estuviese delante de mí, como un papá bueno
 dándome indicaciones.
 
 Comenzaba a conversarme. Me contaba cuentos. Me hacía bromas. Me hacía reír,
 hasta que oía que yo me adormecía. Entonces, colgaba su auricular y por la
 mañana yo amanecía con el mío por cualquier parte, descolgado, y sola aún; pero
 Andrés, me había logrado hacer conciliar el sueño.
 
 Así noche tras noche, él, velaba mis sueños, y yo, no estaba más sola.
 
 Iba a verlo, teníamos largas charlas, todas a favor de mi matrimonio. En ningún
 momento salió a relucir nuestro pasado de angustias, ni nuestra mutua
 desesperación, éramos fieles, a nuestros no formulados votos de silencio
 recíproco.
 
 Mi vida en casa se fue haciendo totalmente insostenible, hasta que un día en una
 discusión terrible, Juan me gritó:
 
 - ¡Zulema, no te quiero!. ¡Hasta creo que jamás te quise!.
 
 Temblé, llore de impotencia, pues yo creía haber sido una buena esposa. Estaba
 segura de no haberle fallado. Trabajaba mucho, llegué a tener tres trabajos para
 ayudarlo a seguir adelante. Le había sido fiel. Lo había respetado, pues si bien
 es cierto que me casé obnubilada por Andrés, traté de olvidarlo no lo vi por
 mucho tiempo, sólo corrí hacia él, cuando me sentí desesperada (como lo había
 hecho siempre).
 
 Pero... las presiones, su familia, mi cuñado que vivía con nosotros y sentía el
 inmenso placer de mortificarme (ignoro la causa) la falta de hijos, el cambio de
 ambiente de Juan, fueron enterrando lo poco que habíamos logrado salvar de
 anteriores catástrofes y todo sucumbió sin remedio.
 
 En setiembre del año siguiente, comenzamos el juicio de divorcio. Ya Juan, casi
 no aparecía por casa.
 
 Surgió otra mujer en su vida. Él me lo dijo. Pero yo lo había descubierto antes,
 sin proponérmelo. Era una pobre chiquilina, que nunca fue lo suficiente mujer
 para saberlo mantener a su lado ¿acaso lo había sido yo? y así lo perdió,
 prácticamente antes de haberlo tenido, pero ella sí pudo darle la hija que yo,
 inútilmente traté de darle.
 
 Su relación duró el lapso de un suspiro, pero ya lo nuestro había terminado,
 casi antes de comenzar.
 
 Recuerdo que era Navidad, cuando con la casa deshecha y el alma despedazada, me
 mudé a mi nuevo departamento.
 
 Papá insistió en que no estuviese sola, mamá quiso estar conmigo, pero yo: quise
 comenzar a madurar.
 
 Ese Año Nuevo, fui a casa de Andrés y desde ese momento comenzaron nuestras
 largas horas de conversación, de consejos, de apoyo, y también... de locura.
 
 Volvía a él con mis angustias, como cuando niña, y encontraba en él, lo que
 realmente había ido a buscar: la paz.
 
 Por momentos nos olvidábamos, y otra vez surgía la vorágine que nos envolvía,
 nos encendía, nos enloquecía.
 
 Ahí, yo perdía la noción del tiempo, del yo, y de todo lo que me rodeaba, y
 volvía a abrazarlo y a besarlo como loca, gritándole, ahora sin miedos:
 
 - ¡Te quiero, mi amor!. ¡Te quiero tanto!.
 
 Y él, respondía a mis abrazos alucinados.
 
 
 Pero... por el contrario de lo que pueda suponerse, en ningún momento me hizo
 suya... vivimos el momento, nos transportamos hacia él, pero salimos de él,
 huyendo.
 
 Entre mi cuerpo y el cuerpo de Andrés se mezclaban, el deseo de poseernos, con
 el deber y la vocación de él. ¡luchaban encarnecidamente!... siempre triunfaban
 los últimos, y entonces, me rechazaba y huía sin sosiego... Así siempre.. y
 yo... lo comprendía... y también huía, trataba de ahogarme, salía, reía,
 aceptaba invitaciones que lo único que me daban era un gusto amargo en la boca,
 hasta que retornaba a él con más dolor y más desesperación y ya... ¡no podíamos
 vivir más así!...
 
 
 Mamá, un año antes, se había mudado a esta Ciudad, no tan lejana de Buenos
 Aires, pero lo suficientemente lejos para no poder correr a cada instante a sus
 brazos, y yo de a poco fui viniendo.
 
 Conseguí trabajo aquí, que es lo que más podría haberme acobardado, y un día me
 decidí y vine a vivir a un departamentito humilde pero cálido, junto al de mamá,
 a pocas cuadras de una playa solitaria donde caminaba por las tardes añorando mi
 amor y doliéndome aún más por su lejanía. (Una vez más triunfaba mi inmadurez,
 mi cobardía, para luchar por lo que quería... mi estupidez).
 
 Me alejé de Andrés (el porqué aún lo ignoro), pero cada Navidad, cada
 cumpleaños, cada onomástico, le enviaba una postal en la que se leía:
 
 - Siempre te recuerdo con infinito cariño. Jamás te olvido. Feliz Navidad (o
 feliz cumpleaños). Te quiero, un beso: Zulema.
 
 Yo sabía que él, las conservaba a todas. Jamás me contestaba, yo... jamás se lo
 pedí.
 
 Sabía que estaba ahí siempre, que cuando lo necesitase o cuando él me necesitara
 estaríamos juntos. ¡Y no me equivocaba!.
 
 
 Así pasaron los años, otra vez tarjetas, te recuerdo, feliz Navidad,
 silencios...
 
 
 
 Y quedé embarazada...
 
 el sueño de toda mi vida, mi hijo anhelado, surgía de una relación hermosa, pero
 fortuita, no era fruto del “gran amor”, pero sí era fruto de mis ansias, de mi
 espera y de mi amor hacia él, iba a ser todo para mí.
 
 Y por extraño que parezca... no le conté a Andrés.
 
 Mi bebé nació perfecto, hermoso, dulce, tierno, inteligente. Colmó de dicha
 todos mis anhelos y fue creciendo independiente, sin complejos ni traumas por
 falta de padre.
 
 Logré, o al menos lo intenté, que ninguno de mis antiguos dolores, ninguna de
 mis angustias de niña, se hicieran carne en él. Se hizo un niño independiente,
 seguro, con una personalidad a veces fría (quizá demasiado para mi constante
 carencia de amor) pero... así era mejor... él no sufriría como su madre.
 
 Pasaron diez años, Andrés nada sabía de mí, excepto mis tarjetas y yo nada sabía
 de Andrés, pero estaba segura que ahí estaba él, para cuando yo tomase el
 auricular y decidiese llamarlo o para cuando subiese al tren y corriese a su
 lado.
 
 ¿Por qué a él que yo todo se lo decía, que nada le ocultaba, hasta mis locuras y
 mis andanzas, le escondí a mi bebé? ¿ Por qué a él que todo le había contado,
 que le había desnudado mi alma una y mil veces, no le había hablado jamás de mi
 hijo? lo ignoro (o quizá prefiero ignorarlo).
 
 Yo... le seguía escribiendo, lo que sabía que jamás leería.
 
 
 En las tinieblas infranqueables de la noche,
 en la palidez insondable del silencio,
 en la amarga soledad de mi derrota
 llega el eco tenaz de tu recuerdo.
 
 Mis sentidos se estremecen sobre el lecho
 al susurro pertinaz de tu deseo
 y mis sienes palpitantes me transmiten
 esa loca pasión que te enceguese.
 
 Tu rostro, ese rostro impenetrable,
 tus manos, esas manos poderosas
 anonadas mi razón, me pecho oprimen
 al posarse en mis mejillas ruborosas.
 
 Todo mi ser solázase extasiado
 al recuerdo de tus ansias penetrantes
 y se adueña de mi boca el dulce amargo
 del acíbar meloso de tu carne.
 
 -----------------------
 
 
 ¿Me preguntas como eres mi amor?
 junta la serena mansedumbre del arroyo
 que acaricia las rocas con sus besos
 Y la voluptuosa intensidad del océano
 que domina la arena con su abrazo.
 Junta el titilar incandescente de los astros
 que celoso el firmamento tiene presos
 y el oscuro subyugante del ocaso.
 Eres todo, mi bien, la paz, la angustia
 el amor, la tempestad, el sol y el alma.
 Eres todo bondad, deseo y calma,
 orgullo, corazón, temor, tibieza
 y por ello mi amor, me encuentro presa
 en tus ojos, tu ser, tu ardor, tu orgullo
 me cautivan tu alegría... y tu tristeza.
 
 
 
 
 ¿Escuchas los grillos mi amor?
 pareciera que ensayan romanzas
 entre el verde frescor de los pastos,
 mientras danzan pequeñas luciérnagas
 que señalan veloz nuestro paso.
 ¿Y la brisa?, ¿escuchas la brisa?
 se desliza besando los cardos
 y abrazando ferviente las ramas
 de esos árboles adustos, severos,
 que a su roce se tornan mas altos.
 Son muy suaves, muy largos sus besos
 pareciesen mirar e imitarnos.
 ¿Y las ranas que contemplan sus rostros
 n el verde espejo del pantano?,
 se detienen y croan nerviosas,
 preguntando tal vez, por qué intrusos
 han osado quebrar su letargo.
 El frescor de la noche me envuelve
 mientras busco anhelante tus brazos
 y tus besos deslizas ardientes
 por mis ojos, mi nuca y mis labios.
 Tu sonrisa ilumina mi noche,
 tu mirar me desnuda despacio
 y mi cuerpo se turba de gozo,
 entre el hueco voraz de tus manos.
 
 --------------------------
 
 
 Tu no sabes de la búsqueda incesante,
 de ese algo innominado que no existe.
 Tu no sabes de mañanas sin presentes,
 y de días y semanas sin mañanas.
 Tu no sabes de ese latir y no estar,
 de ese soñar sin dormir, de esas sonrisas con llanto
 de ese llorar, sin llorar,
 no sabes mas... ¡sabes tanto!.
 
 
 Que es amor, ya lo se,
 pero... ¿qué siento?.
 ¿Qué extraña sensación es ésta mía
 que me hace presentirte muy adentro?.
 
 No es un día, no son dos,
 ¡son treinta años!,
 mil momentos que impasibles, uno a uno,
 sin quererlo siquiera, hicieron daño.
 
 Fueron manos, sensaciones mil sonrisas,
 dos renglones, cien “te extraño” “me hacés falta”,
 una prisa inadmisible por tenernos
 y un amargo casi dulce en la garganta.
 
 Fue un adiós, un “no me dejes”, mil regresos
 mil auroras susurrando, mil silencios,
 un escape fugaz, un esperame
 y alcanzar la eternidad, ¡con solo un beso!.
 
 
 
 
 ¿Han sido tus miradas de todos estos años
 las llamas que encendieron esta emoción sin límite?
 ¿o han sido tus sonrisas, tan tímidas y buenas?
 ¿o han sido tus palabras?, ¿o han sido tus silencios?.
 Sólo se que una angustia infinita y sin nombre
 va oprimiendo mi alma, va estrujando mi pecho.
 Sólo se que tu sufres, que mi vida has deshecho
 con tu amor tan extraño, con tu voz, con tus besos.
 Ya no tiene sentido el seguir existiendo
 ya has besado mi boca ¿para qué quiero el tiempo?...
 si la vida a tu lado no es posible vivirla,
 si tener tus caricias, si tener tus sonrisas
 es elíxir prohibido para mi alma y mi cuerpo,
 si vivir ya no puedo... ¿para qué quiero el tiempo?.
 
 
 
 No podría especificar en cuál instante
 sucedió lo intangible, lo irreal,
 al igual que aun ignoro en qué momento
 comenzaste mis labios a besar.
 Tus besos deslizabas por mi rostro,
 por mi frente, mi boca, mis mejillas
 y sembraste en mi alma, virgen, pura,
 de tu amor inmenso y grande, la semilla.
 Fueron besos sublimes, angustiados,
 los que amantes brotaban de tus labios,
 besos sin sacio, enamorados,
 cuajados de dolor, desesperados.
 Hoy, después del tiempo transcurrido,
 me pregunto qué designios insondables,
 a la lanza del amor nos han unido
 porque, es tanto mi bien, lo que te extraño,
 y empero.. tu me eres, ¡tan prohibido!.
 Yo se que estás muy lejos de mi lado,
 yo se que las millas nos separan
 y se también que al hallarte junto a mí
 unos lazos muy fuertes te alejaban.
 Empero, mi alma, día y noche se desliza,
 a tu lado, en un susurro, en una brisa,
 embebe el rocío de tu pena...
 o dibuja en tus labios la sonrisa
 No ignoro que tal vez nunca jamás
 el destino nos una nuevamente
 mas.. no importa, aún perduran en mi mente
 las palabras que una tarde me dijeras:
 - Pasarán los días y morirán mil primaveras,
 pero este amor... ¡florecerá junto a la muerte!.
 
 
 
 
 
 Un día de otoño de hace tres años, estaba sentada junto al teléfono, lo miré,
 tomé el auricular y marqué su número. ¿Qué me indujo a hacerlo?. ¡No lo se!,
 pero ahí estaba él:
 
 - Si, hola - otra vez su voz maravillosa.
 
 - Hola Andrés...
 
 - ¡Hola! ¿Te dijeron que te estuve buscando?
 
 - No Andrés, estás confundido, ¿sabés quién te habla?
 
 - Pero Zule, ¿cómo puedo no reconocer tu voz?, ¡te estuve buscando!. Estuve en
 tu Ciudad, parando en la casa de un amigo, y fui por donde sabía que vivías,
 llegué hasta una escuela en la que me dijeron que habías sido Directora, que
 vivías cerca, pero no sabían dónde. ¡Cómo te busqué!. ¡Te necesitaba!.
 
 
 
 Temblé otra vez, como siempre lo hacía cuando lo sentía a mi lado...
 
 - Andrés querido, ¡estuviste sólo a pocas cuadras de casa!, ¡debés haber pasado
 muy cerca de mi!.
 
 -¡Sí, lo presentí!. Luego, estuve internado en el hospital, ahí; aún ando un
 poco mal, pero ya va pasando...
 
 
 
 Sentí una enorme angustia. Algo que me atravesaba el pecho sin saber por qué.
 
 - ¿Querés que vaya? - le pregunté ansiosa.
 
 - Si.
 
 
 
 Ni una vacilación. Ni un “si podés”, “si querés”, “me gustaría”, ¡sólo sí,!,
 nuestros mensajes seguían siendo iguales a través del tiempo, precisos, sin
 palabras (y con todas las palabras del mundo contenidas dentro de ellos).
 
 
 - Esta noche viajo para allá, llego por la mañana tempranito, esperame.
 
 - Te espero.
 
 
 Llegué a casa, puse cualquier cosa en la cartera y me escuché diciéndoles a mi
 hijo y a mamá:
 
 - Me voy a Buenos Aires, Andrés está mal.
 
 
 
 ¿Por qué sentía así?, él nada me había dicho, yo ... sentía que me había dicho
 todo, el hecho de haber estado buscándome.
 
 Las horas en el ómnibus se me hicieron interminables, sabía que iba a sufrir.
 
 Llegué más temprano de lo que pensaba y esperé en la puerta, temerosa de
 molestar, casi de madrugada.
 
 La nueva iglesia se erguía majestuosa, tal como el la había soñado: grande,
 sencilla, humilde y hermosa. A su lado, la nueva casa parroquial miraba
 orgullosa la casita de enfrente, donde yo había sido tan feliz, y quién sabe
 ahora, quiénes la ocuparían.
 
 Bajo a atenderme un cura desconocido, lo sentí usurpador. Me dijo:
 
 
 - El padre, pobrecito, está muy delicado, los doctores dicen que lo que tiene es
 irreversible.
 
 - ¿Cómo irreversible? - temblé, me desesperé.
 
 - Si señora, lamentablemente, su corazón no puede dar más.
 
 
 
 Sentí oprimírseme el pecho desesperadamente...¡no podía soportarlo! ¡era
 mentira! ¡el iba a poder salir! ¡yo sabía que sería así!.
 
 Subí a un coqueto departamento. Pero no era su casita pobre... tenía empleada
 (su viejita y simpática mamá, había fallecido), tenía a este teniente cura y
 gente que entraba y salía a las que yo sentí sin excepción intrusas (no las
 barras jóvenes y dicharacheras de entonces), yo los veía antipáticos,
 entrometidos... ¡Qué jugarretas me jugaba mi imaginación! ¿o acaso esa gente
 adulta como yo, no podía ser aquella juventud juguetona?.
 
 Lo fueron a buscar, ¡qué hermoso lo vi!, más cansado, algo mayor quizá, pero
 ¡qué hermoso!, vestía pantalón beige y camisa a cuadritos, celeste (una de las
 pocas veces que lo veía sin sotana)
 
 Acudí a su encuentro y me besó, temblé nuevamente a su lado, como cuando niña.
 
 Desayunamos, hablamos y hablamos sin cesar, le conté de mi hijo con la mayor
 naturalidad y le mostré algunas fotografías
 
 - ¡Que hermoso es! - me dijo.
 
 
 Le conté sus anécdotas. No me preguntó por el padre, ni por su nacimiento, él
 todo lo sabia, sin casi preguntar, y parecía que nada le importaba o que todo lo
 entendía.
 
 Me extrañó mucho cuando llegó la empleada y le dijo:
 
 - Padre ¿qué hace levantado? ¡qué buen mozo se lo ve hoy!...
 
 
 Ahí comprendí... ¡que se había levantado de su lecho de enfermo, para mí!, ¡que
 se había arreglado para mí! ¡ y que me estaba coqueteando a mí!.
 
 
 - ¡Ay, Andrés querido, que en vano pasaban los años para nosotros!.
 
 
 En un momento, la mucama vio las fotografías de mi hijo y dijo:
 
 - ¡Qué lindo nene!.
 
 Andrés le respondió sin vacilar:
 
 - ¿Vio qué lindo Zunilda?, ¡es tan lindo como la mamá!.
 
 
 Otra frase tuya Andrés, de las tantas archivadas en mi mente y aparentemente
 dichas al pasar, que marcaban a fuego mi alma, ¿vos me encontrabas linda?.
 
 Conversamos mucho de todo. En un momento dado, dijo:
 
 - Vamos abajo, voy a mostrarte cómo quedó todo.
 
 
 La iglesia estaba cerrada por supuesto, Zunilda se horrorizó.
 
 - ¡No, padre, usted no puede bajar!, ¡el doctor se lo prohibió!.
 
 - ¡Sí, ¡yo puedo!...
 
 
 Y bajamos... estaba en su papel de sacerdote perfecto cuando me mostraba parte
 por parte, orgulloso, las cosas bonitas y sencillas de su iglesia.
 
 En un momento dado, me dijo como al pasar:
 
 - ¡Yo no quiero que me empareden! – ¡me estremecí!... ¡temblé!.
 
 
 Continuó hablando, como si nada hubiese pronunciado.
 
 Llegamos al dispensario médico que también había hecho construir (siempre has
 hecho tantas obras Andrés querido, has ayudado tanto a los demás) y al pasar la
 puerta, me oprimió la cintura (y todos nuestros aparentes propósitos dieron por
 el suelo).
 
 Entramos, ¡y todo sucedió como siempre!, en décimas de segundo estaba entre sus
 brazos, oprimida al máximo, con sus labios despedazando los míos. Queriendo
 fundirse en ellos o recibir de ellos el hálito de vida, que se le estaba
 escapando.
 
 Yo veía que su rostro, por momentos se tornaba morado alrededor de su boca y
 temblaba y comenzaba a llorar a mares, abrazándome a él, más que nunca.
 Fundiéndome en él, y él en mí.
 
 Es casi imposible para mí describir todo ese tiempo que estuvimos juntos,
 pareciese como si nuestras auras se hubiesen fundido en una sola. Atravesando
 cada uno de nosotros el cuerpo del otro. Mezclando nuestras moléculas y nuestras
 vidas, esta vez, para siempre.
 
 No había dudas, y no las tengo hoy, lo que nosotros hacíamos no era abrazarnos,
 era tratar de poseernos en cuerpo y alma, uno dentro del otro, como desafiando
 la impenetrabilidad de la materia.
 
 ¡Y creo que lo logramos!... algo extraño sucedió, pues aún hoy siento su cuerpo
 dentro del mío, y al respirar, siento su calor y su aliento dentro de mí. Al
 rozarse mis labios, siento los de él entre los míos, mis dedos se acarician y
 entre ellos siento los de Andrés, apretados.
 
 ¡Andrés está dentro de mí, sin dudas!, y parte de mí... quedó dentro de Andrés
 para siempre... ¡lo se!.
 
 Lo acompañe al hospital, charlamos mucho, pero cuando noté que estaba muy
 fatigado, le dije que me iría, se resistió un poco, pero se tranquilizó cuando
 le prometí:
 
 - Todos los viernes te voy a llamar por teléfono, y pronto regresaré.
 
 
 Me acompañó hasta el atrio y ¡Dios mío, otra vez volvimos a fundirnos!.
 
 Fue tocando mi cuerpo todo, lentamente, parte por parte, como recordándolas,
 como grabándoselas, deteniéndose a cada instante para una caricia, un beso y
 otro abrazo.
 
 Yo lloraba, me estremecía y decía a cada instante, ¡no lo decía! ¡le gritaba!:
 
 
 - ¡Te quiero!...!te quiero tanto mi amor!... ¡por favor, cuidate, cuidate
 mucho!...
 
 - ¡Yo también te quiero!... me estremecí nuevamente, lo miré desesperada y feliz
 al mismo tiempo, después de tantos años... escuché el ¡te quiero! ¡tan
 anhelado!.
 
 
 El se quedó sonriendo, como asombrado de su propia confesión y yo... ¡me
 escapé!, ¡huí despavorida!, ¡llorando!, ¡desesperada!, ¡loca!.
 
 No era tanto lo que me habían dicho, no era tanto lo que había visto, pero yo
 sabía que mi Andrés, que mi amado Andrés, el sueño de mis sueños, mi amor, mi
 hombre, mi imposible, mi todo... ¡se estaba muriendo!..
 
 ¡No pude soportarlo!, y en el viaje de regreso no cesé de llorar. Llegué a casa
 y le dije a mamá:
 
 - ¡Andrés se muere!. ¡Andrés se me está muriendo! - y no puede dejar de ahogarme
 en lágrimas.
 
 
 ¡Me revelaba contra mamá!. ¡No podía soportarla!. La sentía culpable en gran
 parte de mi cobardía, de los años perdidos sin Andrés. De los momentos
 interminables que ya no vendrían, en que pude haber estado entre sus brazos.
 
 Pensaba que dos meses atrás, él había estado en mi ciudad, cerca de mí... y ¡no
 había podido encontrarme! ¿por qué? ¿por qué no habíamos podido estar juntos por
 última y primera vez?, haber caminado por la playa, habernos mojado con las
 olas, haber podido saborear el salado del mar sobre nuestra piel, haber corrido
 por la arena sin pensar nada, ni esperar nada más que eso... el estar uno junto
 al otro para siempre en un abrazo infinito. ¡mi Andrés!.
 
 Todos los viernes lo llamé, como se lo había prometido. El estaba animado,
 esperando el llamado, ansioso... Nos despedíamos, yo, haciéndole mil y una
 recomendaciones y él... como infinidad de veces lo había hecho:
 
 - Dale un beso grande a Zulema, de mi parte.
 
 
 
 Y comencé a hacerme muchas ilusiones... pensé proponerle irnos unos días a una
 isla del Delta, ¡él y yo, juntos, solos de una vez y para siempre! (como lo
 había contemplado infinidad de veces en mis sueños).
 
 Supe que tendría el coraje para hacerlo... ¡yo quería ser suya!, y las caricias
 recientes, mucho más apasionadas, mucho más posesivas, sus abrazos, sus besos
 desesperados, su ¡te quiero!, me demostraban: ¡que él también lo deseaba!, pero
 que su situación, su eterna lucha entre el hombre y el ministro de Dios le
 impedían pedírmelo.
 
 Soñaba amaneciendo a su lado, mi cabeza sobre su pecho, fuerte, viril. Caminando
 junto al río. Mirando el amanecer o el ocaso. Amándonos mucho... ¡viajaría a
 Buenos Aires ese mes!...y lo arreglaría todo... poquito, poquito tiempo...(si en
 un solo instante nosotros entregábamos uno al otro nuestra vida... ¿de que valía
 el tiempo?.
 
 Había prometido enviarle mis versos, todo lo que a través de treinta años había
 despertado en mí...
 
 
 
 Señor, Señor, ¿qué estás haciendo
 con el mísero desecho de mi alma?
 ¿por qué me avasallas, me persigues
 y hieres con tu mano omnipotente?.
 Pequé Señor, pequé constantemente,
 mas, perdóname, suplico tu clemencia.
 Es verdad que a cada instante te he olvidado,
 es verdad que cometí muchos pecados
 pero ¡Padre!, ¡piedad! ¡no me lo lleves!,
 él es todo en mi vida, es mi alegría,
 es la luz que titila en mis pupilas
 y es la paz que aún subsiste en mi existencia.
 Yo... hallábame perdida en esta vida
 y él supo reencontrarme con tu senda,
 estaba desangrante y maldecida,
 y él vino, me bendijo, ahogó la afrenta.
 Yo creía que Tu amor me habías quitado
 Y él mostrome de Tu amor la omnipotencia.
 El es todo Señor, mi paz, mi guía,
 mi solaz, mi ilusión y mi inocencia
 Sin él estoy perdida, desolada,
 marchita, sin amor, desamparada,
 me hallo como un paria en las estepas
 de este mundo para mi desconocido
 pues él supo mostrarme el bien y el mal
 la amistad, la tragedia y el olvido
 que ululaban por doquier, solos o unidos
 y dejaban al pasar, miseria o paz,
 y al él ya no estar junto a mi lado
 deambulo vacilante y silenciosa,
 mi vida está marchita, y el corazón cansado
 ni cansa, ni reposa, ni palpita.
 ¡Señor, Señor piedad!, mi alma suplica
 no me arranques lo único que tengo
 la ilusión de creerlo cerca mío
 a pesar de saber que está tan lejos.
 Mira Señor observa mis pupilas
 él esta allí, como en verdes espejos,
 ¡No lo puedes llevar!, tu lo creaste,
 pero yo... Señor mío lo he amado.
 Yo reí y fui feliz junto a su lado
 y lloré y padecí con su dolor...
 ¡El es mío!, ¡es mi vida y es mi amor!.....
 ¡Me ha besado!, ¿Tu sabes?, ¡y me amó!.
 ¡Tu no puedes quitarme lo que es mío!:
 ¡sus caricias, sus besos , sus arrullos!
 y a pesar de que un día lo has creado,
 ¡yo sufrí por su amor, sufrí con creces!.
 ¡El es mío, Señor!, ¡me pertenece!...
 ¡No me puedes quitar, lo que no es tuyo!.
 
 
 Ya me atrevía hasta a desafiar a Dios!... pero nunca le envié mis versos...
 
 
 
 El cuarto jueves, un mes después, un día antes de llamarlo, me sentí mal. Creí
 que el dolor me atravesaba el vientre. Me internaron de urgencia. Era mi vieja
 úlcera. El dolor y la angustia habrían aumentado quizá, mi antiguo mal.
 
 Desde el trabajo, el viernes, comenzaron a llamarme mis compañeras. Por la
 tarde, una de ellas me dijo:
 
 - Zule, hoy te llamó una amiga tuya de Buenos Aires, quería saber qué te pasaba.
 Le dije, y de di el número de la clínica.
 
 
 ¿Amiga mia de Buenos Aires?. No entendía nada. ¿Qué amiga tenía yo en Buenos
 Aires?. Esperaría.
 
 Al poco tiempo, sonó el teléfono y me dijeron del otro lado de la línea:
 
 
 - Hola Zulema, vos no te acordás de mi, pero yo te recuerdo, soy amiga del padre
 Andrés, él está muy preocupado porque no lo llamaste esta mañana, me pidió que
 averiguase qué te pasaba y tus compañeras me dijeron que estabas internada.
 
 
 
 Me llamó la atención que me llamase ella. Si él estaba preocupado por unas horas
 de retraso. (¡qué fusión total de corazones Andrés querido!, ¡qué
 comunicación!), ¿por qué no me llamaba el?.
 
 
 Tanto insistí, que me explicó:
 
 - Me pidió que no te lo dijese, lo internaron hoy en Terapia Intensiva, por eso
 esperaba tu llamado.
 
 
 ¡Me desesperé!. ¡Mi Andrés querido me necesitaba y yo estaba lejos de él y
 también imposibilitada!.
 
 
 
 Cuando a los pocos días me dieron el alta, llamé a esa señorita, que sin yo
 proponérmelo me resultaba antipática, - ¡qué espanto!, todo lo que estaba al
 dado tuyo, yo lo celaba, mi amor- Le pregunté cómo estaba él.
 
 Le dije, que yo viajaba para verlo urgente, ¡ya!.
 
 
 Guardó silencio un instante y replicó:
 
 
 - Pensando que lo ibas a hacer, él me pidió:
 
 
 - Decile que no venga... que yo... le pido que no venga...
 
 
 
 Quise inquirir más. Pero sólo me contestó:
 
 
 - El dice que vos, lo vas a saber entender...
 
 
 
 Andrés querido, ése es el único mensaje que no he logrado dilucidar de vos. ¿Por
 qué no quisiste verme?. ¿ Pensaste en el mal que podrías hacerme?. ¿Pensaste que
 podría hacerte mal?. ¿Pensaste en nuestras almas?. ¿Pensaste que era mejor
 conservar esa imagen de pertenencia de nuestro último encuentro, en el que ya no
 quedaba nada más por decir?. ¡No lo se, mi amor!... ¡Aún me lo pregunto y no
 hallo la respuesta!. Sólo retumba en mis oídos en un eco infinito, tu último
 mensaje:
 
 
 ¡Decile que no venga!... ¡Decile... que no venga!... - ¿Por qué mi amor?.
 
 
 
 Durante ese mes traté como loca de comunicarme con Terapia Intensiva del
 hospital en que sabía que estaba internado. No podía. No quería ir, porque
 quería respetar su deseo. Con esa señorita no quería hablar, algo en mí la
 rechazaba inexplicablemente ¿Serían en realidad celos?, ¿rabia, porque ella
 estaba junto a él y yo no?. ¡No lo se!.
 
 
 
 Otra vez al cuarto jueves, volví a caer. Cinco días en cama... cuando me
 levanté, llamé urgente, desesperada, temerosa... ¿por qué había vuelto a
 caer?, ¿qué extraña comunicación existía entre nuestras almas y nuestros
 cuerpos?.
 
 Me atendió Zunilda, llorosa:
 
 - ¡Ay señora!, ¡cómo tratamos de llamarla!, el otro padre también llamó mucho,
 pero no pudo comunicarse – (Claro, sábado y domingo en la Facultad, y yo vivo en
 el campo, no tenía teléfono, ni cerca, ni lejos) ... - El padre Andrés falleció,
 señora, lo sepultamos ayer.. en el cementerio provisoriamente, hasta que le
 construyan la cripta aquí en la iglesia...
 
 
 
 Oía todo lejano, espantosamente lejano...
 
 - ¡No, por favor Andrés!. ¡Vos no querías que te empareden!... pero yo no podía
 decirlo, mi amor...
 
 - Andrés mi amor querido... te fuiste de mi lado físicamente, me dejaste sola,
 vos sabés que te necesito mucho. ¿Quién cuidará mis miedos?. ¿Quién despeinará
 mis cabellos?. ¿Quién fundirá mis labios?. ¿Quién me dirá sus mensajes?...
 
 - Estoy sola Andrés, te se a mi lado, te presiento dentro de mí, pero tengo tu
 silencio y tu último mensaje indescifrable:
 
 - ¡Decile...que no venga!.
 
 - ¡Te amo, Andrés!, ¡sos, fuiste y serás, lo único en mi vida que he amado hasta
 la desesperación y la locura!, se que estas ahí y que cualquier día, a la vuelta
 del camino, me dirás:
 
 
 - ¡Hola! ... te estaba esperando.
 
 
 Y ahí partiremos para estar siempre juntos: sin tabúes, sin papeles, sin leyes,
 sin prohibiciones, solo vos y yo, y nuestro inconmensurable amor.
 
 En tanto, yo espero, mientras tu fotografía me contempla sonriente desde mi mesa
 de noche, donde nunca le falta una rosa, y tu relicario pende de mi pecho
 angustiado... ¡Te amo!... ¡Te amo tanto, amor!.
 
 ¡Y te sigo escribiendo...
 
 
 
 Presiento tu presencia a cada instante,
 me estremece tu aliento a cada paso
 y te siento tan mío, tan seguro,
 que no temo ni a tu muerte, ni a mi ocaso.
 
 ¿Por qué no me encontraste, en esa soledad
 tan tuya y tan hiriente, que te hundió en las sombras?
 ¿Por qué con un suspiro, una mirada
 no pudiste transmitirme esa tristeza,
 que hoy me hace sentirme abandonada?.
 
 ¿Por qué no me tendiste tus dos manos
 para que yo depositara sobre ellas
 este amor sobrehumano?...
 
 ¿Por qué vagaste solo, con tu pena,
 sin pedirme que tirara de las bridas
 de tu carro de tristeza y de condena?
 
 ¿Y por qué? me pregunto ¿por qué dime,
 yo que ingrata quise olvidarte indiferente
 hoy te siento, me estremezco, te deseo..
 hoy que se que te has unido con la muerte?.
 
 - - - - - - - - - -
 
 ¡Como duele mi amor, el saberte tan lejos!,
 ¡qué vacío tan hondo has dejado en mi alma!.
 Te presiento, te siento y te veo a mi lado,
 ¡yo lo se, estoy segura! ¡tu no te has alejado!,
 palpita tu presencia ululando en mi lecho,
 te sientas a mi lado, acaricias mis pechos.
 a mis labios resecos oprimes con los tuyos
 y ahí se que estás conmigo... escucho tus arrullos.
 Mis manos se estremecen.. se sienten sostenidas,
 mi cintura palpita, pues se encuentra encerrada
 entre esas manos tuyas, tus manos adoradas.
 Todo mi ser te siente, todo mi cuerpo anhela,
 y al saber que no estás, pero sentirte mío
 no se si soy feliz en feroz egoísmo...
 porque ahora que lejos te ha llevado la muerte,
 ahora que entre nosotros, ha surgido un abismo...
 ahora se que eres mío, aunque no pueda verte...
 
 - - - - - - - - - - -
 
 
 Estas ahí, sentado frente a mí,
 me miras, me sonríes, te solazas
 con este rubor que me invade al presentirte.
 ¡Y te ríes picarón!, siento reírte...
 ¿eres feliz verdad? ¡estamos juntos!.
 ya no hay barreras, ni tabúes, ni testigos,
 eres solo mi amor, estás conmigo,
 caminas a mi lado, te sientas a mi mesa,
 conduces por la ruta y si te miro... ¡me besas!.
 
 - - - - - - - - - - - - -
 
 
 ¡Te extraño tanto amor!. A cada paso
 presiento tu presencia, tus miradas.
 Percibo tu aliento en mis cabellos,
 me estremece tu mano en mi garganta.
 Te veo frente a mi, te hablo, te acaricio,.
 te guiño mi mirada, me detengo en la playa
 que pudo ser “la nuestra”... ¡y no fue nada!.
 Te imagino amándome con furia,
 con esa desesperación inexplicable,
 que siempre nos ha unido.
 Te siento a cada instante, nuestros cuerpos fundidos,
 vos y yo... ¡para siempre!.
 ¡No soporto tu muerte!. ¡No soporto tu ausencia!,
 me rebelo ante Dios por tu distancia y espero...
 espero como loca tu regreso,
 tu regreso en mi busca, o mi partida.
 Quiero estar junto a vos... ya no me importa cómo,
 quiero estar en tu cuerpo y sentirte en el mío,
 quiero que no haya hoy, ni ayeres, ni mañanas,
 que se detenga el tiempo, ¡quiero el todo y la nada!.
 ¡Quiero tenerte amor, y que me tengas vos!...
 ¡no me importa ya el Cielo, ni el Infierno, ni Dios!
 
 
 - - - - - - - - - - - - - - - - -
 
 
 ¿Es este amor terreno?...Es este amor celeste?.
 ¿Es este amor humano... amor querido?.
 
 Anoche te grité desesperada,
 anoche te grité... ¡que te quería!..
 
 extendiste tus brazos hacia mí
 y vos también me gritaste ¡que volvías!.
 
 Quise abrazarte y estrecharte... y ¡no podía!
 (unos brazos muy fuertes te arrancaban).
 
 El barco se alejaba lentamente...
 de ese muelle de brumas y de nieblas.
 
 El agua pantanosa se iba abriendo
 entre tus brazos y los míos que querían.
 
 El barco se alejaba lentamente... ¡pero yo sabía!
 que ya no debería estar sufriendo...
 
 porque en un grito desgarrante, me juraste...
 ¡que volvías, mi amor!... ¡que ya volvías!.
 
 - - - - - - - - - - - -
 
 
 Mi corazón ya no late como antes
 desde que no escucha palpitar al tuyo.
 Mi cuerpo ya no vibra, ya no siente.
 
 Escucho las campanas a lo lejos
 En un triste “De profundis” sollozante
 y sólo recuerdo tus arrullos.
 
 Percibo tu mirada tan celeste
 deteniéndose en mis labios temblorosos
 y mi alma se desangra por tenerte.
 
 Todo m cuerpo palpita en tu presencia
 intangible es verdad, pero tan cierta,
 que me turbo mi amor, aun sin verte.
 
 
 - - - - - - - - - -
 
 
 El silencio me envuelve, mientras leo tu nombre
 y dos flores muy frescas, coloco sobre tu lápida.
 Dos claveles muy rojos, vos y yo...
 y el silencio de una tumba muy blanca,
 éso es lo que queda... mi amor...
 de un sin fin de esperanzas,
 vos y yo, y los recuerdos...
 vos y yo, y mis mañanas,
 sin estrellas, sin luna, sin arena, sin playa.
 Vos y yo, y este llanto...
 de esperanzas truncadas, de pecados sin serlo,
 o de serlo... ¡aun por nada!.
 
 
 - - - - - - - - - -
 
 
 - ¡Hasta luego mi amor!... ¡Esperame!.
 
 
 
 
 
 
 
 
 NOTA DE LA AUTORA:
 
 Esta historia se concluyó de escribir en la primavera de mil novecientos noventa
 y uno, es real, Andrés falleció hace mas de doce años, todos los nombres y los
 lugares que se mencionan, fueron ligeramente cambiados por razones obvias.
 
 Alguna vez cuando joven, cantaba aquel bolero de Julio Jaramillo “Nuestro
 Juramento” en el que decía, entre otras cosas bonitas:
 
 “Si yo muero primero es tu promesa
 sobre de mi cadáver, dejar caer
 todo el llanto que brote de tu tristeza
 y que todos se enteren, fui tu querer.
 
 Si tu mueres primero, yo te prometo
 que escribiré la historia de nuestro amor
 con toda el alma llena de sentimiento
 la escribiré con sangre,
 con tinta sangre del corazón.”
 
 
 
 Espero haberlo logrado....
 
 
 
 En alguna iglesita simple del Gran Buenos Aires, está la tumba de Andrés, si
 alguna romántica empedernida, como yo, alguna vez se cruza con ella y la
 reconoce, por favor, póngale sobre su blanca lápida, dos claveles rojos... él
 sabrá por qué.
 
 |