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Estaba harto de pernoctar en Uchiza y dormir en ese hotel que hacía las veces de prostíbulo según el costo y la ocasión; esta vez tuvo suerte, encontró un conocido cuya compañía tenía cuartos en el aeropuerto y el suyo tenía dos camas; tuvo que andar detrás de él con su maletín mientras éste preguntaba a sus jefes si había algo para la noche, negativo. El fin de semana estaba muy lejos, aunque nunca faltan motivos para tomar un par de cervezas, pero ambos habían tenido un buen día de vuelos y sólo querían tirarse en cualquier cosa parecido a un colchón y descansar después de sacudirse el polvo de lo que transportaron ese día.

Acostados, conversaron hasta que se acabaron los temas y los lugares comunes, se silenciaron para juguetear con sus recuerdos sin hacerle mucho caso al futuro, era como vivir en guerra, mañana, de repente, no volverían, el trabajo los acostumbró a vivir un día a la vez; enterraron a suficientes soñadores para alejarse de ese vicio común para gente aferrada a la tierra. La vigilia se desvanecía mientras escuchaba el rasante de los zancudos sobre sus orejas buscando un tramo de piel indefensa para clavarse y desangrar a su víctima o el chasquido ceremonial de las salamandras en el techo; se dejó atrapar por el sueño sumergiéndose placenteramente, pero pronto se infiltró un murmullo de sus días en la cárcel... Afuera llueve como si fuera la última vez después de varios días de calor infernal. Los chicos están viendo en la tele uno de esos dibujos animados que parecen ser hechos para que nunca lleguen a ser alguien. La mamá plancha los uniformes de los colegiales como cada domingo enfrascada en sus preocupaciones y en los nuevos miedos que traen los desconocidos y esos odios ajenos. Su empleada, la chamita, salió de descanso y fue a dar la vuelta, como le gustaba decir. Llega la hora de los noticieros, prefería tener a sus hijos distraídos, pero lo que estaba pasando no era como para evadirlo con un pase mágico del control remoto. Acalorada por la planchadera va por un vaso con agua a la cocina. El volumen de la tele la persigue hasta allá con los últimos atentados, los muertos y heridos por las frígidas y sofocantes calles de Lima. Lima está tan lejos, se atreve a pensar. Pero no sólo Lima se desangra, Pucallpa no es la excepción, la tierra colorada está más roja que nunca. El calor se aglutina con sus recuerdos, pensamientos que emergen con los muertos abandonados en la carretera a Yarinacocha como rezagos de la noche. Hasta el agua hervida por el miedo al rebrote del cólera baja por su garganta con sabor a amenaza. Ella vuelve al planchador, lleva a cuestas sus sospechas, sus temores. Junto a las arrugas de la camisa de Leopoldo quiere borrar los anónimos intimidantes contra su marido después de reconocer a unos policías que robaron a un maderero amigo suyo. No le hagas caso a esas cojudeces, qué me pueden hacer, le dijo tratando de calmarla, con el acento selvático que ni cinco años en la Universidad de Lima pudieron domesticar, estaban acostados en ese dormitorio tan costeño, a las vecinas les gustaba fisgonear por la ventana, pues siempre encontraban en él algo de que cotorrear; en la penumbra la voz de Leopoldo rasgaba el silencio del cuarto, pero la sorprendió que le hiciera el amor a toda prisa, en persecución, como si no hubiera otra oportunidad; quiso decirle a Leopoldo que eso no era amor o al menos no el amor al que la tenía acostumbrada. No pudo hacerlo y calló y luchó por distraerse de la quietud rumorosa de la calle que, según su intensidad, encendía o apaciguaba su aprensión, esa maldita calle que ahora la trastornaba hasta las uñas. Cupo me piden, nadie me saca la espina, segurito son esos tombos sanguijuelas, siso policías y no los guerrilleros, cumpas que les dicen, pensaba Leopoldo. Ella sudaba de tanto sentirse atada de manos, sin saber qué pensar, qué hacer, encajonada por los aguijones invisibles, ponzoñosos, escondidos entre los chillidos de los grillos y el abrupto ronquido engolado de los batracios. Esos aguijones, presentía, esperaban a su esposo allá afuera. Después de unas semanas, se instaló la calma de improviso, los anónimos no cruzan más la rendija de la puerta, las pintas en la fachada dejan de aparecer después de tantas borradas. Deja de ser una costumbre para los chicos, un quehacer de la tarde, olvidaron, en algún rincón de la huerta, los vidrios rotos con que raspaban la pintura roja hasta desaparecerla y olvidaron también los requintones cuando la fachada volvía a ser traspasada por brochas incógnitas a la mañana siguiente. Una mañana no hubo más. Hoy tampoco y esas cosas pronto se vuelven unos de nuestros tantos recuerdos. Los chicos ven la tele. La chamita llegó y plancha lo que dejó su patrona. Oscureció hoy rápido, dijo, mala señal, redijo; pero ni los chicos ni la mujer de Leopoldo le dan importancia a lo dicho, estaban engullidos por la tele, por la serie de acción, golpes, tumbadas de puerta, explosiones, odios y venganzas. Leopoldo no tarda en llegar. La mujer manda a la chamita a calentar la comida, pero lo piensa. No, lo haré yo misma, además voy a hacer tacachito. Era como más le gustaba el plátano a Leopoldo. Ella lo aprendió a hacer tomando con mucha seriedad los consejos de la suegra, a estos charapas hay que llenarles el buche y exprimirles bien los huevos, sino se van detrás de cualquier gallinita de chacra, las muy bandidas no te los dejan tranquilos. Asaría los maduros, calentaría la grasita del chicharrón de cerdo. Leopoldo no tarda en llegar. Está chancando los plátanos asados, le agregaba el aceitito cuando escucha una tumbada de puerta, no le pareció salida del televisor; el alarido de la chamita junto con los gritos de Cállate puta shipiba, de unos hombres, le aseguran la realidad. Petrificada sólo siente que alguien la coge de los pelos y la arrastra sordo a sus quejas de dolor para reunirla con los niños. La chamita está tirada en el suelo entre el televisor y los muebles, llora, un tajo de sangre le corre por la cara embarrando la blusita dominguera que le había regalado para el día de San Juan. La madre se abraza a los chicos en cuanto el hombre le suelta los cabellos. Ya dejen de llorar putas de mierda, ¿dónde pongo esto Cap..?.. El encapuchado por poco se traga el montón de papeles que llevaba junto con sus palabras bajo la drástica mirada del que parecía liderar al grupo. Casi metes la pata imbécil, pon eso por allá, este cojudo charlie la va a pagar, qué se ha creído ese charapa, selvático come mono, nosotros somos aquí los que hacemos y deshacemos, no comprende que podemos desaparecer a toda su familia y nadie diría esta boca es mía, trae las armas, el cuerpo ya debe estar por llegar. El de las órdenes se acerca al chico mayor que lo mira sin miedo ni respeto, saca su revolver y le da un pequeño golpe con la cacha en la frente. El corazón de las mujeres se atragantó con el estupor baldeando sus ojos con un vahído. Ahora el jefe habla para todos detrás de su pasamontañas advirtiéndoles. Si se mueven se mueren. (Oh, le salió con rima, celebra otro encapuchado por allí). Vamos a salir, quédense quietitos. Los hombres salen. Rubén no, no te levantes. La voz de la madre se ahoga con el terror. Mamá no ves, son papeles de terrucos, a un compañero del colegio le hicieron lo mismo con su papá, le sembraron eso en su casa y lo encerraron por terrorista. El chico se reincorpora. No te muevas, por favor, Rubén, te pueden hacer algo, le suplican. Tengo que avisarle a papá. Muy tarde, Leopoldo abre la puerta y los encuentra en el suelo viéndolo con esos ojos de no querer verlo. Separa los labios para preguntar cuando, un golpe lo tumba dentro de la casa. ¡Papá! Te cagaste maricón. Las voces ahora están desenmascaradas. Y todo por acusete, Leopoldo desde el suelo trata de comprender, ¿Pero qué pasa? Intenta defenderse. Ya terruco de mierda, no te hagas, mira, propaganda subversiva, armas. Eso no es mío. Otro golpe le hizo tragarse sus palabras. Te jodiste hijo de puta, lo enmarrocaron. Perro de mierda. Cállense por favor, no ven que hay niños, dijo ella desesperada. A mí que me importa, basura, ya cállate. Lo empapelarían. ¡Papá!, ¡Papá! ¡Leopoldo!. Lo hundieron. Por qué tenías que meterte con nosotros, no sabes que siempre hemos sido y seremos los dueños. Ahora estás con la rata adentro hasta que nos de la gana. Y no te agites, no respires mucho, porque hasta el aire es nuestro, je, je. Oscureció hoy muy rápido. Fue lo último que me permití escuchar de ti, Chamita, te fuiste, porque pronto no tuvimos con qué pagarte después que ese tinterillo nos comiera con todo y zapatos. Sí, señora, en cinco días sale su señor esposo, déme 10,000 dólares y su maridito la va a calentar otra vez en la camita. Y pasaron los cinco, los diez, los quince días. Señora, disculpe, pero usted sabe, el fiscal, el juez se han puesto roñositos, usted sabe, su esposo está acusado por terrorismo, vamos a necesitar 25,000 dólares más y en un mes su maridito sale, ah, me olvidaba, el señor juez la vio el otro día y me preguntó si usted quisiera darse un canita al aire con él, usted sabe, por el bien del caso. Pero papá nunca salió, los únicos que salieron fuimos nosotros, de nuestra casa, de nuestro barrio, para venir a caer aquí, a este barrio mísero donde todo es polvo o barro, donde todo sabe a sudor, a llanto, a mierda. Aquí te conocí Quicha, con tu cabello cubierto de polvo rojo cuando el sol arremete contra la tierra y con tus pies descalzos embadurnados por el fango cuando algún bendito chubasco nos maldecía. Oscureció hoy rápido, dijiste chamita, mala señal, fueron las últimas palabras que te recuerdo, pero no fue la última vez que te vi, supongo que esa motito la alquilaste para darte una vueltita por el centro de esta ciudad de.... Nos sacaron de casucha en casucha a todos los jóvenes, pistola en mano, sin ningún grito o llanto de madre. Todo ocurrió tan rápido chamita, en un santiamén el carro te había tumbado y el golpe te hizo volar hasta detrás de carro, el conductor bajó a verte, miró a todos lados con sus ojos alocados hasta que se enfriaron con esa congelada decisión, {Si la dejo lisiada la voy a tener que mantener toda la vida}, tú, chamita, estabas viva, pero un hueso roto te sobresalía por una pierna, el conductor subió al carro que aún tenía el motor en marcha y retrocedió y tu cabecita se reventó bajo el peso de una de sus llantas, no sé si los que presenciaron todo allí gritaron, pero yo me quedé mudo. Rubén, Rubén. El carro se detuvo, luego tomó velocidad, te repasó y huyó dejando huellas de tu sangre y sesos. Rubén, Rubén. Es Quicha quien me llama y con un leve pellizco me alerta. Rubén, si te cogen distraído te pueden dañar. A mi que me importa lo que dicen, me paso por los huevos su guerra popular, lo único que hacen es matar, quemar lo que tanto trabajo costó, acaso no le quemaron el tractor a papá, ese tractor nos costó comer mendrugos varios meses, acaso no lo corrieron a papá de su chacra; lo que me importa es conseguir un trabajo para sacar a mi familia adelante, sacar a mi padre de la cárcel y así mi madre vuelva a ser la de antes y no el estropajo rugoso que es ahora. Rubén, te está mirando ese del pistolón. A mi que me importa eso de proletarios, de trabajadores, de cambiar estructuras, si nadie puede trabajar en medio de tanta violencia, estructuras, ¡estructuras!, ¿Qué es eso? me preguntó Quicha, me encogí de hombros, no era momento para ilustrar su ignorancia y yo ya estaba harto de escuchar eso en el colegio,¿cuántas veces las han cambiado a su antojo? acaso el ladrón ha dejado de robar, el asesino ha dejado de matar, la corrupción, el odio, y el rencor¿ han dejado de tener sus nombres?, ¿qué se puede comparar al amor de mi padre, al sufrimiento de mi madre? ¡Y mis hermanitos, carajo! Talvez le haga caso a Quicha y decidamos irnos a trabajar con los narcos. ¿Por qué forman esa fila, Quicha? No lo sé. Estira la mano compañero. ¿Para qué? Desde ahora la causa se adueñara de ti hasta la muerte ¿Por qué? Extiende la mano o te reviento la cabeza a balazos. Quicha, tú la extendiste por mí y te tatuaron una hoz y un martillo, tú me obligaste a hacerlo, no por mala fe, sino porqué no querías verme muerto. En los últimos días muchos muchachos se habían suicidado, eran la flor de esta generación que creció sin esperanzas, sin un escape a esta pobreza, a toda esta frustración dejada en herencia por los que nos precedieron, los que nunca pensaron en el futuro ni en las consecuencias de sus actos. Y ahora sólo miran impávidos esos cuerpos, esas almas que penan al borde de las carreteras, de los campos de cultivo, en las cárceles, entre los papeles mudos de una estadística inconclusa, sin una lágrima, sin ningún remordimiento. ¡Alto! No fui a la cárcel a despedirme de mi padre, a mamá no le dije nada, ellos no me hubieran dejado hacerlo, prometí a mis hermanitos que volvería con plata y todo sería como antes. Quicha y yo nos trepamos a un camión, iríamos a buscar a un primo de Quicha, él nos daría trabajo, era un duro, quizás empezaríamos pizcando en los cocales (dicen que de tanto sacar las hojas del tallo te sangran las manos, pero Quicha dice que a todo se acostumbra uno), quizás a ayudar a batir el ácido, no sé, pero nos pagarán bastante; ambos nos cubrimos las manos tatuadas con un trapo, si algún soldado nos las ve, tira a matar. El viento nos daba la cara, yo me sentía ligero como él, las nubes se abotonaban en el cielo y dejaban ver apenas el fondo azul en las que se suspendían pero no sé si fue mi imaginación o te escuché chamita, porque oscureció rápido y al frente, un montón de luces pararon al camión, no supimos qué hacer, eran militares; si nos agarran y descubren nuestros tatuajes. Quicha, vámonos. No, Rubén, tranquilo. Quicha, vámonos, si ven estas marcas nos matan. Quicha dudó. Ya, pues, pero cuidado. Bajamos del camión sin ser vistos. UUy, los árboles están lejos de la carretera, teníamos que correr y rápido, 1, 2,3 y salimos hechos unas flechas, traspasando al temor, alguien se dio cuenta, el ruido, ¡Alto!, ¿quién vive?, las luces nos alumbraron. ¡Alto!………….. Mi sombra corría delante de mí, no me importó escuchar los disparos, unas agujas hirviendo se prendieron de mi espalda y supe, cuando caí contra el suelo, que eran las balas las que se adueñaron de mi vida y al fin comprendí que las máscaras de los hombres son dueñas de este mundo de apariencias, que tienen palabras que meterte a la boca y freírte el cerebro a pesar de ti, que pueden marcar tu destino sin importar tu propia decisión y, ahora lo sé, el hombre ha muerto y queda sólo ese montículo de homúnculos que ven en los otros a sus enemigos, capaces de quitarle la vida a este mundo, sus sueños, amores y esperanzas que están como dormidos o en vías de extinción. Ahora que revivo en el limbo de la mente de otra persona (sólo queda reírse de esta paz titiritera), al menos me adueñé por unos instantes de su imaginación. Quicha, Quicha, ¿Dónde estás? Aquí Rubencito, descansando, después de tanta cojudez, es bueno estar aquí.

No supieron cuánto tiempo pasó cuando se prendió la luz eléctrica, metieron alboroto y a la brisa cortante de la madrugada cogiendo al sueño y arrugándolo como un pedazo de papel. Chetu, han confirmado un vuelo, hace una hora que debiste de salir entre risas y gritos llamaron al otro piloto por su apelativo, ni siquiera preguntaron si quería salir, era una orden. ¿Qué hora es?, preguntó molesto con su mote de charapa domesticado enredado en la lengua. La una de la mañana, respondió uno de ellos burlón. No han podido escoger peor momento, irritado doblemente por la interrupción tan brutal. Ya, ya, no te hagas el melindroso, por algo se te paga, así que alístate, ya están recargando el avión, la finca está sombrío operable, tú sabes como es esto, la mercancía tiene que llegar como sea. El narco hablaba como si tuviera como esclavo a su colega. Te esperamos afuera. Los hombres salieron cuando Chetu se levantó. Putamadre, es una vaina cuando los dueños de compañía son narcos, para ellos no existe seguridad, ni planificación, creen que uno es un mago y no un piloto común y silvestre, tengo la leve sospecha de que no voy a aguantar mucho esta rutina ni a esta compañía. Pipité guardaba silencio mientras el otro se vestía, se sentía indignado, en sus vuelos él era quien decidía, esto le resultaba ridículo. Ya sé lo que estás pensando, pero qué podía hacer, conseguir trabajo es difícil y más si te has caído alguna vez, después de mi accidente estuve seis meses sin chamba, pateando latas, prácticamente me encontraron al borde del meretricio, me ofrecían casi el doble del promedio, en ese momento pude haber vendido mi alma al diablo. Pipité sólo atinó a decir. No tienes porque darme explicaciones. En este valle nada es ficción y nada es realidad, aquí todo se confunde; a veces cree, si sobrevive, que necesitará mucho tiempo para acostumbrarse a vivir en la normalidad. Suerte, le deseó cuando Chetu salía, éste lo miró con incertidumbre. Gracias, se volteó, apagó la luz cerrando la puerta de un porrazo queriendo desahogar su impotencia.

Texto agregado el 05-08-2005, y leído por 169 visitantes. (1 voto)


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05-08-2005 "No tienes porque darme explicaciones." Manshula
 
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