| Te conocícuando tenías seis años.
 Rodillas ásperas, siempre negras,
 mocos salando
 tus pálidos labios.
 Nunca quisiste jugar conmigo.
 Mis muñecas no eran
 bien vistas
 en tus manos rudas.
 Y si lloraste
 no fue en mi hombro.
 Ese verano cambió
 el curso de mi vida.
 Recientemente había llegado
 a ese barrio pobre,
 con pobres personas,
 pendiendo siempre
 de un roñoso barbante.
 Así te conocí.
 Esa sensación tantas veces
 pintada o escrita
 se apoderó de mi pequeño ser.
 Mientras acariciaba mi perro,
 maltratabas al gato.
 Y si jugaba a soñar,
 te convertías en pesadilla.
 Mi madre nunca te conoció,
 al parecer,
 los adultos no te podían ver.
 Todo tenía que hacerlo,
 te vestía y alimentaba,
 pero si mis palabras de amor
 llegaban a componerte una canción,
 huías, desesperado,
 de mi habitación.
 Mi padre pensaba
 que la locura se había apoderado
 de su hija.
 No entendía
 mis conversas prohibidas,
 ni mis llantos gratuitos.
 En ese día trágico,
 enfurecido,
 me preguntó donde estaba
 mi amor, mi perdición.
 Acto seguido
 con su machete para leña,
 destrozó mi cama
 donde dormía plácidamente
 mi locura.
 Traté de evitarlo,
 pero se hizo tarde.
 Todos los llantos se
 apoderaron de mi garganta.
 Todas las tristezas se instalaron
 en mi alma.
 Mi fiel compañero
 ya no estaba,
 por más que lo llamaba,
 solo acudía la soledad.
 Me fracturé en mil pedazos,
 nadie se preocupó de recojerlos.
 Si me preguntan por
 mi primer amor,
 digo que lo amé y fue asesinado.
 Si me preguntan por el único amor,
 digo que lo amé y fue asesinado.
 Si me preguntan como estoy,
 digo que lo amé y fue asesinado.
 
 |