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FRESIA, LA INDIA BONITA.




POR: calara



Fresia Antiqueo era una de las tantas jóvenes pehuenches que emigran día a día desde su querida “mapu” para aventurarse, por afán de subsistencia, en el laberinto atrapador de la gran ciudad. En sus ojos almendrados, negros y brillantes como su cabellera, no cabían tantas nuevas visiones cuando, soporosa aún por el viaje de trasnoche, corrió la cortina del bus a cuyo bordo arribaba a Santiago aquella soleada mañana de Octubre de 1979.

Era la primera vez que salía de su universo de bellos montes, de empinados follajes, de extensas praderas, de diáfanas aguas. No poseía referencia alguna acerca de lugares ni de personas de este tremendo “bosque” de edificios. Todo su haber consistía en el sencillo atuendo provinciano que lucía con singular gracia, un pequeño lío de pilchas envuelto en papel de periódico que portaba en una "pilgua" de tejido artesanal mapuche; una hogaza casera, su osadía, su inquebrantable salud, sus vírgenes dieciocho años y la conocida laboriosidad, tan propia de las hembras de su noble nación.

Ella nunca había imaginado la inmensidad de la vorágine capitalina. Tanta gente yendo y viniendo, tantos vehículos, tanto de todo. Ante ese panorama amenazante sintió tal inseguridad que pensó en retornar de inmediato a su amada tierra. Pero recordó la paupérrima condición de vida en la que había dejado a su hermanastro y a su madre; rememoró también sus palabras en el beso del adiós:

“Querida hija: este no es un lugar para ti. Eres una noble, bella e inteligente persona que merece lo bueno de la vida. Anda a la capital y busca allí tu destino. Te encarezco, sin embargo, cuidar de tu dignidad. El tesoro de tu castidad debes conservarlo para quien llegue a ser tu esposo. Tan sólo para él debes guardarlo, mi niña.”


Esta evocación le dio fuerzas para resistir a la desconfianza que le inspiró ese torrente humano; para desafiarlo y caminar esperanzada, incansablemente en busca de quizás qué ocupación.

Después de hora y media a la deriva, agotadísima y sin tener siquiera conciencia de dónde se hallaba, vio un aviso adosado a la mampara de un restaurante de corte popular que le hizo detener su arduo caminar:

“NECESITO SEÑORITA
PARA ATENDER LAS MESAS.”

Su corazón no cabía de gozo en su prominente pecho cuando, sin pensarlo, traspuso la puerta de vaivén del antiguo local.

Un solterón de unos cuarenta años, gordo y grande, de cejas abundantes e igual bigotazo vino a ella por entre las mesas cuyos manteles de hule lucían manchados por restos de trago y de comida. Sus ojos verdosos, de aguda mirada, la observaron de la cabeza a los pies mientras secaba sus sebosas manos en un delantal hecho de saco harinero que, colgando de su cuello, se levantaba al pasar por su abultada panza.

Ella dijo presurosa:

-Leí el aviso del vidrio y quiero...
-Erey justito los que estaba esperando, niña.- la interrumpió el hombre con tono insinuante y libidinosa actitud acariciando simultáneamente, con la vista, cada una de las virtudes estéticas de la bella sureña.

-Aquí vay a tener asegura’o el “mastique”, la casa y un sueldo no muy grande. Pero con las propinas, que de seguro te van a llover, vay a hacerte... más rica todavía... – le dijo en tono susurrante.

-Así es que guarda tus cosas allá en esa pieza del fondo del pasillo y ponte ropa de trabajo y un delantal pa’ que comencís por limpiar las mesas. Mira que ya es mediodía y ligerito va a empezar a llegar la gallá’ pa’lmorzar.

A pesar del trato vulgar la muchacha percibió un aire paternal en el hombre; sentimiento que le instó a seguir sus instrucciones como si le hubiese conocido desde antes.

Al poco rato, el dueño llamó desde la cocina a Fresia que en ese momento había comenzado ya a asear las mesas tal como se le había mandado y le presentó a la cocinera:

-Esta es la señora María la encargá’ de la cocina.- dijo indicando a una obesa de unos sesenta años que, con su cabello sujeto en un pañuelo blanco, como su delantal, revolvía afanosamente con un cucharón de madera el contenido de una gran olla de aluminio de la que emanaban los vapores de un exquisito guiso criollo.

-¡Buenas tardes señora!- saludó Fresia

La cocinera concentrada en su quehacer le respondió sólo con una leve sonrisa. Pero tan pronto como pudo propició la ocasión para acercarse a Fresia con el fin de formalizar una bienvenida:

- Güeno... mucho gusto de conocerla pueh, señorita: ¿De qué parte viene usté?

-De Lonquimáy, cerca del río Bío-Bío y de la cordillera.

La señora miró a su entorno cautelando que estuviera el jefe a prudente distancia y, a media voz, le advirtió a Fresia lo que sigue:

-Tengo que decirle algo, pero... pa’ calla’o, niña: ‘On Ruperto es muy “güen” patrón, pero es re lacho. To’as las que llegan a trabajar aquí terminan siendo mujeres d’él. La que no le aguanta que’a sin “pega” ligerito. Siempre pasa lo mismo porque a este gallo le enloquecen las “cauras”. Así que váyase cuidando d’él, pueh, m’hijita.

-Gracias por su consejo señora María. Estaré bien atenta.

Efectivamente el hombre en cuestión era irrefrenablemente ardiente. Sin embargo, después que lograba los favores amorosos de su eventual hembra, la despreciaba y terminaba exonerándola para darle cabida a otra siguiente; la que ahora vendría a ser Fresia.

Durante la primera semana sólo la acechó con miradas lascivas y gestos insinuantes. Era la conducta de ese hombracho como la de la bestia que estudia los movimientos de su futura presa antes de saltar sobre ella para devorarla.

Llegó el octavo día de trabajo de Fresia. Durante ese lapso la moza había demostrado su gran capacidad de trabajo, una natural habilidad y un agradable carácter para desempeñarse tanto a gusto pleno de su empleador como de la popular clientela. Pero eso no bastaba para su lujurioso patrón quien aquella misma noche la abordó muy decidido:

-Oye niña: no cerrís la puerta de tu cuarto con llave porque un rato más te iré a visitar.

La pehuenche muy altiva, agitada y asorochada por la desfachatez de su interlocutor le habló con firmeza:

-¡Señor, mi madre confió en mi para que viniera a Santiago a ganarme la vida dignamente! Así es que si usted ha imaginado que va a conseguir de mí algún servicio ajeno a la labor de empleada: ¡me voy ahora mismo!

Ante tal firme reacción don Ruperto bajó la cabeza y desistió, muy contrariado, de su desatinada intención. No obstante, descontrolado por su carnal ímpetu, desde ese día el hombre comenzó a tener noches insomnes de eróticos trances. Mientras se revolcaba febril en su lecho sus genitales reprimidos le provocaban una sola idea que presionaba su mente obsesionada: navegar en ese mar de placeres que le sugerían: la boca húmeda, los pechos turgentes y todas los demás encantos con que natura había adornado a la bella.

La sureña, por su parte, tampoco lograba profundizar el sueño al recordar la advertencia de la cocinera y el franco acoso de su patrón al verla agacharse o moverse exhibiendo, inevitablemente, las gracias de su exquisita complexión.

Ruperto no pudo seguir soportando por más tiempo su forzada abstinencia; y una de esas noches, haciendo uso de una copia de la llave, irrumpió frenéticamente en el cuarto de Fresia. La célibe, que despertó sobresaltada por la inesperada presencia de su insistente patrón que la observaba de pie y enajenado junto a su cama, saltó como impulsada por un resorte y, puesta en pie, lo enfrentó enérgicamente:

-¡Salga inmediatamente de esta pieza o me obligará a faltarle el respeto!

-El respeto te lo voy a faltar yo primero...- susurró el hombre al tiempo que se abalanzaba sobre la virgen. Fresia blandió ágilmente un garrote que por precaución tenía a la vera del catre y lo descargó violenta y certeramente en la cabeza del atrevido. El frustrado violador cayó arrodillado apoyando instintivamente sus manos en el suelo para afirmarse. Mareado, sangrante, dolorido y estuporoso, salió gateando de la habitación mientras escuchaba a la doncella vociferarle furiosa, amenazándolo aún con el ristrel arbolado:

-¡Sepa que no vine aquí a prostituirme; y cuando quiera un hombre, seré yo quien le elija! ¡NO VUELVA A TRATAR DE TOCARME, SUCIO CANALLA!

Fresia preparó su pequeño equipaje y esperó impaciente el amanecer para entonces emprender rumbo a quizás qué nuevo destino. Con la llegada de la aurora la muchacha se disponía a abandonar la que había sido su vivienda y lugar de trabajo por veintiún días. Entonces apareció ante ella la gran figura de Ruperto; quien luciendo un apósito en su mollera, le rogó con actitud de humildad y arrepentimiento:

-Niña, por favor, no te vayay. Perdóname. Creí que eray de esas que por conservar la “pega” aguantan to’o. Pero veo que vo’ erey de “otro pelo”. Quédate. Te prometo que no volveré a “tirarme al dulce” contigo. ¡Te lo prometo como hombre que soy! Tengo que reconocer que vo’ erey una “güena” chiquilla; trabajadora y honrá’. Soy yo el que va a tener que cambiar su manera de ser.

Nuevamente las palabras de aquel hombre le inspiraron confianza. Su intuición le decía que él era una buena persona. Por lo cual deponiendo su propósito se reinstaló en el que había sido su cuarto, convencida de haberle dado al descontrolado casanova una muy buena lección. Y así fue definitivamente: desde aquel día, don Ruperto se condujo protector, respetuoso y comprensivo con la muchacha.

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El negocio marchaba idealmente bien. Fresia había resultado un excelente gancho. Los trabajadores del comercio aledaño asistían allí gustosos a comer, a beber y a disfrutar del chispeante encanto personal de la “India Bonita”; apodo con el que solían referirse a Fresia. De las decenas de varones que frecuentaban diariamente el restaurante muchos abrigaban la nada secreta esperanza de conquistarla. Por lo que era ejercicio constante de la hermosa mujercita reaccionar digna, discreta y graciosamente ante regalos, requiebros e invitaciones que los clientes más persistentes le hacían. Basada en un esmerado servicio, cordialidad y mutuo respeto, ella sabía promover una regular asistencia de la clientela y, al mismo tiempo, conducirse decentemente. Mantenía así una buena relación exclusivamente comercial con todos.

Pero Fresia era una persona especial: dotada de una naturaleza inclinada a los sentimientos puros, sublimes, casi exentos de carnalidad y soñaba con encontrarse algún día con un varón de similar sustancia. Su espíritu le decía que tan sólo le bastaría verle para reconocerlo. Y el destino no tardaría en ponerlo ante ella:

Una tarde de caluroso verano el restaurante bullía repleto de parroquianos que se alegraban consumiendo sus bebestibles y manjares. Entró, entonces, un varón que vestía sobre sus ropas de calle una cotona con el logotipo de un local del servicio automotor que él administraba en una esquina próxima. Se sentó a la única mesa que restaba desocupada en un rincón del local y esperó pacientemente a que la dependienta pasara cerca suyo. A los cinco minutos sucedió lo que aguardaba:

-¡Pssst, señorita!- le llamó con discreción.

El joven de treinta años, espigado, de regia estampa europea: piel rubicunda, claros cabellos rubios, ojos de diáfano color celeste, rostro anguloso y sereno semblante, cautivó a Fresia. La mujer mantuvo fijos por largos segundos sus vívidos ojos oscuros en los del embelesado Ignacio Müller. Un común rubor les invadió. La bella sintió una sensación desconocida, mágica, muy agradable e inquietante. El temblor de sus rodillas y de sus manos le entorpecieron a tal punto que perdió su acostumbrado autodominio. Se esforzó para evitar la magnética mirada; pero cupido ya había lanzado la flecha y dado en medio de su ser. Sus manos la traicionaron dejando caer un plato, un tenedor, una cuchara y un cuchillo de la bandeja que portaba. El público, curioso, buscó ver la razón de tan estridente ruido. Sobreponiéndose al chasco, rápida, Fresia se agachó a coger lo que se le había caído. Pero, por ese eventual nerviosismo, se descuidó y no advirtió que la parte posterior de su hermosa figura, magnificada en esa tentadora posición, quedó expuesta generosamente a la mano impulsiva de un rufián que, temerario, levantó su falda y palpó lo que ni siquiera un médico había tocado. Impulsada por una ciega ira la ofendida se irguió y volteó ágilmente descubriendo al autor de la ignominia. El grosero, celebrando su “hazaña”, con una sonrisa que la cicatriz de un tajo le prolongaba hasta una oreja, le miraba burlón, procaz y exasperante. El cuchillo de mesa de aserrado filo brilló su sentencia en la mano de Fresia: en una fracción de segundo, impetuoso como un chispazo, degolló al ofensor. Éste, con los ojos desorbitados por el dolor y la sorpresa, protegió instintivamente con sus manos la gran herida; luego, babeando y respirando entrecortado, se fue desplomando retorcido de espaldas sobre el embaldosado comenzando a fallecer casi sin comprender el fatal error que había cometido. El rojo reloj de sangre, al ritmo de los latidos, había iniciado su irreversible cuenta a grandes borbotones. Profusos chorros escapaban de la carótida del malhechor que daba agónicos alaridos al presentir su inevitable final. Mientras tanto Fresia aterrorizada, trémula y arrepentida, presa de una profunda angustia, lloraba desconsoladamente, sosteniendo aún la enrojecida arma blanca, parada frente al que moría. Don Ruperto, atraído por el alboroto dejó su puesto de cajero y acudió al lugar de los hechos. Cuando vio al que yacía lesionado y a la victimaria en sus respectivos estados, ya descritos, lo comprendió todo. Pero tranquilizó a la muchacha diciéndole:

-‘Tate tranquila, niña. Todo se va a arreglar. Cuenta conmigo. Este “gallo” es “pájaro de cuentas”.

Los parroquianos, ávidos de mirar, se acercaron a los protagonistas. Quedaron perplejos; aturdidos por la desgarradora escena. Sus rostros expresaban la incredulidad aquella en la cual la mente se resiste a admitir lo que le transmiten los sentidos. Sabían que, por el gran tamaño de la lesión gutural, la hemorragia total era rápida y cualquier intento por salvar la vida del caído ya era tardío. Parecían resignados a la fatal consumación.

Ignacio Müller, por su parte, se allegó a Fresia con el fin de calmarla y le ofreció solícito su apoyo para acompañarla y servirle de testigo judicial. Otros clientes que presenciaron el espectáculo que, además, conocían la mala fama del inminente difunto, también se manifestaron a favor de la mujercita. Dadas las circunstancias en que habían sucedido las cosas decían comprender la impulsiva reacción que había llevado, involuntariamente, a la sureña a convertirse en homicida.

-¡MATARON AL “RUDO” ¡

La noticia se propagó rápida, como la muerte del malandrín, por el barrio.

-¡Lo increíble es que se lo “echó” una mujer!– Comentaban extrañados quienes conocían y temían al delincuente.

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Así fue que, como jamás se lo habría imaginado, por defender su dignidad, la hermosa Fresia se halló encerrada en un reclusorio por siete meses.

Durante ese lapso Ignacio se hizo presente en cada ocasión de visita. A partir de la recíproca y natural atracción que los unió aquel día en que se vieron por primera vez, cada beso, cada palabra, cada largo silencio, cada intercambio de miradas a través de la reja carcelaria, fueron generando un profundo amor en lo más hondo de los sentimientos de ambos. Creían que un hado los había juntado en esas trágicas circunstancias con el fin de amarse por siempre.

En cuanto a Don Ruperto, también demostró su lealtad y su afecto a la moza visitándola y asistiéndola en todo lo necesario.

Cuando se cumplía la fecha establecida por la justicia para otorgarle la libertad:

-¡ANTIQUEO... FRESIA... CON TODOS SUS ENSERES! - resonó el grito de la celadora por el largo pasillo bordeado de celdas entre las cuales estaba la de la pehuenche.

Al ver a don Ruperto y a Ignacio sentados en la salita de espera la liberada corrió hacia ellos y, no pudiendo contener la emoción que le producía su liberación, lloró hasta que las palabras de Ruperto le dieron consuelo a su corazón:

-Yo sabía que te iba a salir barato el fina’o, niña- dijo contento el hombrón y agregó:

-El roto era “pato malo” tenía “tres espinacas” y andaba en “arranque ‘e papas”.

Efectivamente, el difunto ya había expiado un homicidio y andaba prófugo de la justicia que le buscaba por otros dos que recientemente había cometido en un asalto a mano armada. La muchacha, sin saberlo, había puesto fin a la carrera delictiva de un peligroso bandido. Adicionalmente, Usía Ilustrísima había considerado a favor de ella tres circunstancias que atenuaban su responsabilidad penal: “irreprochable conducta anterior” aquello del “impulso irresistible” que se argumenta en estos casos en que no existe premeditación homicida al cometer la agresión;además, el señor juez estimó “carencia de ensañamiento”.

Al salir de la prisión Ignacio y Fresia agradecieron muy conceptuosamente el generoso patrocinio del leal empleador quien había solventado los gastos de estadía y el servicio del abogado aduciendo que lo ocurrido había sido en el local de su propiedad y en pleno desempeño laboral de la sureña. Por lo que correspondía desde todo punto de vista que así le socorriera. Pero don Ruperto les ocultó que todo lo había hecho por el gran amor que sentía por Fresia.

Luego de caminar el trío un rato en silencio, ella puso en conocimiento de don Ruperto su relación nupcial con Ignacio y sus planes de viajar inmediatamente a presentarle a su madre y a su hermanastro con los cuales no se comunicaba desde que se había venido a Santiago.

El leal hombre no pudo disimular el dolor que le produjo la noticia; se había arraigado en su rústico y noble corazón un sentimiento precioso y puro; ajeno a su naturaleza carnal, hacia la India Bonita; y la decisión que acababa de oír le dolió hasta el punto que sus ojos vidriaron al decir conmocionado:

-Güeno pueh niña: ¿Qué pue'o hacer? Su vida es... suya.

Acto seguido silbó a un taxi, apuró el tranco y escapó de ahí para dar libre expresión a su congoja.

Ignacio, que nada notó, abrazó a Fresia y la besó tiernamente. Después deslizó en el anular derecho de su novia una fina sortija de compromiso que ella agradeció con un dulce y prolongado beso.
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Lonquimáy recibió a la pareja con un bello día; pero con una triste noticia:

-La mamá murió el mes pasado.- dijo Pedro, su hermanastro, a Fresia al saludarle con un emocionado abrazo.

La ahora huérfana se cobijó instintivamente en el pecho de su novio y lloró su inmensa pena hasta que ya no tuvo lágrimas.

Fresia no había conocido al que la engendró. Su padre había muerto cuando era una bebé y Pedro era hijo de un varón que convivió con su madre un poco de tiempo y después les abandonó para ir borracho por la vida; situación que forzó a Pedro a trabajar y hacerse cargo de la casa a muy temprana edad.

Llegada la calma a los ánimos y después de las presentaciones de rigor la India Bonita refirió a su pariente sus planes inmediatos: iría con su novio a Puerto Varas a conocer y ser presentada a la familia de éste. Por lo que se acostaron temprano a descansar del reciente viaje para continuar con el otro al día siguiente.

Los futuros consortes pernoctaron en cuartos separados. Su virginidad era el único tesoro que ella podía ofrecerle; así lo habían acordado; así le había dicho su madre a Fresia y así sería. Se habían jurado respeto y lealtad y, en honor de su grande y puro amor, esperarían ese momento tan anhelado en que, en la intimidad de la alcoba marital, se entregarían en cuerpo y alma a la voracidad ritual, sublime e incomparable del fuego que los fundiría convirtiéndoles en una sola y feliz entidad.

Al despedirse, Pedro le hizo entrega a Fresia de un paquete celosamente sellado que, en palabras de la agonizante mamá Rayén, contenía “la verdad”:

-¿La verdad? – inquirió Fresia a su hermanastro; sin entender de qué se trataba.

-Así dijo la mamá cuando me lo entregó poco antes de fallecer.- respondió Pedro encogiéndose de hombros.

-Bueno, ya veré lo que hay en él. Adiós hermano. Que estés bien.

Luego del respectivo rito de despedida la pareja emprendió el viaje a casa de la familia de Ignacio.

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Contrariando a la lluvia que arreciaba fría, la tibia casa austral de la ciudad de Puerto Varas humeaba por la chimenea su cálida ofrenda al cielo. Bajo el pequeño cobertizo de la entrada Fresia aferraba temblando, ya de frío, ya de nerviosismo, el brazo izquierdo de Ignacio Müller que, impaciente, golpeaba con su puño derecho la puerta de vetusto alerce. Transcurridos unos pocos segundos, ésta se abrió para mostrar a un anciano a quien sólo unas gafas, su ceniza cabellera y los surcos de su rostro le diferenciaban del recién llegado. Padre e hijo se estrecharon en un fuerte abrazo. Luego, el viejo colono alemán miró con tal examinadora atención a la pehuenche que el hijo, incómodo, apuró con un brusco ademán el ingreso al hogar.

La oquedad de la gran casa, con su grata temperatura e inundada por una exquisita mezcla de olores: de humo y de leña; de humedad; de tortilla, fritura y otros aromas culinarios propios de esos lugares, ofreció un acogedor ambiente a los que acababan de entrar.

En un mullido y largo sofá se sentó la pareja. Frente a ellos, en un sillón, depositó su corpulencia el padre mientras vociferaba instrucciones en lengua germana dirigidas a alguien que estaba en la habitación adyacente.

-Le está diciendo a mi tía, Frida, que prepare comida para nosotros.- Tradujo el joven adivinando la curiosidad de su novia, quien aún le mantenía eslabonado un brazo en insegura actitud.

Durante el almuerzo los novios pusieron al tanto de sus planes nupciales a los ancianos alemanes. En acuerdo tácito no se mencionó la reciente experiencia penitenciaria de Fresia.

El viejo germano guardando un inquietante silencio y casi sin atender a lo que se decía sólo observaba insistentemente la cara de la “India Bonita” como si estuviera explorándola centímetro a centímetro. Había algo en ese bello rostro mapuche que le llevaba a vislumbrar, entre la bruma de su gastada memoria, un importante episodio. De súbito, una violenta duda golpeó su mente; su faz normalmente rubicunda se tornó pálida:

-¿Se siente bien papá? .- Preguntó Ignacio preocupado por el brusco cambio de semblante sufrido por su progenitor.

El anciano, sin responder a su hijo, preguntó a Fresia sorpresivamente:

-¿De dónde es usted, señorita?

-De Lonquimáy, señor.

El europeo, ahora sudoroso, hizo una pausa mientras conjeturaba rebuscando en sus remembranzas.

-¿Cómo... se llama... su madre?- balbuceó luego Müller, como temiendo oír la respuesta que le daría la muchacha.

Fresia, muy intranquila por el exhaustivo cuestionario, le contestó titubeando:

-Rayén... Se llamaba Rayén Antiqueo.

El viejo contuvo su tremenda emoción para insistir en preguntar con obsesión a Fresia:

-¿Qué edad tiene usted? –

-Diecinueve años, señor.

El europeo se cubrió la cara con sus manos. No necesitaba saber más para confirmar lo que desde la llegada de la pareja había presentido.

Ingentes lagrimones comenzaron a hacer cauce por entre sus dedos; potentes sollozos dificultaban la fluidez de su respiración.

-¡Qué sucede papá! ¡Dígamelo por favor!- Exclamó descontrolado Ignacio, perdiendo su natural serenidad.

El colono se puso de pie y fue tambaleante y aturdido hasta Fresia, quien, aunque no entendía nada de lo que estaba sucediendo se incorporó conmovida y le acogió abrazándole con una ternura instintiva. El viejo europeo, ya mirando a través de una cascada de lágrimas a los ojos de la pehuenche, le confesó temblando de emoción:

-Tú... eres... hija mía.

Después de una pausa que a Fresia y a Ignacio les parecía un siglo, un poco más repuesto de su conmoción, mientras secaba su nariz, su boca y sus ojos con un pañuelo, Johann Müller refiría lo siguiente:

-Eres idéntica a tu madre cuando la conocí en Temuco. Rayén trabajaba allí en aquel tiempo en un restaurante de paso aledaño al terminal de buses. Nos vimos, nos gustamos y nos amamos. Del fruto de esa unión, ahora me entero, naciste tú.

Fresia, desconcertada, no quería comprender lo que escuchaba: Ignacio, su hombre amado: ¡era su hermano paterno! Su vida daba ahora un vuelco inimaginable.

Frida como de costumbre, siguiendo las indicaciones de su hermano en lengua alemana, le trajo un cofre de plata. El viejo accionó la llave, lo abrió y extrajo de él un pequeño álbum de fotografías que fue mostrando a los jóvenes. Fresia reconoció inmediatamente en todas ellas a su madre que posaba cariñosamente abrazada con Johann Müller. Se imaginaba que era ella misma con Ignacio: ¡Se parecían tanto!

Fresia se preguntaba: “¿Qué había de cierto, entonces, en aquella historia de su padre muerto que le contaba desde siempre su mamá?”

De pronto lo recordó: ¡El paquete! ¡Sí! Allí estaría la verdad. Lo había dicho su madre al morir. Lo buscó con ansias en su bolso y desenvolvió su contenido: era una casete de audio. Una corazonada le advirtió el tenor de su tema y lo entregó a Johann:

-Es de mi madre.- dijo sollozando.

El señor Müller entregó la cinta magnética a Frida y ésta la insertó en una radio-casetera. Su mensaje sonoro comenzó a reproducirse y la voz de la difunta Rayén hablando en lengua mapudungún resonó en el solemne silencio que todos hicieron para escucharla. Fresia debió interpretarla para la comprensión de sus nuevos parientes:

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"Amada hija, ahora que el sol de mi vida llega a su ocaso y la tierra me llama a su regazo, he dejado mi postrer aliento para revelar en esta grabación la verdad absoluta de tu vida, de la mía y la de tu padre del cual, con gran dolor e implorando tu perdón, te hablaré:

Se llama o, quizá, se llamaba (pues no sé si vive) Johann Müller; alemán de nacimiento, domiciliado en Puerto Varas cuando lo conocí atendiendo yo en un restaurante en Temuco, hace ya tu edad y nueve meses. Me bastó ver su exótica belleza y oír sus promesas de amor eterno para que mi candidez de campesina enamorada le franqueara las puertas de mi corazón y de mis entrañas. Así fue como cambié el tesoro de mi castidad por otro más sublime: ¡por ti, mi maravillosa hija!

Pero tu padre no era el ave libre que juró quedarse en nuestro nido por siempre; sino, cual golondrina emigrante, siendo todavía tú una bendita promesa dentro de mí, retornó a donde pertenecía: a su familia.

Transcurrieron dos años y reapareció en mi vida para ofrecerme residuos de aquel falso amor. Me dijo también que quería conocerte. Mas yo, despechada, pagué su mal proceder con otro: le dije que te habías negado a nacer sin padre y que yo también había muerto para él.

La herida que me dejó en el alma el hombre a quien siempre he amado, comenzó a cicatrizar cuando brotaste de mí como un manantial de vida. Cual hierba medicinal me fuiste sanando con cada gesto de tu semblante angelical en la inconsciencia de tus primeros días. Más tarde lo hiciste también cuando feliz te veía correr hermosa y radiante camino a ser la bella y excelente mujer que eres.

Consuelo mío: tú has heredado aquel tesoro del cual siempre te he dicho que lo guardes hasta que aparezca un noble varón a quien confiarlo. Espéralo todo el tiempo que sea necesario. Algún día llegará el amor que mereces.

Te bendice: mamá Rayén.



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Las palabras que rezaron, Rayén desde la casete y Fresia al traducirlas, hirieron cual latigazos el alma del viejo Johann quien, deshecho, exclamó:

-Nunca... ¡Nunca... podrán perdonarme! Oh... mein Gott!

Ignacio, sentado, con los codos clavados en los muslos sostenía entre las manos su cabeza que ya no aguantaba más tanta presión.

La tía Frida, inexpresiva, miraba hacia ninguna parte como queriendo estar ausente.

Fresia, sin poder articular palabra, agobiada por tanta adversidad, observó por última vez a cada uno de los presentes y abandonó el lugar.

¿Qué haría? ¿A dónde iría? Le daba lo mismo.

“Mi vida (pensaba) está sujeta a la tiranía del destino que desprecia mis anhelos y ha estado ejerciendo con crueldad su dictadura. ¿Hasta cuándo...hasta cuándo...? ¡Ya no puedo más!”

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Deambuló largas horas por uno de los arcenes de la solitaria carretera, cabizbaja, desorientada, enajenada; insensible a la fría lluvia que se confundía en su rostro con las profusas lágrimas de su gran pena. Ya no le importaba nada. Su vida ahora carecía de sentido. Anduvo sin rumbo hasta que el rugir de las turbulentas aguas de un río la detuvo. Se acercó maquinalmente a su orilla. El torrente con su ruidoso embrujo le sugería saltar y liberarse por fin de su hado. Elevó los ojos al negro cielo y luego los cerró para emprender el vuelo hacia la eternidad...

-¡Señorita! ¡SEÑORITA!

Una aguda vocecilla le sacó de su trance suicida gritándole:

-¡Aléjese de ahí! ¡Puede caerse al río!

De la brumosa penumbra vio surgir su “ángel guardián” que, con forma de niño envuelto en poncho y gorro de lana, la miraba curioso con sus infantiles y lustrosos ojillos. El mocosito se acercó aún más a ella e, impresionado, le advirtió:

-¡Está empapá’, señorita!

El pequeño asió la mojada mano fría y temblorosa de la pobre Fresia y dijo:

-Venga pa’ mi casa a secarse un poco la ropa; que si no se va enfermar pueh’.

La muchacha lo siguió como un autómata y entraron a una precaria chocita aledaña a la corriente fluvial. Una pareja de indigentes sentados en torno a una acogedora hoguera se puso de pie para acogerla con fraternal hospitalidad deduciendo, por el calamitoso estado que Fresia lucía, la gran aflicción que le embargaba.

Extenuada, al límite del desmayo, la pehuenche se tumbó en el lecho que le improvisaron y allí durmió hasta que un haz del sol matinal que entraba por una rendija dio de lleno en su cara.

Ahora más consciente les saludó, les agradeció y desayunó con sus anfitriones parte de sus escaseces al tiempo que les relataba con confianza sus trágicas vivencias y la casualidad que la tenía ahora frente a ellos.

Luego de escucharla con respetuosa atención la anfitriona le habló con solemnidad y ternura:


-Hijita: este niño que le ha rescata’o de la muerte es el menor de siete hijos que hemos engendra’o. Y, aunque no tenemos riquezas materiales, ellos son nuestra gran fortuna, nuestra felicidá’. No’otras, las mujeres, hemos sido dotadas ¡pa’ dar vi’a! No, pa’ quitárnosla. ¿Acaso usté’ no fue consuelo y felicidá’ pa’ su maire? El verdadero y mayor tesoro qu’emos recibi’o es la vi’a. Su castida’ o la de cualquier mujer es un... cómo le ‘ijera... es algo que se opone a la ley de la naturaleza y a la ley de Dios. Pa’ ser maire he naci’o yo. Pa’ ser maire nació usté también.


Las palabras de la humilde mujer dieron luz nueva a la oscuridad del alma de Fresia; quien salió de la cabaña agradeciendo con abrazos y besos todas las atenciones recibidas.

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Sentía haber resucitado cuando llegó a Santiago. Lo veía todo tan claro.

La linda sureña se detuvo gratamente sorprendida frente al local donde había trabajado. Ante ella, en lo alto del frontis del restaurante de don Ruperto un llamativo letrero anunciaba con grandes y coloridos caracteres:




BAR RESTAURANTE "LA INDIA BONITA"




Le parecía un sueño. Sintió que allí le estaban esperando.

Cuando Ruperto le vio entrar quedó atónito. Le observó por unos segundos con una expresión de ternura que, por lo inusitada en él, se magnificó en grado tal que conmovió grandemente a la sureña. Luego, el hombre, con sus brazos abiertos en cruz, corrió cuan grande era, pletórico de felicidad, al encuentro de Fresia exclamando profundamente emocionado:

-¡Bienvenida, mi niña linda!

Un afectuoso abrazo les mantuvo estrechamente unidos sollozando por un largo rato.

En ese instante Fresia supo quién sería el padre de sus futuros hijos.


FIN.

Texto agregado el 12-08-2005, y leído por 643 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
13-07-2017 1. ¡Hola Carlos! Me concentraré sólo en el contenido de la historia porque mi comentarista anterior ha hecho una buena exposición del cuento como tal, y yo comparto su interpretación cien por ciento y agrego que es tremendamente humana. SOFIAMA
13-07-2017 2. Tu cuento pudiera tomarse como una lección de lo que una MUJER NUNCA DEBERÍA hacer, o sea, pensar o asumir que la felicidad de ella está en las manos de un hombre porque ella NO ES CAPAZ de labrarse un futuro por sí misma. La historia es cruenta y su contenido produce una especie de asco a cualquier mujer que la lea. Tus descripciones, muy bien plasmadas, delinean a un “hombre” con una conducta machista y asquerosa al principio de la historia. SOFIAMA
13-07-2017 3. Luego, por más que tú - como escritor - desees rescatar al sujeto-actor principal como al más noble de los “hombres”, al final del relato, imposible que se borre de la mente del lector de un solo plumazo, lo que tan bien sembraste en sobre esa conducta. Para mí, NUNCA hubo un amor puro, por parte del tal Ruperto por la chica, hubo interés carnal y abusivo (en su momento); de ahí, “el pretendido altruismo del personaje”. SOFIAMA
13-07-2017 4. Te repito, tu historia debería ser enseñada a las adolescentes como el ejemplo de la conducta que NINGUNA MUJER DEBERÍA SEGUIR. ¿Qué es eso de que se le enseñe a una mujer debe guardar su “Noble Tesoro” para entregárselo a un hombre? ¡No! Estoy en total desacuerdo con ese tipo de enseñanza o cultura porque con ello lo único que se consigue es el sometimiento de la mujer al más descabellado de los “hombres”. SOFIAMA
13-07-2017 5. La mujer debe y tiene que ser educada con la convicción de que ella es en sí un templo, por lo tanto, libre de actuar y de elegir quien ser; capaz de hacerse un futuro, sin la creencia NEFASTA de que es un hombre quien le tiene que resolver su vida. Eso hay que erradicarlo de la educación femenina. Un abrazo, Carlos. Felicitaciones. SOFIAMA
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