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Con el humo fabuloso de tu cabellera
César Moro


Su cabello olía a humo y me acosté junto a él. El primer cigarrillo de la tarde era una reminiscencia agonizante en la almohada, enganchando su aroma en la tela y en mi nariz. Me abracé a ella; no, me abracé a su aroma e intenté dormir, pero el corazón aceleraba dando tumbos en mi pecho, exigiéndole el mismo ritmo al cuerpo que yacía laxo. No quería soltarme, sólo quedarme allí y respirar lentamente, aligerar por fin la carga de tensión de los días previos carcomidos por las dudas y la timidez, cuando me llevaba el aroma entre las sienes y mataba la tarde cabalgando en el recuerdo de la colilla que ella había aplastado a mi lado, mientras me esforzaba por enésima vez en entender un ensayo de algún alemán paranoico a quien acertadamente abandoné al alzar la cabeza, pues me dedicó una sonrisa a manera de saludo, para luego avanzar por el pasillo hasta la entrada del patio, donde perdí su ultima imagen, culpa de Giovanna que, justo en ese momento, se le ocurrió pasarme la voz para un concierto. No le hice mucho caso, yo permanecía pegoteada al piso emulando al pucho casi cadáver que emitía sus últimas volutas de humo y mi libro era olvidado junto con mis esfuerzos por una buena nota. Yo sólo tenía en la mente y el paladar el humo picante del cigarrillo que la había acompañado junto con aquella amiguita medio freak, punkeros desfasados que abundan en la facultad, que le hablaba de cosas que a la fumadora no parecían interesarle pues sus ojos perseguían algún punto imperceptible en la atmósfera mientras los míos la perseguían a ella, envuelta en nubecitas grisáceas y azuladas, hasta que decidió que era hora de un nuevo cigarrillo y el anterior fue condenado a agonizar a mi lado, adherido al suelo como mi mirada se adhería a la ruta de cada uno de sus movimientos, para evocarlos en la tarde y los días siguientes, preguntándome el porqué de su saludo; por algo me había mirado o es que su manual internalizado de buenos modales le indica saludar a todo conocido, aunque sólo le haya hablado alguna vez tres años atrás, cuando adquirí el vicio de coleccionar las cajetillas de colores que justo en ese momento, pucha, no tenía a la mano para convidarle uno en reemplazo del anterior, pensé, observando la colilla torcida luego que Giovanna fue por ahí a vocear su puto concierto; en mala hora me junté con punkeros, no tienen tino. La cosa es que no veía por ningún lado a... ¿Cómo se llamaba? Yo lo había sabido alguna vez pero, claro, mi memoria sufría los estragos del THC y las tardes muertas y extraviadas en el bosquecito de letras, cuando la había visto por primera vez, puteando a Chano para que le invitara un poco y Chano refunfuñaba que había aparecido así nomás y que no había colaborado, con lo que ella chapó su dignidad y se marchó sin rogarle, sin dejarme un rastro para ubicarla, hasta que había reaparecido por fin y decidí seguirla, aunque fuese para recordar su nombre. La encontré en el patio comprando algo en el puesto de dulces, mientras un émulo barato de Rimbaud me alcanzaba uno de sus panfletitos poéticos, si te atreves a cobrarme por esto me río en tu cara. Ella comparaba cigarrillos, por supuesto, la cajetilla negra cuya marca tampoco recordé en ese momento. Al día siguiente compré una y reflexioné, hasta que ardió la última hebra de tabaco y, junto con ella, la última idea, sobre qué podría decirle la próxima vez, poniendo mis esperanzas en un encuentro fortuito y un inocente pitillo que podría desencadenar una conversación. ¿En el bosquecito? ¿En el pasillo? Fue en el baño. Me arreglaba el cabello cuando entró orondamente, echando el humo con un pucherito, acompañada ya no de la freak, sino de una tipa que estudiaba filosofía y solía parara en la biblioteca, marxista seguramente, porque los de filosofía eran marxistas, anarquistas, quechuchistas o buscaban trasladarse a derecho en el segundo año. La extraña sin invitación a mi situación preconcebida alteró mi confianza inicial, no supe entonces si decirle hola a mi fumadora favorita, pero ella llevaba bajo el brazo un libro que yo había leído alguna vez. Hola. Hola. ¿Qué lees? Pregunté mientras me lavaba las manos en un intento de alargar mi estancia en el baño; mirándome en el espejo pero concentrándome más en la visión lateral que tenía de su reflejo. Teatro, me informó con su tono engolado: me lo regalaron ayer. Se lo regalé yo, aclaró de forma tajante la filósofa al salir de uno de los baños. Y ya te di las gracias, protestó la fumadora, y luego a mí: ¿Tú eres de...? Literatura, le completé la frase; iba a derecho pero me quedé varada aquí. Ay no, los de literatura me caen muy bien; estábamos en el mismo salón del integrado ¿no? Quiso saber luego de inhalar el humo de su agónico cigarrillo que sostenía a duras penas un centímetro de ceniza, pues su usuaria se deleitaba en hablar más de los días del integrado que de fumarlo, mientras la filósofa ponía cara de no interesarle la nostalgia. La señorita de las preguntas apagó su cigarrillo sobre la loseta, sacó su cajetilla negra y comprobó la escasez de provisiones. Ante su mohín de fastidio vislumbré mi oportunidad y me apuré en invitarle uno de los míos. Te pasaste, dijo sinceramente agradecida, echando el humo, juguetona, en la cara de la filósofa, quien hacía gestos de asco. Vamos a ir al auditorio, hay un ciclo de Emir Kusturica ¿vienes? Y yo puse cara de fan de Emir Kustunosequé, pero al instante recordé que se me acercaba un examen y ella, acertada, me concedió otra oportunidad: Si quieres me acompañas mañana ya que Gisela no va a poder. No me lo tuvo que pedir dos veces y a partir de entonces mis noches se impregnaron de humo, luego de las sesiones de cine arte en la biblioteca y las conversaciones posteriores en que nos acabábamos la cajetilla negra que comprábamos a medias (la filósofa no había vuelto a aparecer). Hasta que, una noche, serían las siete, decidimos ser dos contra una botella de ron y nos escondimos entre los arbustos del jardín trasero de Ingeniería Mecánica, donde terminamos riéndonos de cualquier cosa, con esa repentina confianza que dan las borracheras y empecé a joderla: ¡A que te cuento las costillas! ¡A que te cuento las costillas! Y le pasé los dedos por debajo del polo: Uno, dos, tres... ¡Por la putamadre! Rezongó ella, ¡Que soy quisquillosa, caramba! Aaaah, no me importa: cuatro, cinco... Cuento también la flotante, ah. ¡Jódete, jódete! Seis, siete, ocho... Me tomó las manos sin dejarme llegar al nueve, forcejeamos hasta que atrapó mis labios y domesticó mi lengua con la suya, con lo que no podía decirle que tuviéramos cuidado por si pasaba el vigilante, que nos pueden botar, deja de jalar mi polo... Hasta que apareció Chano con su tropa bulliciosa y ávida de hierba . Tal como temía, Chano se me acercó: Habla, ¿le entras? Me ofreció enseñándome su tamalito empaquetado con clasificados de El Comercio, medio escondido en el bolsillo de su pantalón. No, gracias. Tú te la pierdes ¿no tienes rizla? No, no, no tengo . Cuando creí que por fin me iba a dejar en paz se detuvo en seco, volteó a mirarnos y torció la sonrisa: Invita tu budín peeee, jijijiji. Intenté la inocencia: ¿Qué te pasa, idiota? Yaaaa, disimula nomás, insistió empujando su gesto al lado izquierdo de su rostro, y guiñándome el ojo derecho: bien, ah. Se fue y yo regresé con la fumadora sólo para recoger nuestras cosas y largarnos trastabillando, dibujando curvas con nuestros pasos y yo juraba oír a Chano riéndose mefistofélicamente con sus amigotes, ojalá no de nosotros. Mi fumadora se pasó todo el camino dándome consejos para la resaca que creo que debí tomar en cuenta pues al día siguiente, durante el examen, sentí que la presión en las sienes me iba a matar, así que me salté la mitad de las clases sólo para descansar y compartir una cajetilla más con mi... No sabía cómo llamarla , ni siquiera sabía si tenía que llamarla de alguna forma en especial, sólo sabía que días atrás me moría por estar con ella y en ese momento me moría por seguir estando con ella, para fumar una cajetilla negra más en el jardín trasero de Ingeniería Mecánica donde terminamos agarrando, por supuesto, y ni al día siguiente ni en los posteriores hablamos al respecto, lo que en realidad no me molestaba, pues a partir de entonces empezamos a andar juntas de arriba abajo por la facultad, saltándonos clases, fumando como chimeneas, con lo que la punkekoide y ecologista de Giovannita nos repelía como elementos contaminantes y nosotros felices, dejando a nuestro paso cajetillas negras que atentaban contra la limpieza y el ornato del edificio y eran suficiente rastro para que Chano nos encontrara y acechara a cada momento como un fantasma juguetón, sin dejar pasar la oportunidad de mostrarme el pulgar hacia arriba, acompañando el gesto con su habitual sonrisa torcida. Ella se limitaba a echarle humo en la cara y Chano huía, con los ojos hinchados más de hierba que de tabaco. Nos reíamos y ella miraba a su alrededor, yo sabía que iba a decir: acompáñame al baño, y según la hora el baño del tercer piso, el del integrado o el de Ingeniería Electrónica. Al principio era divertido, sólo me concentraba en su boca y ya, éramos sólo nosotros compartiendo nuestros alientos a cigarrillo: sólo un fumador soporta los besos de otro fumador. Luego la cosa me ponía más paranoica, controlando el tiempo para evitar la turba de chicas que salían de clase e inundaban los baños: como que iba a ser sospechoso que nos encontraran encerradas. Pero sólo alguien nos miró raro una vez y fue la filósofa, pues justo salíamos a lavarnos las manos y la tipa aquella acababa de entrar, se detuvo bruscamente y no contestó el jovial saludo de mi adicta al tabaco, más bien se encerró en uno de los cubículos sin voltear a mirarnos. Así es ella: medio loca, recibí por explicación y, aunque minutos después olvidé el asunto, el recuerdo me agujereó la cabeza toda la noche, buscando un modo de indagar más sobre la filósofa sin que sonara a reclamo. Opté por inventar que me la había vuelto a encontrar y se lo comenté en tono despreocupado: Ayer vi a Gisela. ¿No te saludó? Fue el único comentario. No, ¿por qué? Reflexionó un poco: debe estar resentida. ¿Resentida? Porque no le he devuelto sus discos, pero es una cojuda, sólo tiene que pedírmelos y ya, pero ella es así, apúrate que vamos a llegar tarde. Fuimos a un ciclo de Antonioni cuyas películas no entendí, como tampoco entendí nada sobre Gisela. En la oscuridad de la sala de proyección su mano guiando a la mía entre sus muslos (supongo que notó que me aburría la película) me devolvió la confianza. No volví a pensar en Gisela y, a la salida de la función, mientras empezábamos nuestra habitual cajetilla, nos encontramos con unos chicos de la facultad que nos propusieron beber cervezas en uno de los bares aledaños a la universidad. Va a haber concierto, nos informó Alejandra entusiasmada, dicen que es gratis. Yo no quise ir pero a mi fumadora le agradó la idea, con que en menos de diez minutos éramos ocho puntas frente a varias botellas pardas hablando tontería y media, hasta se nos pegó un profesor de lógica que terminó agarrando con Silvia. Aprueba de hecho, nos susurró Tito mientras los observábamos. Como Alejandra y Paco nos picaban los cigarrillos fui a conseguir otra cajetilla, pues no podía concebir a mi fumadora sin su habitual pucho, que le perfumaba de forma especial el cabello, sólo el champú de frutas hubiera empalagado mi nariz, pero era delicioso perderse en la mixtura de ese aroma, del humo fabulosos de su cabellera, en el que me envolvía cada noche, oyéndola respirar fuerte en mi oreja, enervando mi lucidez, sin que me importara si había alguien en el baño de al lado o que nos vieran los pastrulos que pululaban por el bosquecito. Y era ese aroma especial, el de la cajetilla negra, que yo hubiese podido distinguir entre cuarenta marcas más, aquella puta marca que , justamente a esa hora de la noche, ninguna maldita tienda tenía. Pensé en comprar otra clase pero lamenté que el aroma no iba ser el mismo. ¿Me estaba volviendo fetichista? Al fin, luego de suplicarle al chiquillo que atendía la sexta tienda que ubiqué, que por favor viera si le quedaba alguna, logré conseguir mi cajetilla negra. Me fumé un merecido pitillo al regreso, retomando la ruta al bar, pensando que de todas formas ella tendría que tomar mi búsqueda como un bonito gesto que significaba que ya conocía sus costumbres lo suficiente para saber que no toleraría otra marca. Ya estaba sacando otro cigarrillo cuando llegué al bar y me senté junto a Tito y los otros que juntaban monedas para una tercera ronda. Me asusté al no encontrar a mi objeto del deseo cerca pero al instante una mano me arrebató la cajetilla: era ella regresando del baño con Alejandra. Las mujeres van al baño en manada ¿no? comentó Paco picándome un pitillo, qué manía de ir acompañadas. Alejandra, algo borracha, se rió desmesuradamente y mi fumadora encendió un cigarro sin darme las gracias. ¿Me invitas? pidió Alejandra y, sin darme tiempo a responder, la otra le dio permiso: coge nomás. De Silvia no supimos más esa noche, salvo que iba a obtener una excelente nota en lógica. Cuando se acabaron las cervezas, alguien propuso ir al famoso concierto gratuito pero yo sólo quería estar a solas con mi adicta al tabaco. Ya pues, vamos, insistió Alejandra al ver que nos íbamos, y estaba empezando a caerme antipática, pero mi adorada compañera la despidió con un escueto: te veo mañana. ¿Concierto de qué? Le pregunté en el camino, cuando ya estábamos algo lejos. Electrónica, me informó ella acurrucándose en mi brazo, sin verdaderas ganas de ahondar en el asunto, con tono desganado: es un festival de tres días, dice Alejandra que va a tocar un amigo suyo. A mí no me importaron más Alejandra o Silvia mejorando sus notas en lógica, sólo quería hundir mi rostro en su cuello, enredar los dedos en su cabello, jugar a robarle la liga del pelo. Quizás por la cerveza yo me sentía muy vulnerable, capaz de seguirla a donde fuese, hipnotizada, abandonada a mi propio instinto. Y ella lo notó, me estrujaba y me daba ligeros mordisquitos, consciente de que me tenía puesto que yo era sensación pura, atrapada en mi propio deseo, aislada de mis miedos y especulaciones, un líquido puro en ebullición. Alguien tenía que decirlo, alguien tenía que dejar constancia que aquel momento había sido especial (quizás porque era la primera vez que era en una cama) y noté que debía ser yo. Ella reposaba de espaldas a mí, sin embargo acurrucada en mí y yo respiraba a su ritmo, intentando calmar mis latidos agitados, intentando un recuerdo de los acontecimientos que me habían llevado a ese instante, al logro de los deseos. Levanté la cabeza y la observé, quieta, calmada; no parecía ser la chica hiperactiva que me llevaba por cada rincón de la facultad para fumar, besarnos, meternos mano o conversar, no necesariamente en ese orden. Acostada a mi lado era más que nunca sólo para mí y con la palma de mi mano extendida de mi mano froté su brazo, incapaz de decirle lo que quería decirle: ¿Era necesario? ¿No habían sido suficientes todos aquellos días que habíamos pasado? Ella bostezó de pronto: ¿no tienes sueño? No respondí. Mañana tienes clase temprano y el café te hace daño, me advirtió. No le dije nada y supe que seguía despierta pese a no mirarla de frente. Entonces se lo dije: me gustas, me gustas mucho . Lo sé, contestó susurrando, revolviéndose sobre sí misma. Nada más. Silencio por un buen rato. Nuestra versión alternativa y patética del diálogo Leia-Han Solo. Me gustaba y ella lo sabía ¿y qué más? Quise olerla nuevamente, saber que podía olerla. ¿Me recoges mañana de la última clase? Eso es a las seis ¿no? A las seis, afirmé. No puedo, mañana es la segunda fecha del concierto. ¿Y ahora que hacía? ¿Ya no íbamos juntas a todo sitio? ¿Ya no éramos nosotros y Kusturica aunque me aburriese? ¿Nosotros y un buen ron? ¿Una cajetilla sosteniendo nuestra conversación? Me tapé con la sábana, no sabía cómo pedirle que me abrazara, que me explicara; tú lo sabes pero yo no lo sé. Quise pedirle que me mirara, que me estoy muriendo de angustia y no sé por qué ya no siento el piso debajo de mí. Sólo quería una explicación de por qué todo había sido tan rápido. Sólo sabía eso, que había sido rápido. No sabía que al día siguiente no me recogería de la clase de retórica, ni compraríamos otra cajetilla, ni que me tropezaría con Giovanna, ni que tendría que quitarle los audífonos para que me hiciera caso, para que me dijera dónde carajos se había meti... ¿Tu amiga? Respondería Giovanna, sin saber mi ánimo pendía de un hilo, se fue al concierto con Alejandra, creo que todavía las alcanzas... Como tampoco Giovanna sabría por qué me fui corriendo dejándola con la palabra en la boca, sintiéndome idiota, odiándome por no haber prefigurado todo desde la imagen de Alejandra y ella saliendo juntas del baño la noche anterior, entendiendo por fin los gestos hoscos de la freak y la filósofa. No sabía eso, pero ya sabía lo suficiente en ese momento: que yo cerraba las manos y todo se escurría entre los dedos, deslizándose liviano por el aire. Su cabello era de humo y me acosté junto a él, ligero, volátil, ante el que quise ser capaz de sólo aspirar horas de horas para capturar su fragancia. Fue de humo más que nunca cuando lo besé, picante y envolvente, como sus labios cuando se prendieron a los míos, quemantes, acezantes, inflamando mis pulmones, secuestrando mi aliento en lenta consumición, volviéndome etérea, perdiéndome en el aire del cual iba formando parte poco a poco, mientras le empeñaba mi voluntad y ella se apoderaba de lo último de mí que no era incinerado lentamente. Inhalando, exhalando.


Texto agregado el 12-08-2005, y leído por 244 visitantes. (2 votos)


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