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De vez en cuando, no tenemos más remedio que aceptar el destino, y con él la existencia de Dios. No encuentro otra forma de explicar lo ocurrido estos últimos días, este puente de Agosto, las últimas experiencias y sensaciones que me han ido arrebatando la apatía, el cansancio y mermado, hasta agotarlas, las ganas que tenía de mandarlo todo al carajo y descerrajarme un tiro en la sien.
Me encontraba en casa, recuperándome de una fiesta de cumpleaños de excesos, o más bien meditando que el modo, forma y momento de pasar a disfrutar de una vida menos dolorosa y decepcionante que la que estaba viviendo los últimos veintidós meses.
La mujer por la que hubiera vendido mi alma y la de unos cuantos familiares bienqueridos, había estado jugando, estafando y desde luego mofándose, de lo más parecido que nunca halla vivido al amor. Ya sé que el desengaño amoroso lo hemos sufrido todos, no es nueva la infidelidad. Sin embargo, la inteligencia, inmadurez y crueldad de esta última, es difícil que encuentre parangón en su genero, en el masculino y puede que en cualquier especie animal. Sienta mal, por más seguridad que uno tenga, tanto ir y venir para no llegar nunca a nada.
Cuando recibí una llamada de un viejo amigo, que era más hermano que amigo, por rivalidad latente y por años transcurridos juntos (25 no son pocos), me pareció que la diosa fortuna me hiciese un guiño.
A penas seis horas después llegaba a su casa, en la falda de una montaña de los pirineos, oliendo, hacia demasiado que no lo hacía, a tierra. Es un aroma que no se olvida, parece que lo llevamos dentro, esperando a salir en cuanto se le de ocasión.
Nada más dejar la maleta, me encontré mucho mejor. La recepción que me brindó su esposa y el mismo, presagiaba unos días de cierta paz, tan necesitada.
Afuera, tras ese ventanal amplio, atardecía. Los bosques de hayas despedían el día exudando, creando un fina niebla que se posaba acariciando las crestas de las montañas, dando un poco de calor al frío granito.
Poco después llegó ella. Era una vieja aventura, de un par de años antes, que vivía cercana y que había tenido a bien recoger mi invitación.
La cara de Pablo, mi amigo, al sonar el timbre, mientras yo le decía, a modo de lamentable disculpa, se me había olvidado decirte que venia acompañado, te habría dicho, pero no era seguro, fue todo un poema.
Nos sentamos los cuatro a la mesa, un matrimonio formal, religioso en forma y modo, consolidado, con una vida calma, y nosotros, una pareja de extraños, apenas nos habíamos visto dos días en nuestra vida.
La charla fue un continuo desencuentro, pero amena. Divertida en los malentendidos continuos, en las invitaciones, más o menos disimuladas de la necesidad de una ducha.
Los postres, un delicioso sorbete de jazmín y canela, el alcohol y la casualidad (si es que ésa existe) de una lluvia de estrellas, sosegó mis temores y los de mi anfitriones a un gélido fin de semana.
El arrollo a lo lejos nos susurraba palabras de sueños dulces y el tinto corría alegre en nuestras venas. Nos dejaron solos, con una sonrisa cómplice en la cara de Pablo, en aquella pequeña balconada.
Me abrazó. Fuerte, dándome un calor que me faltaba, y sentí que mis rodillas flojeaban.
Un beso, al fin un beso no luchado, uno gratis, un regalo. Sentir encenderse un fuego de mis pequeñas brasas. Ardía. Su piel quemaba en la mía, mientras me recorría dulce, jadeante, cada pedazo de cuerpo.
El cielo debió sentir envidia y empezaron a caer, una tras otras hasta ser miles, estrellas fugaces, como nosotros, decía ella, mientras se deshacían incandescentes en la atmósfera.
Como pudimos llegamos al cuarto. Su camiseta se nos había quedado en el camino, al lado de mis pantalones. Fue al descubrir su pecho, ese olvidado pezón rosado, cuando se apareció de golpe, como invocada macabramente por la turgencia, la imagen de mi torturadora. Exaltado, enfurecido con el recuerdo temprano e inoportuno, la despojé con violencia de las pocas ropas que restaban. Enajenado por completo, contemplando la desnudez perfecta, penetrándola una y otra vez, saciando el conjuro, el cielo parecía deshacerse en pedazos en esa minúscula ventana.
Hacer el amor, o lo que estuviésemos haciendo en ese momento, fue una guerra liberadora y triunfal. El arrollo, antes susurrante, se había vuelto fiero y acompañando mi orgasmo, se derrumbó en cascada. Recordaba el verde, quebrado por los rayos de sol, rodeando el agua. Recordaba lo calmado que parecía antes, la locura que desataron sus espasmos y la paz quieta, relajada que habría en esas mismas hojas ahora.
Pasamos horas, todas las que nuestros maltrechos cuerpos nos permitieron, enroscándonos, mordiéndonos, besándonos en un baile de fluidos vitales. Al amanecer, abrí los ojos dudando si aquello había sido el mejor de mis sueños. La habitación, revuelta hasta el caos, y una larga melena rubia sobre mi cadera, sacaron de mis adentros una de esas sonrisas que nunca se filmaron. Viéndola así, tan frágil, reverente ante mi sexo, doloridos los dos de tanto amor y lucha, se me escaparon dos solitarias lágrimas.
Entre risas, sonrojos, de recuerdos de la noche, aun con restos de cometas adheridos a nuestras pieles, decidimos que fuera yo quien saliera, a recoger los restos que en el camino, breve y conciso, habíamos dejado.
Me esperaba, Pablo, sonriendo y disculpando, me sugirió, con esa confianza que da la aceptación del viejo conocido, que abandonáramos la estancia, antes de que su esposa despertara. Tienes tiempo, bribón, no nos habéis dejado pegar ojo esta noche.
Y cerca de su casa, al atardecer de un día en el que el hambre nos había condenado a recuperarnos, volvimos a encontrarnos en una pozas.
El sol tintaba el arrollo de rojos y las flores, lilas, se inclinaban sobre él, para verse de hermosas.
Todo empezó de nuevo al desatarse la noche. Con la misma intensidad nos devoramos, poro a poro, deleitándonos del la miel en el cuerpo ajeno, una y mil veces, hasta rendirnos, de nuevo de madrugada, a las limitaciones de nuestros cuerpos.
A lo lejos un perro saludaba el día. Uno de esos perros de lanas blancos, con unas motas negras. Nos vestimos lentamente, sonriendo la vida, celebrándola.
Al despedirnos, aún llena de mí, un beso tierno, de esos que se dan cuando sabes que no te volverás a ver.
Hoy regreso, habiendo completado un hechizo liberador a la ciudad de mi antigua captora, con el aroma de otro sexo en mis manos y otro sabor, más dulce, en mi boca.
Nada más llegue a casa, miraré en el calendario cuando es la próxima lluvia de estrellas.

Texto agregado el 17-08-2005, y leído por 156 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
17-08-2005 Sólo decirte compañero,que nuevamente perfecto,que me volviste a encantar con tu escritura descarada y fresca .Un abrazo."Lágrimas de San Lorenzo"¡Quién las viese tan prolíferas!.***** Gadeira
 
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