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La miseria de esos días había llegado a un extremo irreversible. A Juana la atacaba el llanto cada vez que su madre gritaba a sus hermanos. El desespero, el hambre y la falta de educación hacían de Renata, su madre, una mujer huraña, malhumorada, agresiva y detestable. Juana celebró su cumpleaños en medio de la soledad, su madre trabajaba todo el día y sus hermanos colaboraban a la causa. Ella, se quedó sola aquel día en que nadie recordó su natalicio. Vómito y diarrea impidieron que saliera a cumplir con las maromas cotidianas en la esquina del semáforo.
Se levantó del colchón roto y un clavo inoportuno, en el borde de la cama, rasgó la triste pijama que desde hacia un año le llegaba arriba de los tobillos. Fue hasta un cuarto que simulaba el baño, las moscas rondaban sobre el hueco del suelo que sustituía un inodoro, en lugar de lavamanos había una ponchera vieja y un balde con agua sucia. Juana decidió no lavarse la cara. Caminó descalza sintiendo las ondulaciones del suelo y uno que otro bicho que aplastaba sin darse cuenta, llegó a la cocineta pero no encontró nada para alimentarse. las tripas gruñeron un rato y después aceptaron su desgracia. Juana encontró una caja de fósforos tirada cerca de la puerta, fue por ellos y los recogió emocionada. Juntó 11 fosforitos y los enterró en una mogolla vieja. Sentada sobre la cama prendió un doceavo fósforo con el que encendió los otros, cerró los ojos con fuerza hasta arrugar los parpados y pidió un deseo... dejó escapar una lágrima.

En las horas de la tarde el aburrimiento la torturaba hasta arrancarle bostezos que llegaban a ser dolorosos. Su madre le había dicho que tendría que pagar dos veces el día que dejo de trabajar y que no quería encontrar el baño sucio. Juana había limpiado durante todo el día, pero seguía el cuarto del retrete no mejoraba, pensó furiosa que la limpieza de su madre no tenia sentido. Juana decidió imaginarse un futuro promisorio, aquel que vio en el reflejo de los carros y en las negativas de los conductores, aquel que observaba en los pesos que recogía y en las manos limpias de quien los entregaba. Se imaginó bien peinada, vestida de rosado y limpia... muy limpia. Se colocó frente al espejo quebrado e hizo las poses de niña rica, el brazo izquierdo cruzado debajo del pecho sosteniendo el codo del derecho que soportaba la quijada. Abría los ojos y apretaba la boca mientras con la mano ponía signos de aclaración o de asombro. Ante la capacidad de su imaginación afloraron carcajadas tremendas que hicieron temblar las tabletas del techo del lugar, Juana hizo un gesto de inocencia que acompaño de un ¡ups!. Ella sabia muy bien que no debía salir sola a la calle, el sector en donde vivía era un nido de ratas que al menor descuido destruían cualquier presa.

Juana imaginó a su padre, jamás lo conoció y Renata prohibió que se hablara de ese nombre en su presencia. Soñaba que fuera un hombre apuesto y millonario, que un día cualquiera volviera por ella y la hiciera vivir como una reina. Siempre terminaba por pensar en él y concluía sus cavilaciones con un suspiro de ilusión. Sus hermanos sabían de sus sueños y se burlaban de ella, siempre le decían: “ven hija mía, he venido por ti ábreme la puerta” y se abalanzaban sobre ella hasta dejarla sin aire.

Juana no tenia muñecas pero si dos salamanquejas en un botellón, no distinguía si eran machos o hembras pero uno se llamaba príncipe y otro princesa, para distinguirlos le puso a princesa un cintillo blanco en la pata, para decidir quien iba a ser el macho tiro una moneda al aire y se lo dejo al azar.

Ella era la mayor de los cuatro hermanos. De los tres al que mas quería era a Nicolás, era el mas pequeño y siempre fue el mas enfermizo. Lo vio nacer, recibió en sus manos la cabecita empegostada y el llanto inconsolable una madrugada infernal en medio de paños de agua tibia y bajo las instrucciones de su abuela. Siempre lo consentía y le daba lo poco que había de comer. Los otros dos, Antonio y Pedro, nunca estaban con ella y solo se le acercaban en busca de algunas monedas o de dulces para vender. Vivian entre los golpes y el pegamento y ya eran parte de una pandilla. Realmente eran las mascotas del barrio, los muchachos mas grandes los manipulaban y les ponían a hacer el trabajo mas sucio. En ocasiones la pandilla se reunía en la madrugada frente a la casucha y levantaban a todos con un escándalo difícil de igualar. Antonio y Pedro salían de inmediato y Juana se asomaba a la ventana donde los veía hablando. Estos lograban descubrirla por entre las ahuecadas cortinas y la señalaban mientras gritaban cualquier clase de porquerías. Juana se tapaba los ojos en vez de las orejas. Los detestaba, inclusive a sus hermanos. Sin embargo, la noche anterior, Antonio y Pedro, tuvieron un detalle que no podría olvidar, de alguna forma se sentía culpable por el odio hacia ellos después de aquella hermosa acción. Juntando algún dinero del día, le compraron un pequeño pastel como regalo de cumpleaños, el pastelito fue su cena. Al principio, dudo de sus buenas intenciones y creyó que se trataba de algún truco de mal gusto, pero al parecer no fue así. Lo único que lamentaba del regalo era el dolor de estomago que la tenia en casa muriéndose del tedio. Pensó en el esfuerzo de su madre y sus hermanos y deseó estar en el semáforo, a su lado.

Cuando estaba oscureciendo, sintió pasos a las afueras de la choza. Algunas sombras pasaban por debajo de las laminas que hacían las veces de paredes. Juana se intimido, sabia que por ningún motivo podía salir ni mucho menos dejar entrar a alguien. Se oyeron varias voces, eran de hombre. Juana pensó en su deseo, quizás un milagro y se cumpla, se sentó en la cama y esperó temerosa. El tiempo pasaba lento y Renata y sus hermanos no llegaban.

No pasaron muchos minutos y Juana siguió escuchando los ruidos, se levantó con cuidado y se asomó por debajo de la puerta. Vio los pies de varias personas rondando la casa. Se levantó asustada y corrió hasta la ventana, pero ya no había nadie.

Juana estaba recostada en el colchón roto viendo a sus animalitos jugar, cuando se escucharon, nuevamente, los ruidos. Princesa se escapó, y desapareció en medio de la confusión. Las voces estaban mas cerca, Juana sabia que no podía abrir la puerta. Un silencio momentáneo la tuvo con las orejas abiertas. Luego una voz masculina, luego unos golpecitos en la lata de la puerta... Juana pregunto con miedo:

-¿quien es?-

No hubo respuesta, Juana preguntó mas fuerte y su voz se destemplo en el quien:

-¿quién es?

Y una voz de hombre respondió lenta:

Tu padre Juana... ábreme la puerta.

Texto agregado el 25-08-2005, y leído por 131 visitantes. (0 votos)


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