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La casa de la Paz
Jorge Cortés Herce

El motor hizo un sonido ahogado y dejó de funcionar, aunque nadie parecía enterarse de ello en ese momento. Cerveza en mano, lo único importante era bromear y disfrutar del paseo. Después de que el barquero hiciera varios intentos por encenderlo, lo miré de soslayo, pues ese no era el punto donde habíamos convenido que la lancha se habría de descomponer para jugarle la broma a mis amigos.
Esa tarde festejaba con tres amigos y tres amigas de la universidad mi cumpleaños en Boca de Río, Veracruz, donde había pasado mi infancia y mi primera juventud. Abordaríamos una de esas lanchas que dan un paseo por el río para admirar los alrededores, y en las que el conductor describe a quién pertenece tal o cual residencia y te cuenta retorcidas leyendas del lugar, que tensan ligeramente el ambiente.
Yo conocía bien ese recorrido y la leyenda de la Condesa de Malibrán, que siempre cuentan los lancheros al pasar por la casa en ruinas que se observa en la ladera del monte, durante la primera parte del recorrido. Cuando pasamos, la leyenda provocó risas, sarcasmos y uno que otro escalofrío en las más susceptibles. Seguimos río arriba y después de un rato, no se hablaba más de la leyenda. Yo había acordado con el lanchero que al regreso, a unos cientos de metros de la hacienda, fingiera una descompostura, para obligar a mis amigos a saltar al agua y regresar nadando, y luego caminando por los linderos de la casona en ruinas. Pero estábamos todavía en el trayecto de ida cuando vino la falla.
El lanchero continuó intentando echar a andar la máquina, mientras yo sorteaba amigos brindadores para llegar a él.
─¿Qué pasó? Estamos muy lejos todavía, ¿no?
─Sí, se descompuso de a de veras─dijo.
─Y qué hacemos, desde aquí no los puedo llevar a pata.
─No, es demasiado lejos. Por aquí sí es peligroso, está muy hondo y hay corrientes, además en el monte hay nauyacas.
Para mí era más frustrante el que tal vez ya no podría hacer la planeada broma, que la descompostura en sí, pues en ese momento estaba seguro que, de una u otra forma, el tipo sabría como resolver nuestro problema. Pero pasó el tiempo, y la cara de nuestro guía no proporcionaba la menor tranquilidad. Mientras nos quedaran cervezas, ya podía pasarse la tarde tratando de echar a andar el motor, al tiempo que la corriente nos arrastrara río abajo, pensamos en ese momento. Desfilamos uno tras otro por la popa, jurando dar el jalón definitivo que arrancaría el motor, mientras, los demás remaban con las manos, tratando de avanzar aunque fuera un poco aprovechando la corriente río abajo, pero el avance era casi nulo.
La propuesta del lanchero vino entonces:
─Voy a tratar de nadar un par de kilómetros, a ver si veo a algún compañero que nos preste ayuda, hasta acá no llega casi nadie. Si seguimos así nos va a agarrar la noche y todo va a ser más difícil. Traten de remar de un solo lado para que se acerquen a una orilla y en cuanto lo logren, ahí espérense a que regrese.─ Dicho esto, se quitó la playera y el pantalón y se tiró al río. Ni siquiera nos dio tiempo a pensar si esa era la mejor decisión.
Nos tomó más de cuarenta minutos alcanzar la orilla, pero al tocar tierra nos sentimos reconfortados. Sabíamos que no estábamos perdidos, que unos kilómetros río abajo estaba la civilización, pero una sensación robinsoncrusiana se apoderó de nosotros. La idea de fabricar unos remos y retomar la lancha fue rápidamente desechada, al reconocer nuestras limitaciones de muchachos citadinos. Preferimos no perder tiempo y comenzar a caminar, así sería más rápido el encuentro con los que vinieran al rescate. Pero la caminata junto al río no duró más de unos cuantos metros. El terreno se volvía de pronto inaccesible y había que decidir entre subir la montaña, con el riesgo de alejarnos de nuestra referencia, o lanzarnos al río hasta encontrar otra ribera que nos permitiera seguir la caminata. La primera decisión fue bajar por dentro del río. Sergio y Poncho regresaron a la lancha por el machete y una bolsa de plástico que serviría para mantener nuestras pertenencias secas. Nos lanzamos a nadar río abajo pero después de un rato de luchar entre corrientes, encontramos otra playita por donde salimos para caminar un poco más. La tarde comenzaba a pardear y estábamos aún lejos de nuestro destino. Los siete caminantes nos separamos en tres grupos y terminamos por internarnos un poco en el monte, asegurándonos de tener siempre a la vista el río y a los demás compañeros.
Sabíamos que al caminar por tierra corríamos no sólo el riesgo de encontrarnos una nauyaca, sino de que los que nos vinieran a buscar no nos vieran, pero entre eso y la inmovilidad, preferimos lo primero. Llegó la noche y con la oscuridad la dificultad para movernos, los golpes con las ramas y las caídas comenzaron a ser constantes, en una de ellas, Norma se luxó un pie y el dolor no la dejó seguir. Una tormenta comenzó a avisar que pronto llegaría, y lo único que podíamos hacer, era tratar de llegar a guarecernos en las ruinas del casco de la hacienda de la condesa, así que avanzamos cargándola por turnos .
Comenzaron a caer unas gruesas gotas justamente cuando mirábamos a unos metros las piedras musgosas de lo que un día fuera propiedad del conde y la condesa de Malibrán. Entramos por una derruida pared y nos sentamos en un sitio seco, fatigados por la inesperada caminata y aún sin reconocer nuestro derredor.
Poncho sacó un encendedor y pudimos ver que no había más que ramas y hierba en esa habitación. Pronto hicimos una fogata, y colocamos afuera la bolsa de plástico entre unas ramas, de manera que se llenara con el agua de lluvia. Después, a pesar de la negativa de las chicas, comenzamos a recordar la historia que nos había contado el lanchero. Después de todo, a pesar del cansancio, lo que había planeado estaba saliendo aun mejor, pues en medio de aquella plática, de pronto Norma lanzó un grito que a todos nos aflojó los esfínteres. Juraba haber visto a mis espaldas un señor muy viejo con enormes alas, personaje que no correspondía a los relatos del lugar, pero que igualmente me produjo escalofríos. Con una improvisada antorcha Poncho y yo fuimos a inspeccionar para asegurarnos de que no había nadie por ahí, y encontramos lo que parecía la entrada a un túnel, en ese momento como en un deja-vu , reconocí el lugar. Regresamos para proponerles ir a explorarlo, pero la negativa de las chicas hizo que aplazáramos la inspección para más tarde.
─Qué tal que encontramos ahí los cadáveres de los marineros que se ejecutaba la condesa─ dije animado.
─O mejor aún, el tesoro que nunca nadie encontró─dijo Poncho.
Al oír la palabra tesoro, me trasladé a mis once años, recordé las veces que había estado en el mismo lugar con mi primo, buscando el cofre lleno de doblones de oro que se suponía oculto en la propiedad. Las noches de luna nueva nos permitían deslizarnos por el monte sin ser vistos por el vigilante. La oscuridad era casi absoluta, Agustín distinguió a lo lejos una lucecita naranja que de pronto crecía en intensidad. Mi mente trató de darle forma de luciérnaga, pero algo me indicaba que no lo era. Ignorándola, decidimos entrar a explorar el túnel que según se decía pasaba por debajo del río y llegaba hasta la ciudad de Veracruz, pero cuando íbamos acercándonos, una voz atronadora nos sorprendió por detrás y salimos corriendo sin mirar siquiera quién nos gritaba que nos detuviéramos. Fue la ultima vez que nos atrevimos. Por mucho tiempo fue el miedo, después el “ ya ser grandes” y al fin la distancia.
Al ver regresar a Sergio de orinar, con el cigarro en la boca, la imagen de la lucecita anaranjada dejó de ser un misterio para mí y refrendé la idea de por fin explorar el túnel.
María dormitaba en el hombro de Norma, y dibujaba una extraña sonrisa en sus labios, fue cuando a Poncho se le ocurrió:
─Dicen que la condesa de Malibrán sigue cobrando vida en las mujeres hermosas que merodean sus dominios, se me hace que ya se le metió a María .
─¿Y quién de nosotros será el afortunado marinero que disfrutará de sus favores antes de desaparecer misteriosamente?─ preguntó Rafa.
─No es chistoso, ¿eh?─ terció molesta Andrea.─Además se supone que la condesa era promiscua, tenía esposo y no podía tener hijos, por eso visitaba a la bruja, supongo que esas condiciones tendrían que darse en la nueva condesa, María es soltera y supongo que fértil.
─Eso no lo sabremos hasta que se embarace y si he de ser yo el elegido para comprobar teorías, tendré que sacrificarme, aunque después no sepan más de mí─dijo Poncho.
─Huy, no te sacrifiques tanto, déjense ya de babosadas y tratemos de dormir que mañana me van a tener que cargar otra vez, me duele mucho mi pata ─dijo Norma.
─Imagínate que sacón de onda del conde cuando llega de viaje y ve a su vieja tirándose a un chavo, y para colmo de males le sale con un hijito monstruo, yo también los hubiera matado a cuchilladas, ¿no? Pinche pedazo de carne informe, ¿para qué dejarlo vivir?─ dijo sarcástico Sergio.
─¿Oyeron?─ dijo Poncho─dijeron: que muera la condesa de malibraaaan.
─No mames─ dijo Sergio, mientras encendía otro cigarro.
Yo no podía esperar más para ir a explorar el túnel, y le propuse ir a Poncho. Fabricamos nuevas antorchas y dejamos a las chicas bajo el cuidado de Sergio y de Rafa.
La entrada al túnel era muy angosta, pero conforme se avanzaba, se iba ampliando. Adentro reinaba un calor húmedo que sofocaba, y un olor agrio difícil de reconocer. Avanzamos unos doscientos metros y el camino se bifurcaba, al azar tomamos el de la izquierda, que más adelante volvía a bifurcarse, “siempre el de la izquierda, así no hay pierde” dijimos, pero después de la tercera o cuarta bifurcación, una absurda ráfaga de aire apagó nuestras teas y tuvimos que tantear el camino de regreso, alumbrando de vez en vez con el encendedor. Después de mucho tiempo, nos sentimos exhaustos y perdidos, y decidimos tirarnos a descansar. Para reconocer el terreno giramos trescientos sesenta grados con el encendedor prendido y a unos metros vimos lo que parecía un cofre.
─No mames, ¡el tesoro¡─ dijo Poncho olvidándose por un momento del cansancio.
Avanzamos y tratamos infructuosamente de destaparlo, decidimos descansar y regresar al otro día con los demás y el machete, para intentar abrirlo.
No sé cuantas horas dormimos, pues la oscuridad siempre fue total, de vez en cuando estiraba mi brazo para asegurarme que ahí seguía Poncho y él hacía igual. Después de muchos intentos por levantarnos, por fin logramos vencer la fuerza que nos sujetaba al suelo, y reparados, regresamos al campamento para contarles nuestro hallazgo. Siempre a la derecha, íbamos palpando las paredes. La caminata fue larguísima, pero al fin vimos la claridad. Salimos y nos dirigimos al lugar de la fogata, pero ya no estaban ahí. Tampoco había cenizas en el rincón donde se supone que habíamos estado unas horas antes, pero la bolsa de plástico con agua permanecía afuera, entre las ramas del árbol. Un ataque de pánico estuvo a punto de hacerme correr como años atrás, pero ganó la avaricia. Nos confeccionamos tres antorchas para cada quien, y reiniciamos la expedición soñándonos millonarios. Izquierda, siempre a la izquierda. La búsqueda se hacía eterna, caminamos y caminamos hasta que las antorchas se extinguieron. Otra vez sentimos en nuestro cuerpo aquel cansancio brutal, así que nos detuvimos a descansar. Nuevamente hicimos el círculo en derredor nuestro con la llama del encendedor y ¡ahí estaba el cofre otra vez! ¿ Habíamos llegado exactamente al mismo lugar?, parecía ilógico, pero así era. Y de nuevo el cansancio nos impidió abrir el baúl, y de nuevo dormimos un tiempo impreciso, pero esta vez confiado en sentir el cuerpo de mi amigo a mi lado, al despertar en su lugar solo hallé el machete impregnado de un líquido viscoso y oscuro. Grité y grité pero no obtuve respuesta. Llegó entonces la desconfianza, ¿me traicionó Poncho? Pronto lo averiguaría. Me acerqué al cofre con la lánguida luz de mi encendedor, y no tardé en notarlo, el cerrojo estaba abierto, ya no quedaban dudas, levanté la tapa y alumbré el interior con la esperanza de encontrar al menos parte del oro, pero el tesoro no estaba ahí. Con una mezcla de horror y asco descubrí el cuerpo inerte y momificado de un pequeño ser hecho un ovillo, con el cráneo muy prominente en la parte frontal, filosos dientes, y una columna vertebral que poseía extrañas extensiones como de espinas, sus manos poseían garras y aún tenía ojos, unos enormes ojos que juré que me miraban como pidiendo piedad. Solté la tapa y vomité hasta que tuve calambres en el abdomen, luego me levanté y salí corriendo sin tropezar, como si el camino lo conociera de memoria. Lo que fue de Sergio, Poncho, Rafa, Norma, María y Andrea sigue siendo un misterio para mí.
Cuando llegué a Veracruz, vi en un espejo a un viejo que se parecía lejanamente a mí. Imitaba a la perfección mis movimientos y un extraño malestar nos invadió. Supe que el viejo se sintió igual al verme, pues su gesto se descompuso como seguramente lo hizo el mío. Después vagué y vagué. No supe cuando llegué aquí. Las otras mil seiscientas veces que he contado mi historia, he visto el mismo gesto de incredulidad que ahora dibuja su cara, para mí eso ya es costumbre.
No se porqué le llaman Casa de la Paz, si siempre hay gritos y cientos de voces que lo persiguen y lo despiertan a uno, cuando de vez en cuando se logra dormir.

Texto agregado el 26-08-2005, y leído por 471 visitantes. (0 votos)


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