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Ernesto en la cuerda floja

The most essential gift for a good writer is a
built-in, shock-proof shit detector.

Ernest Hemingway


—¡Hemingway! ¡Hemingway, Jr.!
Wanda sabía que me irritaba que me llamara así, se lo había dicho varias veces, y lo hacía sólo para joderme la existencia. Giré la cabeza y la vi venir hacia mí dando saltitos juveniles, sus piernas moviéndose elásticamente, vadeando a la gente y haciéndome señas con la mano como si estuviera corriendo en la playa, su pelo volando tras ella como una bandada de canarios.
Me encontraba sentado en una de las bancas de madera distribuidas a lo largo de la línea de árboles en el bulevar de Konstablerwache. Era sábado, el segundo del mes, y los peatones aprovechaban el corto día decembrino para hacer sus compras. Envueltos en pesados abrigos, caminaban de arriba a abajo entre las estatuas, los adornos navideños, los quioscos de comida, los músicos ambulantes. Bajo los escaparates, los infalibles pordioseros dormitaban junto a los rótulos de cartón con Ich habe hunger o Vielen dank escrito con mala letra, sus sombreros arrugados entre las piernas, unos cuantos pfennigs dentro de ellos.
Wanda dejó de correr y terminó el trecho caminando.
Me levanté para recibirla con caballerosidad. —Hola, Wanda—. A Wanda le gusta que la reciban con caballerosidad.
Extendió una mano enguantada y su enorme sonrisa le partió en dos el rostro.
—¿Cómo estás? —y me entregó la mano mientras nos dábamos dos besos, uno en cada cachete.
Respiraba agitadamente. Sus cachetes, que aún conservaban algo de su antigua tersura juvenil, estaban rosados a causa del frío, dándole un toque de delicadeza a su cara de facciones severas, netamente teutonas. Nos sentamos en la banca.
—¿Por qué no has ido a visitarme? —preguntó, mirándome de reojo mientras se quitaba los guantes.
—Perdí tu teléfono.
—¿No tienes una mejor excusa?
—Entonces la verdad, la mejor excusa: No sé por qué. Disculpa.
—Disculpas aceptadas —dijo con la elegancia de una reina indulgente—. ¿Terminaste The Sun Also Rises?
Al hacer la pregunta, se inclinó hacia adelante y por encima de su espalda pude ver, hacia el fondo del distrito comercial, donde las escaleras se sumergen en la estación de Konstablerwache, que las puertas del Kaufhalle se habían abierto y mostraban los domos de cebolla de Salomé, el vodevil del momento que estaba arrasando con el público de Frankfurt. Afuera, la nieve había sido amontonada contra las veredas, y la suciedad y el lodo mezclados parecían haber sido dejados por un gran camión heladero que se había volcado y había vertido cientos de galones de helado de vainilla con trozos de chocolate.
—Sí.
—¿Y?
—Encantador. Tenías razón sobre el desdén de Hemingway por los expatriados. Y como siempre, las escenas con libaciones son las mejores.
—¡Claro! También las descripciones del paisaje español, de los vascos, los viñedos, Lady Brett Ashley. ¿Sabías que lo escribió en seis semanas? ¡Seis semanas! Imagínate.
—Carlos Baker se desvive describiendo esa época de su vida.
—Ah, también leíste a Carlitos —dijo como una verdadera connoisseur—. El mejor de sus biógrafos, no como Burgess o Buckley. Un libro verdaderamente excepcional.
—¿Y Leopold? —pregunté, cambiando abruptamente de tema porque la conversación se estaba volviendo artificiosa. Leopold era su esposo o compañero o amante.
Schwul —dijo secamente—. Lo más seguro es que en este preciso instante se lo estén follando.
La miré sin decir nada.
—Bueno, marica marica no es —dijo, intentando conciliar la dulzura de su voz con la realidad de sus palabras—. Lo que sucede es que pasa de un bando al otro, como si fuera un péndulo, y a mí un hombre así no me sirve de nada.
Cruzó sus hermosas piernas, enfundadas en unos pantalones de franela café.
—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó mientras buscaba algo en su bolso.
Saqué rápidamente el paquete y le ofrecí uno.
—¿Qué haces por estos lados? —preguntó mientras se lo encendía.
—Esperando a Ronnie y a Carla —dije, y miré el reloj—. Pero parece que no van a llegar. Tan responsables como siempre.
—¿Me invitas a una cerveza?
Eisern —dije en mi alemán machacado—. Dime dónde.
—Caminemos hacia allá —dijo apuntando a un pequeño bar en el medio del bulevar que tenía las mesas y sillas del verano amontonadas contra una de las paredes.
Caminamos lentamente, deteniéndonos en los escaparates de joyas y lencería, de abrigos de piel, comentando sobre la moda alemana y el baggy look, tan en boga ese invierno. Mientras Wanda opinaba, yo, como siempre, divagaba por otro lado, sesenta años atrás. Y como siempre, rondaba en la misma preocupación: ¿Debía tomarme en serio? Para ser escritor un escritor debía tomarse en serio. Y si así no era, ¿por qué entonces me tomaba tan en serio? Su rebelión rosa, ¿había valido la pena haberse rebelado? Hemingway se tomaba en serio, tan en serio que cuando escribía encendía su detector de mierda para evitar escribirla, a pesar de que él estaba lleno de ella hasta el gorro. Pero porque se tomó en serio, logró conjurar las fuerzas vitales, contradictorias. Fue torero, toro y sangre en la arena, cazador y bestia que se desploma abatida por la bala, pez enganchado en su propio anzuelo. Con los escasos trazos de su pluma cursi pudo atinar tantas veces en el arco, la flecha y el ay. ¿Cuál era su secreto: el talento de la disciplina o la disciplina del talento? Y cuando se suicidó, ¿se suicidó porque por fin había logrado ponerse a la altura de sus personajes o simplemente se unió a la historia natural de sus muertos? ¿Qué fue lo último que le pasó por la cabeza antes de destrozársela, aparte de los perdigones? ¿Supo que dejaba viudo a este su humilde servidor, que en ese fatídico 2 de julio de 1961 cumplía seis años?
Entramos al barcito, que se llamaba Der Blau Hund. Nos sentamos en una mesa esquinera, junto a un grupo de mujeres que mordisqueaban salchichas y daban largos sorbos a sus vasos de cerveza. Mientras tragaban como si no hubiera mañana, me di cuenta que era una despedida de soltera. Las más viejas y gordas aconsejaban a la casamentera sobre la estabilidad de la vida matrimonial y las responsabilidades conyugales.
Ordenamos dos pilseners.
El bartender las sirvió de un sifón con manija de madera tallada con motivos de la vendimia. La mesera, joven y rellena y metida a presión dentro de unos blue jeans, puso los altos vasos sobre la mesa después de dejar unos sándwichs en la mesa contigua. Seguí con la mirada la cadencia de sus nalgas.
—¿Has escrito algo últimamente? —preguntó Wanda, sacándome de mi distracción.
—Sí, tengo uno nuevo. Sobre la sexualidad masculina. Un muchacho que le pide a un compañero de clases que le enseñe a masturbarse. Aunque en el fondo trata de la dificultad de encontrar lo hermoso en la vida.
—A ver, a ver.
Rebusqué entre los papeles del cartapacios y le pasé varias hojas sueltas. Nos mantuvimos en silencio mientras su mirada recorría rápidamente las páginas. Cuando lo terminó, me lo devolvió no sin cierto desdén, y le dio un sorbo a su cerveza.
—Demasiado Hemingway —sentenció, y tomó un cigarrillo de mi paquete y lo encendió con mi encendedor—. La trama, los eventos, los personajes están bien, pero no es saludable imitar tanto. En esta vida hay un solo Hemingway, y ése, a mi parecer, escribía bastante mal.
—No es que lo imite —dije, tratando de defenderme—. No soy un plagiario. Lo he leído tanto que me parece normal que se entrometa en mis asuntos. Algo así como un chico con su primer amor: imposible no sentir a la muchacha en las entrañas porque le ha robado la inocencia. Imposible que no me sienta parte de él después de que me ha enseñado tantas cosas. O una chica en su noche de bodas. Y no sólo eso: ¿Te das cuenta que soy un necrófilo, y que el aroma de ese muerto seguirá conmigo mientras viva?
—Cada aprendiz tiene su maestro —contestó ella rotundamente, restándole importancia a mi reverencia—. Kafka tuvo a Strindberg, Vonnegut a Twain, el mismo Hemingway tuvo no uno, sino dos: Sherwood Anderson y Ford Maddox Ford. Depende de quién te guste. Te gusta Hemingway y eso nadie puede cambiarlo. Pero ten cuidado con las trampas de la narrativa ajena. La tuya se llama Ernest Hemingway y caes en ella con todo el gusto del mundo.
En ese momento, y entiendo por qué, Wanda me recordó a Gertrude Stein y sus conversaciones con Ernest. Tanto tiempo que pasó la pobre gorda bigotona aconsejándolo y alentándolo, únicamente para que después él la destrozara en tres parrafitos de su festín móvil. Me pregunté si algún día yo llegaría a escribir sobre Wanda. De lo que transpiró esta noche, supe que algún día lo haría y que sería mi tributo para ella.
Carla y Ronnie nunca llegaron —o por lo menos no los vimos—. Permanecimos en el perro azul un par de horas charlando y tomando cerveza y fumando mis cigarrillos. Wanda me contó un poco sobre sus clases de literatura, y un poco más sobre Leopold, de quien se había enamorado por no sé qué ideas progresivas, pero que ahora su sexualidad torcida y quejas interminables de un mundo indiferente la tenían harta.
La noche pareció caer súbitamente —los días invernales alemanes son cortos, como los de Seattle— y cuando nos dimos cuenta, las tiendas habían cerrado. Como todo buen alemán, el bartender nos llegó a decir, en unas cuantas palabras que parecieron ladridos, que nos fuéramos. Por supuesto que Wanda no hizo ningún esfuerzo por pagar la cuenta; es más, cuando regresé de la caja, me dijo que tenía hambre y que la invitara a cenar. ¿Y Leopold? No te preocupes por él, que está bien.
Decidimos ir a García’s, restaurante español que queda en Sachsenhausen. Estábamos de buenos ánimos, así que caminamos. García’s es un restaurante bueno, limpio y con buena iluminación, y García se desvive por dar un buen servicio.
Nos acomodamos en una mesa apartada, para evitar a los comensales de la hora de la cena. La música de María Bonet se escurría suavemente de los parlantes disimulados tras unas hojas de parra y unos salchichones de plástico. El mesero, que usaba chaleco negro y destruía el alemán cada vez que abría la boca, nos atendió finamente y antes de la paella nos recomendó atún fresco con aceitunas, champiñones al ajillo y calamares a la milanesa. Para enjuagar el festín, pedimos una botella de Rioja, con el plato principal, por favor, y una cerveza bien helada para no deshidratarnos durante la espera.
Nos la trajeron en unos vasos enormes, la espuma rebalsándose por los bordes. Los vasos empezaron a sudar en cuanto los pusieron sobre la mesa.
—¿Y ya conseguiste novia? —preguntó Wanda a bocajarro, obviamente relajada por la cantidad navegable de licor que habíamos ingerido.
—No.
Frunció el ceño. —¿Tú, un hombre hecho y derecho? ¿Y además escritor en ciernes? ¿Por qué?
—Me curó la mujer perfecta. La mujer perfecta que me aconsejó a conseguir el trabajo perfecto. La mujer perfecta que montó el hogar perfecto y me dio dos hijos perfectos. Mi vida era la perfección completa: la casa perfecta en el perfecto suburbio de la ciudad perfecta. Pero tengo paciencia, y la esperanza de que un buen día llegue mi Lady Brett Ashley a pegarme unas bien merecidas patadas en el culo.
—Otra excusa para prolongar tu servidumbre, Hemingbones —dijo ella—. Otra licencia que utilizas y que me dice que vives más lo tu imaginación supura que lo que la vida te enseña. Jake Barnes es un personaje de papel y tú eres un hombre de carne y hueso, con algo más que dar que el existencialismo superficial del castrado que lo inventó y a quien te empeñas por imitar. Debiste haberte mudado a París y no a Frankfurt.
—Gracias por la cátedra —dije, un poco impaciente—. Y tu cinismo me indica que, harta de la vida y de ti misma, vas irremediablemente cuesta abajo. En cambio yo, a mis 55 años, siento que apenas empiezo a subirla.
La respuesta se hizo esperar un poco más de lo acostumbrado. Como dirían mis compatriotas: I think I hit a nerve.
Lainhafter gebirgsbergsteiger, mein speziell —dijo, sabiendo que no le entendería un carajo y así amortiguar la embestida de mi comentario. Quiso recurrir a la risa para darse credibilidad; pero en vez de sonrisa, su boca formó un rictus que delataba algo así como una desesperanza o una desesperación. En un inesperado non sequitur, sus dedos de uñas rojas avanzaron con delicadeza sobre el mantel, montaron mi mano y la acariciaron amorosamente. Los escalofríos que sentí me urgieron a apreciar su belleza ruinosa, a desear las arrugas del cuello o las patas de gallo alrededor de sus ojos fríos, azules, metódicos, y a querer compartir con ellos mi belleza ruinosa, mis patas de gallo, mis ojos, que también son azules pero no metódicos.
Cuando quise reciprocar el gesto, la mano se retiró y buscó el paquete de cigarrillos.

El atún, los champiñones y los calamares llegaron y fueron devorados sin compasión ni mesura. Luego llegó la paella en su sartén redonda y humeante, y García, como todo buen dueño de establecimiento, nos sirvió porciones generosas de arroz con pollo, cerdo, ostiones y gambas. Descorchó la botella de vino, le sirvió un poco a Wanda para que lo catara y cuando ella lo aprobó, él la felicitó por su excelente gusto. Durante la comilona casi no hablamos, comimos de buen humor, intercambiando miradas de éxtasis y haciendo los ruiditos típicos de comensales hambrientos.
—Como profesora, lo más seguro es que des muchas clases privadas —dije durante el carajillo, mientras encendía los cigarrillos de la sobremesa, el palillo de dientes bailando en un extremo de mi boca.
—A veces, si el estudiante lo necesita —dijo, exhalando una bocanada de humo.
—Me parece que yo necesito algo por el estilo.
—Para qué. A pesar de todo, vas por buen camino.
—No estoy hablando de mis cuentos —dije, bajando la mirada.
—¿Entonces a qué te refieres?
—A la vida y sus alrededores —continué sin alzar la mirada—. Creo que necesito clases de vida. En general y en particular.
—¿Tú, a tu edad? Mein Gott, ein Geknittert weniger Blume. Sospecho que estás por proponerme alguna cochinada.
—Llámalo como quieras, Wanda. ¿Para seducirte debo decirte que no eres tan vieja como piensas? Tampoco eres tan inconmovible como aparentas serlo. Si quieres, lo llamamos desesperación: La mía.
—¿Por qué desesperación?
—Porque ya no logro distinguir lo que pasa de lo que imagino que pasa. En este momento me parece que tú y yo estamos en uno de mis cuentos, y que el chico que busca lecciones de cómo jalarse la polla es aquel rubio que está sentado a dos mesas, a la izquierda. Contigo quiero que le digamos al cabrón míster ese Ernest Hemingway que hay un lugar y un momento para sus mentiras. Pero no puedo escapar, no encuentro la cura. Me urge que me ayudes a decirle que hay otras horas del día que nada tienen que ver con él.
Siempre me pasa lo mismo. Abro la boca para decir unas pocas palabras y cuando termino de decirlas mi boca no quiere parar y sigue y se convierte en grifo, y cuando el grifo no da la talla pasa a manguera, y de manguera se gradúa a surtidor, y de surtidor…
—Por eso necesito a alguien como tú, Wanda, que entienda que soy como Jake Barnes o el coronel Cantwell, muy joven o muy viejo, castrado o impotente; la cosa es que soy cualquiera de los personajes de mierda que he leído de tantos libros inútiles, porque no he logrado pasar a este lado y anclarme. Si eso fuera poco, puedo ser cualquier cosa —aquel vaso, la perilla de la puerta, la mierda de perro que pisé esta mañana en la calle— cualquier cosa, menos yo mismo, sólo yo, nada de híbridos. Es algo que enloquece, te digo, algo parecido a pasarse la vida entera subido a los árboles o haber sido condenado a la cuerda floja. Parece una estupidez, lo sé; la trampa de la que hablaste no me la ha tendido nadie, meine Liebe —aquí mi mano se posó sobre la suya—, la trampa soy yo, y yo mismo me la he tendido. Y también soy la presa que cae en la trampa, y el hueso que cruje cuando la trampa se cierra. Soy la mentira entera. Verstehen Sie mich? Tienes que entenderme, Wanda, porque quiero que seas mi ancla, te invito a que me ancles. Wanda, ¿quieres ser mi ancla? ¿Te gustaría anclarme, aunque fuera sólo por un rato?
No había terminado la última pregunta y ya estaba arrepentido.
Era obvio que Wanda estaba acostumbrada a ese tipo de propuestas, porque mi letanía no le movió un solo pelo. Es más, una sonrisa le partió lentamente la cara, como si se tratara de un favor que le pedía un niño chupadedo, y dijo sin ninguna prisa:
—Cara de qué me viste, Mikey, ¿de barco? ¿Te parece que soy bote para darte un ancla? ¿Verdaderamente crees que soy el barco del viejo Santiago para tirarte un ancla y salvarte de los tiburones?
No supe qué responderle. Me limité a ver cómo, en un movimiento lento y pausado y sin que ella me quitara los ojos de encima, aplastaba, llena de saña, el cigarrillo en el cenicero de cristal. Bajé la mirada.
—No, creí que…
—Pues no seas tan crédulo, niño viejo, que la vida primero es teta y luego falta de ella. Ése es el péndulo vital: abundancia y carencia, carencia y abundancia. ¿Por qué crees que dejé de escribir? Porque el quehacer sólo carencia me dio, y yo siempre he querido abundancia. En mi clase hay por lo menos ocho ilusos como tú, Mike, que creen que la imaginación alimenta e incluso engorda, ocho miopes que confunden el estómago con el espíritu y por eso comen literatura hasta hartarse. Con el paso del tiempo, el resultado de esa dieta es la dispepsia espiritual, te lo garantizo. En este campo son pocos los que sobresalen, y todavía son menos lo que pasan la prueba del tiempo. Hoy tienes optimismo, pero se te acaba la juventud si es que no se te ha acabado ya, y cuando estés bien instalado en la vejez y el desengaño, tu única compañía será el cascarón roto, y entonces no sabrás qué hacer con tu ilusión traicionada. Quizás logres recuperar algo del viejo ímpetu vital y te hagas maestro de literatura, periodista, traductor, qué sé yo, uno de esos oficios que los ilusos como tú toman porque dizque están emparentados con la escritura cuando en realidad son como tomarse una aspirina para curar el cáncer. Pero no importa porque el asco se te habrá instalado en el pecho y tu bilis será más negra que la tinta china. Nein vielen Dank, meine Liebe, no quiero que me inocules con tu optimismo y tu talento, que puede ser discutible o indiscutible; prefiero no saberlo. Me ha costado demasiado deshacerme de esa peste. Tu vida “bohemia” ni tu búsqueda me conmueven, Mike. Además, no eres mi tipo.
No dije nada. Me limité a mirarla fijamente. Le di el último trago al carajillo, pero costó que me pasara porque se me había hecho un nudo en la garganta.
—La clase ha terminado, niños —dijo, siempre sonriente, siempre tan segura de sí misma—. ¿Por qué no hacemos igual que Mickey Mouse y nos vamos cada uno para su haus? Me parece que ya bebimos y comimos lo suficiente, sin tomar en cuenta lo que hemos hablado. Además, yo no tengo un solo pfenning. ¿Me prestas veinte marcos para el taxi?
—Déjame que pague y nos vamos —dije, modulando la voz lo mejor que pude. Me levanté de la silla y me puse el abrigo.
Fui a la barra y me recosté contra ella. Me puse a esperar a García, que estaba al frente del negocio atendiendo a una pareja con un niño que se rehusaba a comer la tortilla que él había llevado.
—Un brandy —le dije entonces al barman, un joven con cara de gitano que, apoyado en el interior de la barra, hablaba con dos clientes que tomaban vino tinto—. Ponlo en la cuenta de aquella mesa —y en un movimiento casi automático agarré un menú.
El joven de tez aceitunada puso la copa frente a mí y la llenó hasta la mitad. La agarré y bebí la cantidad precisa para que me quedara otro trago igual. El líquido ambarino me descendió suave y tibiamente por el pecho y el estómago.
Tras hacerle una seña al gitano para que tomara nota, leí con soltura los platillos del menú que saltaban a la vista: riñones al jerez, hígado con patatas bravas, escalopes vieneses, filete de menguado a la molinera, empanadas gallegas, tartaletas de anchoa, patatas ali-oli, pincho de solomillo, gambas al ajillo, raxo adobado y un Premio Nóbel. De postre, flan de caramelo, peras al vino y arroz con leche. Con dos botellas de Lagar de Cervera, bien frío, bitte.
—Estamos esperando a cuatro personas que cenarán con nosotros —dije cerrando el menú—. Ponlo en la cuenta de la misma mesa.
Le di el segundo y último trago a la copa de brandy.
—Ya regreso —dije cuando el gitano regresó de poner la orden en la cocina, y devolví el menú a su lugar. Luego me dirigí a la parte trasera del restaurante, donde estaban los baños.
Seguí derecho y salí al callejón por la salida de emergencia. Me topé con una pared de ladrillos, contra la cual estaban recostados dos enormes contenedores olorosos a basura vieja, podrida; y también me topé con el frío intenso, que me devolvió un poco la cordura, y antes de empezar a caminar me acomodé la bufanda y me subí el cuello del abrigo.
Salí del callejón y llegué a la avenida iluminada por las lámparas de mercurio. Entre los carros que pasaban raudos en una dirección u otra vi, dentro de los restaurantes al otro lado de la avenida, a los comensales sentados charlando y tomando y comiendo y amándose y odiándose sin mayores complicaciones.
Me escondí detrás de un poste que me permitía ver el interior de García’s sin que nadie estando ahí pudiera verme. No tuve que esperar tanto tiempo, porque el servicio que brinda García es excelente. Wanda, al ver tantos platillos que le llevaban a la mesa, se levantó, gesticuló, agitó los brazos y les mentó la madre a todos. El joven gitano que tomó mi orden llegó a la mesa y se puso a discutir con ella. Pronto se armó un alboroto y los meseros y Wanda iban de un lugar a otro, supongo que en busca mía. Incluso hubo uno que salió por la puerta delantera y estuvo parado unos minutos frente al restaurante, supongo que en busca mía. Pero al ratito entró y cerró la puerta con cuidado, porque empezaba a soplar un viento frío.
Me metí las manos a los bolsillos del pantalón y caminé, y mientras me alejaba de las anclas y los flanes y las dispepsias metafísicas, pensé en un tal Francis Macomber, tan cobarde como yo, y en su esposa Margaret, tan frívola y hacedora como yo, y en un pescador pobre llamado Santiago, tan humillado y orgulloso y menesteroso como yo. También pensé en un café nocturno y en un viejo sordo, tan sordo como yo (y un poco más viejo), sentado bajo la sombra de un árbol generoso que estaba en el traspatio del cafetín. Durante el día la calle de ese café era polvorienta y los cables de alta tensión colgaban penosamente combados entre los postes. A la noche la humedad sedimentaba el polvo y por eso al viejo le gustaba sentarse a la sombra de ese árbol, y también porque el café era limpio y bien iluminado. Y mientras seguía mi camino pensé que dentro de ese café había dos meseros vigilando al viejo sordo, tan sordo como yo (y un poco más viejo), porque sabían que estaba un poco borracho, como yo, y que aunque fuera buen cliente, como yo, sabían que si bebía demasiado se subiría a uno de los postes eléctricos y caminaría sobre los cables, y que por eso lo estaban vigilando, para que el viejo sordo no se subiera al poste y, como yo, caminara en la cuerda floja.

Texto agregado el 27-08-2005, y leído por 341 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
28-08-2005 Vaya! ¡Qué cuento tan largo! Naty15
 
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