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LAS HERMANITAS HUEVO
Epilejoremor

—Tía: ¿podemos quedarnos a vivir contigo... y con mamá? —preguntaron Mita y Carla, hablando por primera vez, en muchos años, con el cuerpo redivivo de su madre.
—¡Por supuesto hijas!; ¡también soy su madre! — contestó Clara, conmovida hasta lo más profundo de sus entrañas, en realidad las de Ema, su difunta hermana siamesa.


Clara y Ema nacieron siamesas por designio de Dios Padre, y así permanecieron casi veinte años, por creencias de su madre.
—Viejo, ¿qué nos dijo Don Samuel hace un año, cuando vino del Sureste nada más para casarnos?: lo que Dios une el hombre no habrá de separarlo, ¿o sí?
Ese fue el argumento supremo de la madre de las recién nacidas, y así se quedaron. Aunque no para siempre, lo que era previsible pues, como les dijo doña Delfina, la partera, parecía sencillo desligarlas ya que no compartían órgano vital o hueso alguno, sólo las unían músculos y arterias de la cadera y el muslo.
Por lo pronto él aceptó dejarlas como estaban, pero sin creer que fue Dios quien había uncido así a sus hijas –"serían chingaderas, no designios", diagnosticó.
Como creía necesario asegurarse de que las niñas, fuera de su anómala unión, eran normales, después de seis meses de insistencia convenció a su esposa y las llevaron con el mejor especialista del país. El diagnóstico no pudo ser más alentador: "están tan saludables como cualquier niño de su edad y pueden ser separadas en el momento que deseen; la intervención sería fácil, rápida y nada costosa".
Tratando de aprovechar la ocasión y la presencia del cirujano, la presionó: ¿Ya ves Vieja?, es fácil ¡y rápido! Ella guardó un discreto silencio mientras vestía a las niñas y las acomodaba en la carreola doble; después de un amable "muchas gracias, doctor", no volvió a abrir la boca hasta que estuvieron solos en el coche.
—Viejo, ¿has pensado que también sería fácil y rápido deshacer nuestra unión, no siendo tan física como la de nuestras hijas?
—Cómo crees Vieja, sólo pienso en su bienestar y el nuestro, y del nuestro, pienso más en el tuyo, y del tuyo en el del futuro. Si algún día nos recriminan por haberlas condenado a permanecer así, fusionadas, ¿qué vas a decir?, ¿cómo vas a reaccionar?
—"¿Nos?"; ¿qué no les dirías la verdad?, ¿que fui yo y sólo yo quien se opuso a su separación? De todos modos no te preocupes, te prometo que si algún día quieren desligarse yo no seré obstáculo frente a su voluntad, y que Dios me condene sólo a mí, si ellas no respetan sus designios.

Siendo jóvenes, preparados, inteligentes, poco solemnes, y previsores, después de prever a fondo las circunstancias únicas que iban a tener que afrontar, sobre todo en la infancia cuando es más probable adquirir complejos, bautizaron a las niñas con los nombres de Clara y Ema. Y es que habían concluido que la cruel sinceridad de algunas futuras amistades infantiles se ensañaría con su forzosa trabazón, sin desperdiciar la menor oportunidad para mofarse de ellas y ponerles todo tipo de remoquetes. Por lo tanto, decidieron: "es aconsejable que nosotros mismos les demos material para una burla limitada; así, los escuitles les dirán las hermanitas huevo, clara y yema, y nosotros les explicaremos que, en efecto, eso es lo que son; ni más ni menos que dos productos idénticos de un solo embrión o huevo". Nunca les apodaron así; fueron las Rigual, las siamensas, las güevos de puerco, las cuadrúpedas y otras descripciones ingeniosas, pero nunca, a pesar de sus intentos de inducirlo, las hermanitas huevo.

Desde el primer día todo comenzó a ser idéntico para Clara y Ema: cunas y ropa de cama, mamilas y chupones, zapatitos y tocados o sombrerillos; la misma ropa, por supuesto del mismo color, los mismos juguetes y mascotas, la misma comida y horarios; todo, incluyendo el trato y la educación, por supuesto.
Cuando cumplieron seis meses, ni la madre habría encontrado manera de distinguir una de otra excepto por su posición obligada: de frente a ellas, Ema estaba a la derecha y Clara a la izquierda. Pero antes del año y medio comenzaron a exhibir diferencias drásticas en el comportamiento, conductas contrastadas que la desconcertaban.
A los cuatro años ya no había desconcierto y sobraba la certeza. Ema era huraña y retraída, sumisa y dependiente, de tendencia sedentaria, apacible, y manejable. En contraparte, Clara era social y extrovertida, se revelaba cuando no conseguía lo deseado, traía arrastrando a su hermana y, dentro de sus limitaciones, hacía lo que quería; lo único que aceptaba sin discutir, y a veces hasta lo exigía, era vestir en forma idéntica a la de Mita, como comenzó a llamar a su hermana, Emita, desde que pudo hablar.
Para el sicólogo que seguía el caso de las niñas desde antes de nacer, eso contradecía estudios anteriores en los que el feto dominante actuaba después como líder. Ema fue quien, en el útero, se movía más controlando el reducido espacio, mostraba más vivacidad, e incluso no sólo se chupaba el pulgar de su mano izquierda, sino que metía en la boca de Clara el pulgar derecho para que mamara.
Entre las diferencias resaltaba el hecho que Clara fuera zurda y Ema diestra, lo que propiciaba problemas de interacción. Así, cuando las matricularon en preescolar y se vieron obligadas a compartir el mismo pupitre, tuvieron conflictos para coordinar sus tareas. Actuando con lógica, Clara se dispuso y logró aprender a pintar, escribir y realizar otras labores con la mano diestra, con lo cual adquirió una libertad relativa que Ema no logró al negarse a experimentar.
Cuando estaban a punto de terminar la primaria, y en vista de las diferencias de carácter, su madre discutió con ellas la posibilidad de separarlas, pero las dos se negaron en forma tajante. Y es que se llevaban muy bien, sin poner reparos en las rarezas de la otra.
Después, ya en secundaria, las jovencitas afrontaron desventajas más serias, agudizadas cuando salieron con el galán de Clara, "un peladito de escuela pública que no tiene ni en que caerse muerto", según Ema. Ésta tuvo que presenciar, con muestras de indignación -¿y celos?, cómo se besaban, se acariciaban, y más que eso, se masturbaban. Con todo, prefirieron seguir juntas, y Ema se avino a alcahuetear a su precoz hermana.
La disociación conductual y ética evidenciaba cada día que era necesaria la separación quirúrgica, incluso llegó a agudizarse la propensión de Ema a tiranizar a Clara, tendencia muy íntima que sólo ellas conocían desde siempre, a tal grado que la amenazó con denunciar a su madre los escarceos sexuales que había atestiguado. Clara rechazó de manera tajante el chantaje diciéndole que ella "no se chupaba el dedo", que era la única dueña de su cuerpo y personalidad, y que los defendería aun a costa de la disyunción.
—¡Jamás, jamás! ¡Lo que Dios une...! —explotó Ema.
Durante su formación preparatoria y universitaria, lo insoportable de tal situación fue creciendo ya no con los años, sino con los días, a veces con las horas. A los diecinueve años de edad, aunque con diferentes nivel de profundidad, ambas jóvenes se preguntaban cómo era posible que su hermana fuera su Otrayó y al mismo tiempo su antípoda.
Para entonces ya en varias ocasiones habían dado interpretaciones encontradas o muy diferentes a los mismos hechos presenciados, clamando ambas que decían la verdad, sintiendo y sabiendo que Yo no miento y Otrayó sí; como cuando sorprendieron a su padre manoseando a la muchacha.
—Mamá: hace rato, mientras te bañabas, mi papá estaba en el cuarto de planchar agarrándole las chichis a la Marilina, ¿verdad Mita? —le dijo Clara, con tono calmado y objetivo, pero no soplón.
—Eres una chismosa Clara, mi papá es incapaz —alegó Ema, agresiva, pero no tanto por defender a su padre, cuanto por declarar su verdad.
—Te lo juro mamá, las dos lo vimos; a poco no sé lo que veo... cómo eres Mita.
—Clara sólo ve lo que su mente cochambrosa quiere ver, no le creas mamá; pregúntale a Marilina; o mejor a mi papá. Te juro que la estaba consolando del regaño que le diste por haber quemado tu blusa de satén.

Era obvio que cada una de ellas era, en el físico, una imagen especular de su gemela; pero, las ocupantes de esos contenedores idénticos, día con día mostraban más las desigualdades mentales, vitales y espirituales que definían sus respectivas formas de ser.
¿A qué genio maligno atribuir esos contrastes?, ¿a qué divinidad?, ¿o sólo fueron las pequeñas diferencias en experiencia externa lo que determinó las grandes oposiciones en interpretación interna, cada día más evidentes que el anterior? ¿Por qué era tan desigual la resultante de su uso de la percepción, memoria e imaginación? Nada evidenciaba que sus cerebros fueran idénticos hasta en el número de neuronas.
Clara tuvo su primera experiencia sexual semicompleta cuando Ema ni siquiera daba muestras de interesarse en el sexo opuesto —su naturaleza era impertérrita y sincera, no estaba actuando—; y es que Clara era experimental, tanto, que aprendió a nadar remolcando a su hermana, quien se negó a intentarlo; además era lúcida, atea, leída y revolucionaria, aunque no le interesara partido político alguno. Ema era racionalista, confusa, religiosa, reaccionaria, e ignorante pasiva a pesar de poseer el mismo coeficiente intelectual, de hecho era un poco mayor, pero lo utilizaba menos.
Cuando cursaban segundo año de Leyes, las virtudes de Ema llamaron la atención del licenciado Mercurio Leal, connotado y joven líder del Movimiento Universitario de Renovadora Orientación, su profesor en la Facultad. Así fue como conoció a su único amor, el que siempre había imaginado; un hombre guapo, rico, inteligente, honrado, católico... y del PAN, partido político al que de inmediato se afilió. Y entonces sí, sin miramiento alguno pidió a su hermana el divorcio en el menor tiempo posible.

Las separaron en una tarde, y un mes después se casó en La Villa, abandonando la carrera a instancias de su esposo –"yo haré lo que disponga Mercurio, Clara, tú no te metas". Justo al cabo de nueve meses parió a Mita, su primera hija, una niña normal con asombroso parecido a las siamesas.
Desde el mismo día de la escisión definitiva Clara empezó a añorar la presencia de su hermana, a resentir el desconcierto de tener que ir a todas partes sin Mita quien, además, prefirió dormir en otra recámara mientras llegaba el día de la boda. Pero después que Ema se marchó, cuando supo que lo sucedido era irreversible, por las noches comenzó a ver cómo la nostalgia diluida en las paredes, el techo, la alfombra, los cuadros, las cortinas y muebles de su alcoba, se concentraba en las sábanas y almohada, y se apoderaba de ella envolviéndola e inundándola sin permitirle dormir ni estar en vigilia. Y es que desde niñas se habían habituado, con frío o calor, a pasar la noche enlazadas como amantes, al grado de humedecer sus camisones con sudor, cuando niñas, y sus pantaletas con secreciones, cuando adolescentes. Ese encanto sólo se desvanecía en el momento en que Clara, invariablemente ella, comenzaba a arrojar gases.
—¿Ya vas comenzar? ¡Sácate de aquí, inmunda! — Ema, enfurecida.
En la mayor parte de esas molestas aunque raras ocasiones, Clara trataba de disimular sus cuescos, dejándolos salir a la chita callando en un esfuerzo sincero por no interrumpir la delicada intimidad, pero Mita tenía olfato canino.
Ema, con Mercurio a su lado, nunca dio muestras de extrañar a su hermana.


Años después, poco antes de irse a vivir a Guanajuato para trabajar con el régimen panista que se aprestaba a gobernar esa entidad cristera, la pareja tuvo su segunda hija, Carla.
—Pinche Mita, ¿por qué "Carla"? ¿Por qué no le puso como yo?; está claro que quería ponerle mi nombre —Clara, rumiando confusa su desconcierto y coraje.

Allá ocurrió el desolador accidente que convirtió a Ema en un vegetal. Habiéndose convencido que también podría aprender a nadar, máxime teniendo su propia piscina, intentó el clavado que la desnucó y le floculó, sin remedio, el córtex cerebral.
Clara sufrió como nadie pudo haberlo imaginado, y fue ella quien más esfuerzos hizo por traer a su hermana de regreso. Consultando a los mejores especialistas del mundo — ella se había especializado en neurocirugía después de abandonar la carrera de leyes que había iniciado sólo por complacer a su hermana-, se enteró que era posible un transplante cerebral, aunque con pocas posibilidades de éxito completo. Ella misma entrevistó al audaz colega que estaba realizando tan innovadores experimentos, un joven nipón de Nagasaki, a quien le expuso el problema de su hermana, recibiendo verás respuesta:
—Sólo lo hemos practicado con cerdos y macacos, Clarasan. De treinta experimentos con monos, sólo a tres les pudimos quitar la calidad de muertos en vida -primero los descerebramos- y llegaron a recuperar movimiento y reacciones, pero no hemos constatado que puedan aprender o recobrar la conciencia.
—En todo caso, si convenzo a mis padres, a mis sobrinas y mi cuñado, y por supuesto si consigo un donador: ¿aceptaría realizar la intervención, Katosan? Yo me ofrezco para conseguir los permisos pertinentes y para auxiliarle en el quirófano.

Pero después de quince años de haber adquirido las dispensas médicas y eclesiásticas que le exigieron, mientras Ema acumulaba años vegetando, persistía la frustración de no conseguir donador.
Para entonces Clara se había casado y también tenía dos hijas, de siete y cinco años de edad, dos vivaces mestizas de japonés y mexicana. Sí, había casado con Kato, y los transplantes cerebrales de esta pareja de neurocirujanos eran la sensación médica mundial; cincuenta por ciento de éxito en cuanto a recuperación de normalidad, y acaso veinte por ciento de rescate de la capacidad intelectual y conciencia; "acaso", porque ésta era imposible de medir en sus macacos, y las sociedades protectoras de animales no les permitían experimentar con orangutanes, chimpancés ni gorilas –"primates casi idénticos a nosotros", en opinión de Kato.
Entonces aconteció el segundo accidente durante el regreso de Clara al Japón, después de visitar a sus padres y platicar a solas con Mita. Platicar a solas era el eufemismo que usaba para ocultar el secreto de lo que hizo con Ema las últimas cuatro veces: se metía a la cama con ella y la abrazaba íntimamente, más aún que cuando eran niñas y jóvenes, hablándole al oído; tratando de despertarla a como diera lugar, besándola, acariciándola; incluso la gaseaba sin piedad.
Sabía que las tomografías, las resonancias magnéticas y los encefalogramas no mentían, pero su amor fraterno la llevaba a esta descabellada, experimental pero poco científica tentativa.
—¡Mita!, ¡Mita! —moviéndola con delicadeza –¡anda!, abrázame y apiérname como te gusta, yo te ayudo, así. Enróllame los pelitos como antes, a ver; ahora tú solita; ven muérdeme el hombro, la orejita... ¿o prefieres que te haga enojar?; como tú quieras, Mita, pero hazme por lo menos una seña ¿sí?; ¿qué no hueles?; dime que sí; haz un gesto por favor. ¡Pendeja! –sacudiéndola con furia –¡me estoy ventoseando casi en tu misma cara!; ¡regáñame!, ¡defiéndete!, ¡córreme! —Clara, frustrada, marchita, y ya incapaz de llorar.

El aeroplano en que arribaba se incendió durante el aterrizaje y fue una de sólo tres personas que perecieron, pero su cerebro quedó intacto y éste, según demostró Kato, había sido donado a su hermana en caso de muerte prematura o accidental.
Con plena aceptación de sus suegros, los padres de las siamesas, y de su concuño Mercurio y sus hijas Mita y Carla, Kato llevó el cuerpo de Ema a Nagasaki. Habiendo extraído y preservado el cerebro de su esposa el mismo día del accidente, en menos de una semana, a seis días del deceso de Clara, realizó el transplante.
Cuando Ema recuperó la conciencia, lo primero que hizo fue preguntar por los suyos...

—¿Xochitl?... ¿Kikuyi... ¿Kato?
El éxito del Transplante cerebral entre gemelas siamesas tuvo tal repercusión que, ahora sí, Kato aseguró el Premio Nóbel de Medicina –sin su pareja ya era el candidato, casi único, al galardón. Pero el honor de recibirlo, y el millón de dólares concomitante, fueron poco frente a la felicidad de recuperar a Clara; tan poco, que con gusto pagó la "indemnización por daños morales" que demandó el licenciado Mercurio Leal, por su "sufrimiento moral y el de sus hijas": un millón de dólares.
Una vez en México, Mercurio se vanaglorió de su triunfo sin tener que acudir a los tribunales: "ese charlatán resucitó a su esposa, no a la mía; si le hubiera cobrado por el cuerpo de Ema no hubiera tenido con qué pagármelo; por eso nos indemnizó sin chistar".
Pero Mita y Carla rechazaron a su padre y no les importó el millón.

—Tía: ¿podemos quedarnos a vivir contigo... y con mamá?


Texto agregado el 28-08-2005, y leído por 516 visitantes. (0 votos)


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