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¡Silencio!

—En cuanto llegue a almorzar, le digo —amenazó la madre a su hija de nueve años.

Temblando de la furia, la mujer miró la lámpara hecha pedazos en el suelo, miró a su hija con desprecio, volteó a mirar la bicicleta volcada y soltó la primera bofetada.

—¡Malcriada! ¿Cuántas veces...?

La niña se llevó la mano al cachete.

—¡No fue mi culpa! —gritó, entre humillada y malhumorada—. ¿No ve que se me metió en el camino?

La mujer soltó la segunda bofetada.

—¡Callate! A mí no me contestés así. Andate a tu cuarto y ahí te quedás hasta que llegue tu papa. ¡Ordinaria!

María J. Corrido, de vestido blanco y ojos verdes, salió de la sala sobándose la mejilla. Las lágrimas le repujaban los ojos pero hueso que iba a llorar, por lo menos no enfrente de su mama, no le daría ese gusto a la puta. Se volteó un momento para mirarla y, segura de que no iba a levantar la mirada porque estaba recogiendo los pedazos de la lámpara, sacó la lengua como culebra e hizo una guatusa con la mano derecha. Continuó su viaje al destierro y le pegó una patada a la Raggedy Ann que estaba sentada contra la pared del pasillo.

—¡Ideay! —gritó la muñeca de pelo rojo, con el pecho hundido por la patada—. ¿Qué te pasa? ¿Sólo porque te dieron tu par de galletas la tenés que agarrar conmigo? No me arruinés.

—Y qué —repuso María—. Te puedo patear cuando me dé la regalada gana —y la pateó varias veces hasta dejarla al revés en una esquina.

—Ya está, pues —dijo la muñeca, patas arriba—. Vos ganás. Vamonós.

María cogió la muñeca por la cintura y la alzó. Entró a su cuarto y cerró la puerta de un golpe. Dejó a la Raggedy Ann en la mecedora y se tiró en la cama. Se acordó de la mariposa que había atrapado esa mañana; era tan pequeña y frágil que las alas se le desprendieron cuando María intentó acariciarlas. En su agonía, la mariposa enrollaba y desenrollaba la espiritrompa y movía de un lado al otro su cabeza de casco de astronauta. Asqueada por las contorsiones, María la tiró al suelo y la aplastó de un zapatazo. Recordaba la experiencia mientras tocaba el lugar en sus calzones donde se había limpiado el polvo de las alas. Había sido una buena idea limpiarse ahí y no en el vestido, porque fijo que la puta hubiera visto la mancha y la hubiera regañado. Por eso le caía contra las patas, porque la regañaba por todo.

—Levantate —le dijo la muñeca, desde la mecedora—. ¿Para qué te quedás así, como babosa, si de todos modos no podés dormir?

María suspiró y saltó de la cama. Recorrió el perímetro del cuarto, tocando distintos puntos de las paredes, apretando la cara de otras muñecas, abriendo libros y dejándolos abiertos. Bajó a la Raggedy Ann, se sentó en la mecedora y recogió el libro de cuentos del Dr. Seuss que estaba en el suelo.

—¿Y a mí me vas a dejar tirada aquí? —reclamó la muñeca.

María se la sentó en el regazo y hojeó el libro. Había leído Moruga la tortuga más de mil veces y nunca la aburría. También le gustaba Los 500 sombreros de Bartolomé Cubbins, pero no tanto como el primero. Le encantaba leer cómo el rey Moruga había puesto a sus súbditos debajo de él para que así pudiera ver más lejos que nadie en el mundo. Pero no podía, y no pudo, ver más allá de la Luna. Nadie podía ganarle a la Luna.

—Yo sí —dijo la muñeca, y la miró con sus ojos de botones negros, inexpresivos.

—Mentira.

—Verdad.

—Mentira.

—Verdad.

—Ah, callate la boca.

La Raggedy ésa no sabía nada. Ni siquiera el último sombrero de Bartolomé Cubbins, con su diamantote y plumas y todo, podía ganarle a la Luna. Y por eso el rey Moruga se cayó del trono, porque quiso llegar más alto que la Luna.

María cerró el libro y se meció en la mecedora. Su papa no le pegaría, siempre le decía que era su muchachita preferida, que la quería más que a nadie en todo el universo. Aunque no era verdad porque un día que le pegó, le reventó la piel de los muslos a fajazo limpio y ella no pudo sentarse por dos días seguidos. Claro que después él le pidió perdón y le prometió que nunca le pegaría con la faja de nuevo porque no le había gustado cómo le había sacado sangre de las piernas, no le gustaba que las piernas de su hijita estuvieran todas llenas de sangre.

—Pero esta vez te va a dar bien duro —dijo la muñeca, sonriendo maliciosamente.

—¿Y vos qué sabés?

—La puta le dice a él qué hacer y él le hace caso en todo.

María siguió meciéndose. Con todo y promesa, su papa le volvió a pegar, aunque ya más suave. Pero no importaba qué tan suave le diera, a ella le dolía y siempre era ella la que terminaba llorando. Sí, era cierto, la puta estaba brava. Y cuando su papa llegara a almorzar, le diría, con esa voz tan horrible que tenía, que la niña mimada esta vez se había propasado, que necesitaba darle para que aprendiera. Puta de mierda. Y su papa era un baboso porque le hacía caso en todo, aun cuando la puta lo llamara vago y sinvergüenza. Pero ni sinvergüenza ni vago era, porque trabajaba todos los días y todos los viernes las sacaba a comer y después iban al cine. Lo que pasaba es que la puta era una malagradecida. Lo llamaba vago porque él se daba sus escapaditas a saber adónde y no regresaba hasta tarde, y la puta, sin falta, se sentaba a esperarlo en la sala a oscuras. Había veces que hasta se ponía hablar sola, de tan loca que ya estaba.

—Matémosla —dijo la muñeca, y le brillaron los botones de los ojos.

María la miró con interés. —Pero cómo, si no es fácil —preguntó, desconcertada.

—Sencillo —dijo la muñeca—. Con el veneno para ratones. No, no, mejor cortémosle la garganta con el cuchillo de la cocina.

Esas noches María también esperaba a su papa, pero sin que nadie la viera, para asegurarse que llegara bien, y desde el fondo del pasillo presenciaba las peleas que se armaban. Cuando él por fin llegaba, la puta estaba que hervía, y el cuerpo le temblaba desde la punta de las chinelas hasta los rollos en el pelo.

—Le cortaríamos el gaznate por detrás —dijo la muñeca—. Yo la puedo sostener y taparle la boca mientras vos cortás.

Él siempre llegaba de buen humor y trataba de abrazarla y de besarla, pero ella se lo quitaba de encima y le preguntaba a gritos que si había vuelo a ver a la putilla ésa, que se apartara porque apestaba a trago y a mico de otra. Gritaba hasta que él se daba por vencido y se iba a dormir. Ella se quedaba gritando sola y después se metía al cuarto y se encerraban de un portazo. Y no se volvían a hablar hasta al día siguiente, por la noche.

—Imaginate la cara de tu papa cuando la vea muerta —dijo la muñeca.

—Uuh —contestó María—. Se pone a bailar de la felicidad.

Siempre se reconciliaban durante la cena. Todo comenzaba con una agarradita de manos y se pasaban la comida haciéndose ojitos. Después, cuando la puta se ponía a lavar los platos, él se le acercaba por detrás. Le decía cosas al oído y ella se reía y le contestaba en voz baja. María sabía que ella le decía que tuviera cuidado con la niña, pero él no le hacía caso, la besaba en la nuca y le metía las manos por debajo de la blusa. Cuando los platos estaban listos, entonces se iban al cuarto y cerraban la puerta sin hacer ruido, y las veces que María la había tanteado abrirla para espiarlos, siempre la encontraba con llave.


—Entonces vos podrías dormir con él —dijo la muñeca.

—No seás babosa —contestó María—. ¿No ves que un hombre soltero debería dormir solo? Pero eso sí, yo lo despertaría tempranito todas las mañanas.
Después de presenciar las peleas, María volvía al cuarto con Raggedy Ann, que había permanecido el rato entero colgándole de la mano. La muñeca le hacía un montón de preguntas porque no había podido ver bien, y María le explicaba su versión en voz baja hasta que las dos se quedaban dormidas, como ahora, que el suave vaivén de la mecedora las había adormilado. A María la cabeza se le movía de un lado a otro como desencajada del cuello. Más dormida que despierta, ella se la enderezaba de un tirón suave y entonces las pupilas se volteaban hacia arriba, detrás de los párpados entrecerrados, al mismo tiempo que la cabeza volvía a desencajársele.

—¡Despertate!


Escuchó un ruido de motor y saltó de la silla. Trepó a la cama de un salto y miró por la ventana: un carro que no conocía pasó despacio y dobló en la esquina. Tranquilizada, se dejó caer sobre la cama y trató de dormir de nuevo pero no pudo, así que comenzó a identificar formas en el grano de las tablas del techo. Era como mirar nubes; entre los nudos de la madera pudo identificar una cara gritando allí, un sol naciente allá y un poquito más allá, un perro aullando. Sus pensamientos se tornaron viscosos y sin darse cuenta se volteó y quedó dormida boca abajo, con la falda enrollada hasta la cintura.

Era una aguja en las nubes. Se sumergía en ellas y emergía como los delfines en el mar. Cuando se detenía a descansar, con la punta viendo hacia el cielo, su cuerpo despedía destellos plateados. A lo lejos, cientos de llantas negras enfiladas avanzaban hacia ella a toda velocidad, haciéndose más grandes a medida que se acercaban. Las llantas rodaron por encima de ella tratando de romperla, de aplastarla, de hacer que cediera. Ella no podía detener su paso incontenible, no se podía mover ni esconder, y todo el cielo retumbaba con el ruido de las llantas. Quería poncharlas con su puya para que no la siguieran acosando, piqueteaba como alacrán asustado pero no lograba detenerlas, la pobrecita sudaba y las llantas rodaban y el cielo retumbaba como si todos los ángeles estuvieran tocando tambor.

—¡Despertate!

María abrió los ojos. El sopor provocado por la mala siesta y el calor de mediodía la impidió moverse. Estaba sudando; sentía mechones de pelo húmedo pegados a la frente y tenía el vestido pegado a la barriga. Volteó la cabeza y miró a Raggedy Ann meciéndose en la mecedora, sonriendo maliciosamente.

—Hoy te cae —dijo la muñeca, con tono burlón.

Su papa estaba por llegar, su papa la iba a penquear, su papa le iba a sacar sangre. Casi podía oler el cuero de la faja, casi sentía los chicotazos de la faja en las nalgas. Detestaba el ruido que hacía el cinturón contra los cargadores del pantalón cuando él lo jalaba. Sólo verlo doblar la faja por la mitad la asustaba más que nada. Lo peor era el dolor, las punzadas. Los ojos se le llenaron de lágrimas y las fosas nasales le aletearon rápidamente. La cara de su papa la horrorizaba, esos ojos rabiosos, los dientes apretados dentro de la boca cerrada. Y después le decía que le dolía más a él que a ella.


—Tu papa es bien mentiroso —opinó la muñeca.
¿Cómo le iba a doler más a él si cuando le pegaba era ella la que siempre terminaba a llanto partido?

—Una llora mucho, ¿verdad? —preguntó la muñeca con dulzura—. Es que duele una barbaridad.

—Callate —contestó María, entre lágrimas. Se levantó y viendo que su momento estaba por llegar, comenzó a llorar más fuerte. Cuando, de pronto, escuchó el ruido del carro de su papa, se llevó las manos a la boca y saltó a la cama. Asomó la cara por la ventana justo cuando el carro amarillo se estacionaba en la calle y las luces de freno se apagaban. Vio a su papa salir, ajustarse la corbata y sacar un cartapacios del asiento del copiloto. Cerró la puerta y saludó a la puta, que había salido a su encuentro bombardeándolo con las quejas de siempre y apuntando a la ventana desde donde María observaba. Pensativo, él escuchó todo lo que ella le dijo. Después entraron a la casa.

—Te va a sacar sangre —dijo la muñeca.
María bajó de la cama de un salto.

—Nel pastel —dijo con súbita determinación—. Yo me la saco sola —y se metió un puñetazo en la nariz. Sintió que el centro de la cara se le hinchaba y buscó la sangre con los dedos, pero no la encontró. Entonces dio la media vuelta, avanzó dos largos pasos y se estrelló de narices contra la pared. La sangre comenzó a correrle por el mentón y el cuello. Respirando por la boca, se fue a ver al espejo. Ahí vio cómo la saliva caía al suelo en hilachas bermejas y la sangre formaba un babero rojo en su vestido blanco. Estaba todo listo para hacer su dramática entrada. Buscó a Raggedy Ann con gestos de ciega.

—¿Qué les vas a decir que te pasó? —preguntó la muñeca cuando la alzaron.

—No sé todavía —dijo María con voz de acatarrada—. Ahí me invento algo.

—Entonces, ele jota —dijo la muñeca, contenta—. Te ves bien, muy bien.

Cuando abrió la puerta del cuarto, María J. Corrido ya no tenía miedo. Lanzó un chillido largo y salió corriendo a hacerle frente a su destino. Remolcaba a la Raggedy Ann, que parecía volar torpemente tras ella rebotando contra las paredes y el piso.

Texto agregado el 30-08-2005, y leído por 208 visitantes. (0 votos)


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