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El aire se había manchado de violeta en el crepúsculo de aquél viejo muelle de pescadores de ilusiones; las maderas de las de los botes lucían como sombras brillantes meciéndose en las aguas de aquél río que se iba coloreando con los tonos de su entorno. Del morado al negro profundo cabían dos horas apenas, como para recoger redes, vaciar los baldes y emprender el regreso hacia el hogar añorado.

Los hombres que cometían aquella tarea, actuaban con la sincronización de los relojes y la voluntad de las hormigas; descalzos, empapados y extenuados, escalaban la pendiente empedrada para sumergirse en calles angostas y poco iluminadas, dejando atrás aquél muelle deshabitado en el que habitaron todos sus sueños con los primeros albores de la mañana.

Sixto, era uno más en aquella comunidad de escamas humanas, de un andar lento y apesadumbrado, transitaba solitario las veredas repetidas. Él, era un hombre tosco y de una personalidad reticente, por ende, nunca se había casado y tampoco lo disgustaba llegar a su cabaña y encontrarla ausente de caricias y aún con la cama desarmada; solía decir que prefería perder una hora más en echar leños a la estufa y poner la pava que perder toda una vida dándole explicaciones a una dama. Ni siquiera le molestaba no tener amigos, le bastaba con que su perro "Barracuda" lo acompañara.

Su casa no estaba lejos del puerto, seis calles al norte, cruzando los andenes atiborrados de semillas y granos de la vieja Aceitera Continental, sin embargo en aquella noche de agosto la distancia parecía duplicarse con el frío que hendía las venas.

La ventisca soplaba del río trayendo olores a vísceras y caracoles muertos, había que evitar respirar, ya que se helaba el alma como los techos. Sentía sus pies punzantes por sobre su costra de piel callosa y cuarteada, y los míseros pantalones raídos hacían rechinar sus rodillas como maderas apolilladas.

Barracuda se había pegado a su andar y hasta a veces se le cruzaba buscando por instantes la protección efímera de sus piernas, Sixto, con el mentón pegado en el pecho y sujetando con fuerza su saco desabotonado, resistía estoico sobre sus hombros la arpillera repleta de sardinas y pejerreyes.

Encendió el fuego casi antes de haber llegado y con sus manos descarnadas y nerviosas no cesaba de masajearse, recostado en un quiebre de la cocina. Era tanto el pavor el invierno que no puso ni la pava para el mate, su perro con la clarividencia de los que no razonan, se echó sobre sus muslos abarcando todo su torso, como en un abrazo intenso.

El sueño le cayó encima como el calambre a sus músculos y mientras inevitablemente se adormecía alcanzó a sentir el sol sobre su rostro de soledades marinas.

El río había mutado de un marrón siniestro a un azul cristalino y el bote de maderos añejos y descoloridos, se tornaba de un blanco sin bordes siguiendo un rumbo secreto bajo un cielo desconocido.

Lo que más lo maravillaba era que él no remaba, era como si la corriente con vida propia lo empujaba y las barrancas agrias de nieves secas se convertían en praderas coloridas como frutas picadas, y más extraño aún, en la mirada de Barracuda se percibía la dulzura de la infancia lejana.

La brisa de la mañana todavía era fresca y sin vida, los hombres ya echaban redes y las barcas partían; un perro overo asustado, recorría intranquilo el muelle repleto de boyas y carnadas.

En algún lugar de la ciudad, unos ojos grises, yacían inertes, petrificados, entre el olor de pescados podridos y leños apagados.

Texto agregado el 30-08-2005, y leído por 137 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
24-07-2008 ¿El viejo y el mar? (casi). Me gusto.5* ElnegroHinojo
31-08-2005 Hermoso y trágico a la vez. Merece la pena ser leído. Gracias y mis estrellas. Un abrazo. issabonne
 
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