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olga y el ángel

final del vuelo chicago-miami, en ese interregno llamado aeropuerto, transición entre dos rutinas. no la vi abordar el avión, pero ha bajado la rampa un poco antes que yo, y con el resto de los pasajeros vamos rumbo a recoger las maletas. trigueña, de ojos claros, azules, creo, con un juego de pantalón y blusa negros, ajustados, que acentúan sus curvas e incrementan imperceptiblemente mi paso. más bien joven, ni capullo ni flor veterana; de mirada cálida pero distante. quizás diseñadora gráfica o experta en informática, no sé, me lo dicen sus zapatos de cuero aterciopelado, el reloj de oro, las finas manos de uñas largas, pulcras, sin esmalte. su rostro y porte parecen pertenecer a un nombre como natalia u olga, no porque ella sea rusa (es venezolana, tiene que serlo) sino porque sus padres —profesionistas, capitalinos, educados— escogieron su nombre una noche de amor mientras leían a túrgenev o a darío. en la cordial pero definitiva carrera al baggage claim area, es una mujer que tiene una misión: encontrarse con quien la espera, que sé que se llama ángel porque ése es el nombre que lleva tatuado en el hombro derecho. en mi persecución discreta no puedo quitar la mirada de esos senos sueltos, péndulos impacientes que bajo la blusa y el caminar apresurado conversan animadamente con el aire. my imagination is my hungry heart: casi logro escuchar el rozar de unos pezones oscuros, rugosos, contra la tela negra, almidonada. llegamos a la plataforma del tren automático que nos llevará a otra terminal. entramos al silencioso vagón, nos encontramos lado a lado y nuestras manos sujetan el mismo riel. mi cercanía la incomoda; mira hacia afuera, a la pista de aterrizaje con aviones y montacargas, llena de trabajadores que se desplazan de un lado a otro como hormigas. puedo oler las hierbas del champú con que se lavó el cabello esta mañana mezclado con el perfume de aroma cosmopolita que se ha puesto después del baño: vergel en el lobby de un rascacielos. en el hombro del que cuelga su bolso descubro que el tatuaje es reciente; la piel a su alrededor está todavía hinchada, en el trazo azul de las cinco letras se notan los diminutos cascarones que la aguja del tatuador ha dejado tras su paso. el tatuaje aún brilla con la última capa de vaselina que le han aplicado. con él, natalia u olga —nos quedamos con olga— rinde tributo a su amante, que además de ser uno importante lo más seguro es que tiene poco tiempo de serlo, de ahí el orgullo con que lleva el nombre de él grabado en su cuerpo. es la manera que tiene de decirme a mí y a todos que la miran (pero que no la ven como yo) que se ha entregado a un hombre y que no tiene tapujo de anunciarlo a los cuatro vientos. en vez de repelerme, para mí es un poderoso imán esa mujer que herra su cuerpo con el amor que la consume. sus pechos hacen eco del suave vaivén del tren y yo me le acerco un par de centímetros más. todavía viendo hacia afuera, se sube el talle de los pantalones, con esa maniobra me regala la entrada definitiva a su torso, por debajo de la axila (afeitada) adivino la forma de los senos y la manera en que dormitan acunados por la tela negra. conteniendo la respiración, a través del orificio por donde se proyecta el brazo logro ver el crepúsculo del pecho derecho, moreno (pero pálido en comparación con el torso y los brazos), carne en reposo que en unas horas despertará bajo los besos y las caricias prodigados por un ángel lascivo. en una cadena de miradas soslayadas, sigo el contorno de las pantorrillas, los muslos, las nalgas redondas, regias; parto los hemisferios, hago un rodeo de las caderas, caigo en el vientre y brusco descenso, instantáneo cálculo del tamaño, la tupidez, el color de un pubis, centro del mundo que completa el esbozo de la sirena. de pronto me mira y el azul de sus ojos es tibio, cristalino, ilegible. bajo la mirada, más gesto automático que acto de defensa, pero aún así me ha visto con esos ojos que no me ven y que me han traspasado porque sólo quieren ver a ángel, ojos azules en piel morena que desean beber de un ángel desatento que la aguarda pero que no ha tenido la caballerosidad de recibirla en la puerta de desembarque, ni en el carrusel número 24, donde ahora esperamos nuestro equipaje y donde zumbo alrededor de ella como abeja disneica o zángano con las alas rotas, impotente, denegado mi derecho de chupar el néctar de la rosa dentro de un cristal llamado ángel. en un momento de introspección se mira el tatuaje y lo acaricia como conjurando la presencia de ese ángel que en mí comienza a concretarse como arcángel egoísta, chato serafín, querubín de dientes manchados. ángel, demasiado seguro del amor que le profesan, se da el lujo de llegar tarde. refunfuñando cualquier cuita busco la manera de ocuparme, me amarro los zapatos, me arreglo la camisa, me prolongo para poder presenciar el encuentro. tengo que presenciarlo y medir la intensidad de sus pasiones y ser ángel por un instante (con su cara y ropa pero con mis deseos), y en el primer abrazo olfatear la nuca perfumada, sentir su aliento en el lóbulo de la oreja, los pechos deseosos amoldándose a mi pecho; mezclar mi felicidad con el enormísimo halago de descubrir mi nombre grabado en su cuerpo y luego besar ese cuerpo con mi nombre, amar el nombre que nos pertenece a ese cuerpo y a mí, internarme en ese cuerpo que es mi cárcel y la suya y la de mi nombre. después del encuentro y ellos vayan a guarecerse bajo las sábanas de su pasión, a mí me tocará pedir un taxi, con un poco de nostalgia iré a casa de mi madre, donde el recuerdo de olga y el ángel se diluirá lentamente en el correteo de los sobrinos, los chismes de mis hermanas, la muerte esperada del tío Henry. sobre el carrusel viajan un par de valijas destartaladas, el rótulo electrónico anuncia el arribo de otro vuelo. un zapato de niño abandonado a mitad de la sala me parece la imagen más desoladora del día. casi todos los pasajeros se han marchado, quedan tres que han extraviado las maletas y discuten con el agente, que parece haber sido asignado ahí como por castigo. y olga, cada vez más taciturna, se mira los zapatos, se mira las uñas, mira el reloj, se cruza de brazos. mi rostro se ilumina con el suyo cuando vemos entrar apresuradamente a un muchacho moreno, con corte de pelo casi militar, que se detiene para peinar la sala con su mirada contundente. nos ubica, se dirige hacia nosotros, olga trota a su encuentro con los ojos bien abiertos, mirándolo con esos ojos que se han teñido de un azul profundo. olga se tira sobre él pero él convierte el encuentro en saludo recatado y beso respetuoso, exactos, tan llenos de protocolo a pesar de su juventud. olga desea algo más espontáneo e intenso, los besos húmedos que logra darle a ángel quieren prolongarse, la lengua enamorada quiere iniciar el juego pero él la ataja, corta su cortejo. su ceguera llega a tal punto que ella tiene que mostrarle el tatuaje. sorprendido, tal vez atemorizado, mira con sospecha ese gesto tan elocuente, se ve que es un hombre que no está acostumbrado a la elocuencia de las emociones sin el lastre de las palabras. agarra el brazo moreno, le da vueltas, lo estudia como si fuera una pata de pollo crudo, la mira sin decir nada. ella se aprieta contra él y le susurra algo (y es como si me lo susurrara a mí: “es para vos, mi amor, para tenerte siempre conmigo”) y él, repentino bloque de adobe, aún no reacciona. no soporto su indiferencia, compatible más con una tapia que con ese encuentro que podría alcanzar la categoría de sublime. entre irritado y derrotado, me marcho, las puertas automáticas me expulsan al calor de miami, donde la realidad de aeropuerto se impone con su habitual rudeza de despegues supersónicos y gritos de maleteros. todavía no me voy porque quiero verlos salir, necesito comprobar qué sé yo, simplemente quiero verlos abrazados, constatar que entre la costumbre, las manías y la ciudad de plástico todavía hay lugar para el amor, sin ilusiones, sin adornos, pero amor a fin de cuentas; algo así. me apoyo de espaldas a la pared y enciendo un cigarrillo. fumo, inhalo, exhalo, espero uno, dos, cuatro minutos, exhalo la última bocanada de humo y la colilla muere bajo mi zapato y ellos no han salido. recojo mi maleta, que parece pesar un montón, y le hago señas a un taxi. el taxista haitiano hace una maniobra brusca y se aparca con una pericia insolente. desde aquí logro ver que espera a que yo abra la puerta y le diga que voy a kendall, que la mejor manera de llegar allá es por la 836 west y después por el turnpike south.

Texto agregado el 31-08-2005, y leído por 193 visitantes. (0 votos)


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