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RAMIRO CASSANOVA

Hasta hoy me asalta el recuerdo de aquel señor. Tengo su imagen clara, grabada en mi mente. Como si lo estuviera viendo. Es todo muy nítido. Sí… lo estoy viendo…
Es sábado al medio día y él recien toma contacto con el mundo. Ha tenido “faena” el día anterior seguramente y se despierda con cierta pesadez y modorra. Pregunta por mamá, ella no está, quizás se fue de compras. Con mi vaga respuesta él no se inmuta, hace un gesto de indiferencia y toma un gran trago de agua. Yo tengo cinco años, me veo con un polito a rayas y el carrito de madera que mamá prometió y cumplió comprarme. En mi hogar era mamá la única que cumplía sus promesas.
Admiraba a ese hombre, tan apuesto, siempre sonriente y elegante. Lo contrario de mi madre, colérica, descuidada y poco atractiva.
Él no se percataba, pero yo, constantemente lo observaba. Ahora se está aseando. Lleva el jabón y la brochita con la que huntaba espuma en su rostro, al patiecito de atrás. Coloca agua temperada en el lavatorito rojo y realiza su acostumbrado ritual. Sonrie satisfecho mientras se observa en el espejo roto que teníamos en el muro. Se razura delicadamente el rostro, dejando en el escenario tan sólo su menudo bigote que posteriormente recortará y afilará. Mientras hace eso, tararea una tonada burdelera, que me parece algo así como Bienvenido Granda o Daniel Santos. Le saca brillo al diente de oro con una toallita especial, que le mandó hacer a mamá. Llega el momento del peinado. Es la parte que más me agrada, porque de unas mechas desordenadas, con la magia de sus manos saca una “montañita” digna de fotografiar. Acto seguido, se dirige a su dormitorio, pero se encierra. Mas, intuyo que ahora está buscando en el gran ropero, escogiendo qué ropa ponerse. Mamá le tiene todas sus camisas ordenadas y planchadas al igual que sus pantalones ajustados de la cintura y de boca ancha que le gusta llevar.
Está listo y se dispone a tomar la primera bebida del día, en la pulpería de don Nico, un italiano inmenso de seria expresión. Al salir por el largo callejón palmotea en las nalgas a la vecina de al lado, quien responde con un gesto entre asombrado y coqueto. El hombre tenía una afición impresionante por las nalgas de aquella mujer, Natalia, hija de inmigrantes argentinos que residían en el país desde hacía algún tiempo.
Nosotros vivíamos en el Rímac, exactamente en Amancaes, en uno de esos tantos callejones clásicos en la Lima de los 60. Eran tiempos de Prado Ugarteche, del mambo y de los socialistas.
En eso momentos llega mamá más colérica que de costumbre, otra vez para mala suerte de nosotros no ha alcanzado el dinero y le debe a medio mundo. No sabe qué hacer. Se coge los cabellos, se aprieta la cara y ensaya gemidos por doquier. Desplaza la vista por todo el lugar, y me divisa de lo más tranquilo jugando con el carrito de madera. Y con una furia infundada se dirige a mí como si buscara compartir sus penas y problemas con mi ser. Pero lo que ella no sabe es que estoy pendiente de todo, que llevo los problemas de casa en cada nuevo día de mi corta existencia. Que sé lo que está pasando, que me doy cuenta de las cosas, que sé que no la pasa bien. Mas, los adultos creen que los niños sólo jugamos y que no nos importa más. Ello, obviamente, lo más falso del mundo, porque comparto su dolor. Mamá no está bien y lo sé.
Inmediatamente me envía en busca de él, o mejor dicho por el dinero de éste. Yo en el acto, entre atemorizado y curioso me introduzco en el negocio de don Nico. Lo ubico, está sentado y sobre él una enorme mujer de voluminosa figura y extraño maquillaje. Su mano izquierda en los senos de esa señora y la derecha en un espumoso vaso de cerveza. Tiene puesto sus lentes oscuros porque los ojos los tiene en muy mal estado después de lo de anoche.
Don Nico se percata de mi presencia y no me desaloja como en anteriores oportunidades, porque sabe que vengo en busca del señor por mandato de mi madre. Por el contrario le hace saber sobre mi presencia y le increpa para que atienda al muchacho (yo), y que luego, si quiere, continúe con su espectáculo.
Me llama, hace que yo me acerque, y me envía con otro recado para mi mamá que no puedo repetir porque son malas palabras y los niños nunca las dicen y menos a sus madres.
Regreso derrotado donde mamá, porque sé que se las va desquitar conmigo, la principal causa de sus desgracias, si no fuera por ti estaría aún con mi madre y gozando de mejor vida. Pero, no tengo otra opción debo aguantar su estado de ánimo.
Entrada la noche hace su aparición nuevamente el sujeto, oliendo a perfume barato de mujer, por textuales de mamá, que lo increpa cuando entra. Mas, igual que todas las noches le sirve su cena que ni ella misma sabe como la ha hecho y que algunas veces él la come y otras bota por los aires.
Sé que ella después espera su condena como si ese fuera su triste destino. Entra al dormitorio y se escuchan golpes y alaridos. ¡No así!, ¡así no….!, grita mamá quizá porque no le gusta lo que é l le hace a Natalia y a la señora en la pulpería. Será porque ella es una mujer más refinada y no le gusta esas actitudes. Pero aparentemente a él no le importa y prosigue con sus caricias, hasta que después de un prolongado silencio escucho un diminuto lamento que proviene de mamá, mas, no hay nada que hacer, él ya está durmiendo.
Al día siguiente, se levanta el dandy (textuales de mamá), y enciende la radio a todo volumen. “Señora/ te llaman señora/todos te respetan….”, repetía el aguardientoso de Bienvenido Granda y él inciaba su acostumbrado ritual que tanto me gustaba. En algunas ocasiones cuando hacía eso, me conversaba y contaba cosas que él había hecho en su vida. Lo recuerdo como una de las cosas más lindas de mi infancia. También por coincidencia eran los únicos momentos en que mamá aprobaba su comportamiento.

Ese era Ramiro Cassanova, mi padre, el hombre a quien admiré en la infancia. Algún día hubiese querido ser como él. Cuando me encontraba solo en casa, me llenaba la cara con jabón y con mis dedos simulaba el afeitador, luego de lo cual secaba mi rostro con abundante papel higiénico que con tanto esmero mamá hacía durar.

En el barrio era conocido como Ramirín, a pesar que mi verdadero nombre es Mateo (por mi abuelo materno), pero era identificado plenamente con mi progenitor. Las señoras del callejón decían que iba a ser igual a él, porque me gustaba la vida fácil y todo para mí era diversión.
Los años transcurrían y el comportamiento del señor no cambiaba en nada. Día tras día hacía notar su machismo desenfadado, humillando a mamá como persona y mujer. Hasta que un mal día ella enfermó. Tenía algo que ver con su vientre porque escuché a mi padre decírselo a ella: “tienes el vientre podrido por el mal uso que le has dado”; también el doctor habló algo de ello, pero mencionó otra palabra, que ahora que la conozco en magnitud y concepto es la tragedia infantil más grande que me tocó vivir: perder a mamá. El doctor se refirió al tristemente célebre cáncer, mamá lo padeció y murió por esa causa.

Después de estos sucesos penosos, papá sólo tenía palabras de elogio cuando se refería a ella. Había noches que lo escuchaba llorar repitiendo su nombre acompañado de un “perdón” que le salía del alma.
Por esa época llegó a vivir con nosotros una hermana de mamá, tía Joaquina, una mujer de avanzada de edad, que nunca se casó ni engendró hijo alguno y que toda su vida se dedicó por completo a sus gatos y palomas que criaba con tanto esmero. Algunos decían que tía Joaquina era medio bruja o algo por el estilo. Vivía en una ciudad llamada Huacho al norte de Lima, tierra de brujos y cuaranderos. Cuando llegaba en sus esporádicas visitas traía consigo una serie de frascos conteniendo extraños brebajes que ella misma preparaba para curar males todos, desde un fuerte cólico hasta exterminar un tumor maligno. En los funerales, al parecer se apiadó del triste cuadro que vivió, un viudo y su hijo solos en este mundo. Ella nunca se llevó con mi padre, siempre lo tildó de mantenido y poco hombre. No se podían ver, porque se armaba la guerra del milenio. Pero dada las circunstancias tuvieron que entenderse por el bien del pequeño.

Poco a poco y con cada viaje que hacía para Huacho, la casa se iba llenando más y más de felinos, de todos los colores, tamaños y razas. Papá los odiaba, no podía verlos. Cuando regresaba a casa se encerraba en su habitación y no salía sino hasta la cena. Las palomas las tuvo que regalar a una vecina porque no contábamos con espacio para tenerlas y además tía Joaquina no comía esos animales porque su religión no se lo permitía.

Aprendimos a convivir en esas circunstancias cierto tiempo. Convencido papá que eso era el único camino para no hacerse cargo de mí. El pequeño inconveniente era que tía Joaquina no le daba ni medio para sus vicios y eso lo ponía de muy mal humor. Por aquellos tiempos probábamos un sólo alimento al día, dada nuestra precariedad. Por más esfuerzo que hacía tía Joaquina, Ramiro Cassanova no cambiaba.

Por desgracia, al cabo de unos años, el Señor también se llevó a mi último ángel protector. No tenía más en el mundo que papá. Comprendí que en esas circunstancias todo sería distinto. Se daría cuenta que yo estaba allí. Que existía. Que aquel del carrito de madera era su hijo. Pero no fue así.

Ahora era yo el que antendía sus borracheras. Comía de la caridad de las vecinas del callejón. Mantenía la casa con el orden que le podía dar un niño de mi edad. En aquella época enfermé de un mal que nadie supo descubrir. Fui a parar a la posta médica del barrio con una fiebre altísima. Me recuerdo lleno de aparatos y agujas. Los médicos entraban y salían sin descanso. Escuchaba pequeños diálogos que se disipaban rápidamente.

Quien es el responsable de esta criatura. Nadie sabía. Quien lo trajo, alguna persona debía hacerse cargo de él. Nadie respondió. Sentía que todo estaba perdido. Que pronto estaría con mamá. Vi su mano acercarse lentamente, acariciarme con ternura. Deseé con todas mis fuerzas que este fuera mi fin. Al volver en mí, vi el rostro de papá con un cigarrillo apretado en los labios. Con cara de no haber dormido en días. No había montañita en aquel cabello. Sus ojos expresaban cansancio. Me llamó Ramirín. Lo sentí con mucho cariño. Todo había pasado. Pronto me recuperaría y estaría listo para volver a casa. Tendría una nueva mamá. Una mujer de verdad, a decir de papá. No me entusiamaba la idea.

Viví con ellos unos meses más, hasta que decidieron vacacionar en otra parte y yo no estaba incluido. Desde aquella época no volvía a saber de él. Trabajé en las calles. Canté las canciones de Daniel Santos que tantas veces escuché y llegué a odiar. Lustré zapatos, vendí diarios. Fue una época muy dura. Aún tenía la esperanza de volverlo a ver. Que sintiera algo por mí. Cuando visitaba a mamá, cada domingo por la mañana, le pedía que papá volviera. Llevaba siempre conmigo una rosa blanca que dejala en su lápida. Aunque sabía perfectamente que ella ya no estaba allí. Que estaría en una fosa común, porque los pobres hasta muertos estorbamos. Porque no teníamos dinero para más. Pero me consolaba el hecho de poder estar allí y darme el lujo de la rosa blanca que con tanto cariño compraba.

Ya de grande, gustaba pasear por las calles que me vieron crecer. Que me vieron hacer hombre. Que me vieron hacer fortuna. Caminaba por innumerables callejones. Viendo a los mismos viejos de siempre. Algunos saludaban otros contemplaban el horizonte con miradas extraviadas.

En alguna ocasión me detuve a comprar una bola de helado. Esa, la de manjar que tanto me gustaba y que nunca pude tener de pequeño. Veo a un viejo perdido en su esquina con una silla de ruedas como único patrimonio. Siento un temblor de piernas. La boca se me seca completamente. No puedo creerlo. Atras quedaron su montañita y el bigote recortado. Ahora estaba acabado. Totalmente abandonado. Paso delante de esa vieja silla de ruedas. No quiero ver más. Pero es en vano. Él me ha reconocido. Escucho un gemido agudo. Hijo mío, soy yo. Sigo mi sendero sin voltear la mirada. Acelero el paso cada vez más a prisa, hasta perderme entre la gente. El día empieza a decaer y ya me encuentro en casa. Un llanto amargo es ahogado en un vaso de licor.

Agosto del 2002

Mateo Pita




Texto agregado el 01-09-2005, y leído por 122 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-10-2005 profunda narracion en la q se puede apreciar la admiracion q sientes los niños por sus progenitores cuando son pequeños, pero q lamentablement muchos d estos progenitores jamas llegan asimilar ese regalo tan maravilloso q les ha sido enviado... y luego ya es demasiado tarde. lala-paola
 
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