Fracciones

Andrés no pasaba por uno de sus mejores momentos; muchas veces sentía que no sabía quien era.
Esa mañana, como todas, se levantó, y al llegar al baño y mirarse en el espejo hubo algo que le llamó la atención.
Entredormido, en primera instancia no se dio cuenta que era, pero al abrir bien los ojos no lo podía creer. ¡Su cara no se reflejaba en el espejo! Instintivamente llevó las manos a la cabeza y se la tocó. Allí estaba, en su lugar. Sin embargo, el espejo no la reflejaba.
Fracciones de segundos, fracciones de incertidumbre lo alcanzaron. ¿Qué estaba pasando? Levantó una mano hasta la altura de la cabeza. ¡Y la mano se reflejaba!
Creyó que se estaba volviendo loco. También..., con tanto trabajo, como para no volverse loco. Hacía tres meses que no se podía tomar un día para él, ya no escuchaba música, no leía, no veía televisión, no iba al bar con los amigos. Sólo trabajo y más trabajo.
La imagen que el espejo no devolvía le comió los sesos todo el día, y a cada instante volvía al baño y se miraba. Su cabeza no estaba.
Durmió horrible, soñó barbaridades. Pequeños monstruos verdes y azules le iban comiendo el cuerpo de a poco y se le reían en la cara. ¡Se le reían!
A la mañana cambió de espejo. Fue a mirarse al gran espejo del living que casi no usaba. Allí tampoco se reflejaba su cara, pero un escalofrío le recorrió el cuerpo, un pavor inconmensurable se apoderó de él al comprobar que...., ¡tampoco se reflejaban sus piernas!
Corrió al espejo del baño y levantó el pie derecho. Pero tampoco se reflejaba.
Una tremenda angustia le apretó el pecho y se puso a llorar. Eternamente, sin consuelo.
Pidió licencia en el trabajo y pasó todo el día encerrado en su cuarto. No quería pasar frente a los espejos, se agachaba. Sacó las coas del baño y las llevó a la cocina. Allí se lavó los dientes, se afeitó. Y no pudo comprobar si lo había hecho bien o mal. Tampoco lo intentó.
El tercer amanecer fue de terror. Decidió que era un tipo inteligente, que no se podía dejar ganar por la locura, y hasta se animó a ir hasta el espejo del living.
Lo que vio lo asombró. Vio reflejado sólo su torso, y como desde otra dimensión, muy al fondo del espejo, una cara, dos piernas y dos brazos que deformados por una niebla amarilla lo miraban. ¡Era su cara, las piernas con el pantalón que tenía puesto el día anterior, y también dos brazos! ¡Con su pijama azul!
Una voz ronca, entre sollozos le decía: “vení con nosotros. Te extrañamos”.
Fracciones de angustia, fracciones de sollozos, fracciones de pensamientos, mientras el teléfono y el timbre sonaban en forma interminable.
Debía ocuparse más de él mismo. Debería volver a ser el que fue. Esa fue la explicación que encontró a semejante locura. Su mente le reclamaba más egoísmo, un poco más para él, un poco menos para los demás, y se lo manifestaba de esa manera. Leyó toda la tarde escuchando música. Pensó en su madre, en que le diría si le contase lo que le estaba pasando. Meditó sobre la carcajada que darían sus amigos si les contase. Y se aterró. ¿quién le iba a creer que no estaba loco? No quería terminar sus días en un loquero, entre gente que no sabe quien es ni para que vive. Pensó eso y se asustó. El, ¿lo sabía?
A la noche, antes de irse a dormir, hizo la última prueba.
Con la mejor de sus sonrisas, con el ánimo dispuesto a terminar con el problema, encaró el espejo, que ninguna imagen le devolvió. Delante del espejo no había nada. Ni nadie. Y desde el fondo, entre nieblas amarillas, la misma voz - la suya -, llorando, le pidió un abrazo.
Andrés estiró tímidamente los brazos hacia esa imagen. Lentamente su mano fue al encuentro de esa neblina que comprendió que era él mismo. Despaciosamente, su mano tocó su propia mano amarilla, y cuanto el apretón fue intenso, deseado, un tirón lo arrancó del suelo y lo metió dentro del espejo..., abrazándolo.
Nadie.., nunca más, supo nada de él.