Era delgaducha, despeinada, tenía una carita de inocente maldad, sus ojitos se iluminaban ante cualquier novedad, la nariz fría y eternamente húmeda, la que refregaba con la manga del delantal. Unas zapatillas rotas en el dedo gordo, una venda sucia de paño en la mano. Llevaba al hombro colgados de cordeles dos tarros de conserva que le servían de zancos para andar y en el bolsillo una caluga y un chique a medio masticar, la seguía un perro chico lanudo que era su enclenque guardián.
Iba como caminando saltando, como jugando al luche y moviendo el cuerpo al ritmo de una canción que entonaba con un tara rara, hasta que llegó a la iglesia de donde salían los acorde de la marcha nupcial, entró muy foronga hasta el altar, se acercó a la novia, le tocó el vestido, palpó y olió la tela y se quedo al lado muy quietecita atenta al ritual, sin hacer caso a los “sale de aquí cabrita”.
Después del beso, salió detrás, como una damita de cola, pasó por el túnel de sables de los compañero de curso del novio y se fue feliz corriendo, saltando, se perdió seguida de su lanudo compañero en la esquina al doblar,
Dejo una estela de risas y murmullos y una serie de fotos donde junto a los novios aparecía como angelical.