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Durante un reciente viaje en el moderno automotor a Talca fueron inevitables las comparaciones y los recuerdos de los viajes de vacaciones en los antiguos trenes de los FFCCEE, tirados por potentes máquinas a vapor que entraban a la estación, como un negro dragón, tirando aromático humo de carbón de piedra, soplando blanco condensado y tocando el talan, talan de la campana de bronce. Era una entrada en escena majestuosa y terrorífica a la vez, nos escondíamos entre las faldas de mamá para no verla y amortiguar los sonidos del vapor y los fierros rodantes.
La primera comparación es el ticket del pasaje emitido por un computador y la venta por ventanilla del pequeño grueso cartón que coleccionábamos. La boletería llena de cartoncitos que eran el pase a todos los destinos del ensueño y su máquinita mordedora, que con su trac trac daba el permiso de la salida al boleto de cartón.
La salida suave y silenciosa ssssssssssssss del automotor y la ruidosa, tiranteada del chu..chu...chu de la locomotora a vapor.
La azafata y el vendedor del carrito de pasillo lleno de bebidas en lata y paquetes de galletas, chocolates, con el antiguo vendedor en canasto de la Papaya, Malta, Bilz y Pilsener.
Las luminarias fuorescentes de los coches modernos y las lámpara de bombilla y pantallas de bibelot de los antiguos coches metálicos alemanes de año 25.
El anuncio del itinerario por circuito de audio con el anuncio a viva voz del inspector a la cercanía de cada estación.
El minúsculo bar de medio coche con el elegante antiguo coche comedor donde atendían mozos de impecable blanca librea y negra corbata de humita.
Ya no están ni van a ninguna parte los vendedores de un cuantuhay, la muchacha cantora con su acompañante ciego y los revisores de los descansos de los ejes de las ruedas con su lampara de carburo en cada estación.
El viaje se preparaba con antelación, el infaltable fiambre de gallina y los huevos duros y los lentes oscuros que nos protegían de los carboncillos que se colaban por las porfiadas ventanillas.
De los recuerdo de la antigua cuncuna metálica a vapor tengo uno especial, uno de esos que no se olvidan nunca, un algo que ocurre misteriosamente y que te deja a la espera.
En unos de mis viajes de regresos a casa, subieron en la Estación de Curicó una mamá con una niña, un niño y la nana, se instalaron en el acolchado asiento de cuero anterior al mío. De los cuatro la niña fue la que me llamó más la atención, era morena de trenzas y una gran cinta le coronaba la cabeza, venía enojada por algo, en algún momento nos miramos y me hizo un gran desprecio en torsión.
Años después me encontré con la Mafi en la U, nos enamoramos y nos juntamos por 38 años, hasta que partió con un invisible boleto al país del sueño, y sin un beso de adiós. Y apareció la foto, ahí estaban congelados en el tiempo tal como se me habían quedado guardados en algún rincón de mi alma-cerebro-corazón, su hermano Lucho y ella con sus trenzas y la gran cinta en el pelo, era la niña del tren, la que una tarde lejana subió en la Estación de Curicó.



Texto agregado el 08-09-2005, y leído por 133 visitantes. (0 votos)


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