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Pareja de saltimbanquis

La mujer en bata alzó al niño de la cama y salió del cuarto sin hacer ruido. El niño apenas reaccionó; apenas emitió un gruñido leve cuando se acomodó dentro del rebozo protector de su captora. En vez de caminar, la mujer parecía flotar al ras del suelo, y la penumbra y el silencio de la casona dormida hacían que sus movimientos fueran más espectrales que humanos. Al final del pasillo dobló a la derecha, con su precioso cargamento atravesó el comedor y la cocina, y salió al patio. Afuera, se detuvo un momento; la alta hora de la noche y la incursión indebida en ese lado de la casa la envolvían en un aura de misterio. Miró al niño, que la miraba a ella sonriente aunque medio dormido, y alzó la mirada al cielo nocturno, dejando que la luz de la luna le bañara el rostro. Luego entró a su cuarto, que estaba separado de la casona.

La puerta no chirrió al ser cerrada. La mujer puso al niño sobre la cama grande y ella se quitó la bata. La luz de la lámpara en la mesa verberaba contra las paredes blancas, austeras, contra las cortinas hechas de sábanas viejas. La mujer se movía por el cuarto mientras quitaba de una segunda cama, más pequeña que la de ella, peluches y racimos de flores artificiales y la preparaba para la noche. A contraluz, las líneas de su cuerpo se insinuaban bajo la tela traslúcida del camisón, y los pezones y pubis negros se recortaban haciendo de su torso una vaga cara barbada. Sus pechos, maduros, en forma de pera, bamboleaban al ritmo de los pasos silenciosos y sus nalgas, un poco grandes para su menudo cuerpo, se movían de arriba abajo en un juego exacto de contracciones y relajaciones.

A pesar de que estaba recostado con los ojos abiertos, el niño no reaccionaba, como si estuviera, no en la realidad de ese aposento sino en la de su sueño, y la sonrisa gentil que le partía el rostro en dos era más un indicativo de su temperamento complaciente que una reacción al entorno austero. Cuando terminó, la mujer se acostó junto a él sinapagar la luz y él, complacido por el calor que ella le irradiaba, se acurrucó en el nicho que el torso maternal le ofrecía. Ella le susurraba al oído palabras tiernas y locas mientras le acariciaba los bucles. Con un movimiento practicado muchas veces, el niño metió su pequeña mano debajo del camisón y la posó sobre el pecho izquierdo. Mientras hundía la mano en la tibieza de la carne, contra la palma sintió la protuberancia eréctil del pezón. La mujer exhaló un gemido disfrazado de suspiro; se alzó la bata, puso su mano encima de la del niño y procedió a acariciarse. Expuestas por el camisón arremangado, las carnes estimuladas se amoldaron a las intenciones de ambos.
Usando la mano del niño como intermediario entre la suya y su piel, las sensaciones se intensificaron y se volcaron hacia dentro, y el seno se le convirtió en un enorme receptor, desde donde el hormigueo se distribuía al resto del cuerpo, al cuello, al otro seno, al ombligo, a la grupa que empezaba a henchirse, y más débilmente, a la punta de los dedos de los pies.

El cuarto olía a encerrado, y ahora empezaba a oler a mujer encerrada.

El niño parecía haberse quedado dormido porque su mano dejó de apretar. Ella dejó que resbalara por el montículo, que subía y bajaba con la respiración tenuemente entrecortada. Dejando que el bracito le reposara flácido sobre el torso, la mujer comenzó a tocarse el otro pecho. Su mano caminó como un cangrejo perezoso hasta la otra loma, buscó el botón con sus patas y lo atornilló de un lado a otro, haciendo que la aréola se arrugara y el botón se elevara. Se llevó dos dedos a la boca y los embadurnó con saliva. Con ellos humedeció el pezón negro y sopló suavemente sobre él, y la aureola reaccionó arrugándose más rápidamente.

En ese momento el niño volvió en sí, y viendo lo que la mujer hacía, apretó el pecho como fruta madura y luego posó la boca sobre él. Con los años de lactancia aún frescos en el subconsciente, sus labios crearon un vacío y empezaron a succionar. Para alentarlo, la mujer le pasó la mano por el pelo y le arregló un poco los bucles negros, y el niño chupó con más fuerza. Ella concentró sus pensamientos y sintió, con los masajes y la succión, la labia agrandándosele como una orquídea contra los muslos, humedeciendo las bragas con el lubricante que se escurría lenta, silenciosa, irremediablemente. Uno de los diques se rompió y el niño recibió gustoso la leche que corrió del pecho al que estaba prendido. A los pocos segundos, el pezón del pecho desocupado rezumó un par de gotas opalinas, que bajaron, una tras otra, serpenteando por el seno hacia el costado y resbalaron por los surcos intercostales para luego perderse entre las sábanas.

Cariñosa y maternal, la mujer le susurró algo al oído, humedeciendo la oreja del niño con el vaho de su aliento.

Feliz, el niño la miró y sonrió, rompiendo el vacío de la succión. La comisura de sus labios resplandecía con saliva y leche blanquecina a punto de desbordarse. Sus ojos sin pupila brillaban intensamente negros. Era un brillo vital, que dejaba entrever el entusiasmo que el niño sentiría en esas mismas circunstancias años después, cuando fuera un hombre adulto. Volvió a prenderse del pezón, esta vez con fruición, buscando el chorrito que le quitaría la sed súbita que sentía y que había hecho que su pequeño pene circuncidado se irguiera turgescente e infantil. La leche fluyó más de un pecho que del otro. Cuando sació su sed, se abrazó a la mujer. Los sentidos se le aletargaron, los párpados se le entrecerraron, su respiración se hizo más lenta y su cuerpo se relajó, buscando instintivamente el calor de la mujer.

Con toda la inocencia del mundo, le susurró algo al oído. La mujer le contestó con igual inocencia. Le agarró la mano se le la colocó en la entrepierna. El niño corroboró, una noche más, cómo la temperatura de ese triángulo peludo y convexo era mayor que la del resto del cuerpo, y húmedo. De su boca voló una risita infantil y él frotó el pubis con el canto de la mano. La vulva cedió hospitalaria, permitiendo que la manito se encarrilara en la ranura que los labios separados le ofrecían. Inundada por sus secreciones, la mujer jadeaba quedo; cerraba los ojos para concentrarse mejor y de vez en cuando se mordía el labio inferior. El niño frotaba con entusiasmo renovado cada vez que ella se quedaba como dormida.

La mujer alzó una pierna y se ofreció moviendo la pelvis hacia adelante. El niño volteó la mano y enredó los dedos en la maraña de pelos negros, lubricados. Trató de abarcar toda la vulva en la palma abierta, pero le quedaba un poco grande. Aun así, sintió la feminidad dispuesta contra su piel. Cuando repitió el movimiento interrumpido, la ranura amistosa le embadurnó la mano de lubricante, permitiendo que se deslizara con facilidad. El niño siguió frotando, esta vez con más suavidad, soplando la frente de la mujer, en la que se habían condensado algunas perlitas de sudor. En el haz y el envés de su mano sentía cada irregularidad, cada pliegue de los pétalos, y si hacía presión en el lugar preciso, sabía que la mujer reaccionaría deleitosa y sus ancas empezarían a temblar, primero imperceptiblemente y luego con toda la claridad del mundo. Con pericia infantil tocó donde tenía que tocar, repitió el movimiento una y dos y varias veces, y sucedió lo que tenía que suceder. Los pensamientos de la mujer se revirtieron sobre sí mismos y ella dejó de estar en el cuarto mientras su cuerpo era poseído por la ínfimas trepidaciones que le salían del centro mismo del vientre.

Se corrió silenciosamente, con el mismo silencio con que había hecho todas las cosas de su vida. Sólo los movimientos pélvicos, breves y súbitos, como de muñeca rota, delataban su enloquecimiento. Abrazó al niño y lo tuvo entre brazos mientras esperaba que el paroxismo terminara. Una última exhalación, larga y profunda, le devolvió el alma al cuerpo y ella cayó en la modorra de la satisfacción plena. Los dos quedaron quietos. Al cabo de unos segundos se escuchó una pregunta infantil y luego la respuesta tranquila, maternal.

Después el silencio.


—¿Gabriela? —una voz llamó desde afuera mientras tocaban a la puerta—. Gabriela, ¿está despierta?

—¿Sí? —Gabriela abrió los ojos y supo inmediatamente quién era—. Pase, doctor.

La puerta se abrió y la silueta de un hombre en bata se escurrió por entre la penumbra.

—¿Está en la cama chiquita?

—Sí —contestó Gabriela, con las sábanas subidas hasta el cuello.

—¿A qué hora vino?

—No sé. Como a las doce.

Las sábanas susurraron cuando fueron movidas, y la cama chirrió cuando la liberaron del peso del niño.

—¿Le dio mucho problema?

—No, doctor. Para nada. Es un niño bien portado.

—Ya no sé qué hacer con él —dijo la silueta—. Voy a hablar con el pediatra.

—No, doctor —dijo Gabriela—. Déjelo así. Le hace falta la mamá, es todo. A mí no me molesta, de verdad que no.

—Sin ella las cosas se han vuelto tan difíciles —dijo la silueta, exhalando cansadamente mientras se acomodaba la carga.

—No se ponga así, doctor —dijo Gabriela, su voz como un consuelo—. Nos estamos ajustando. Todos nos estamos ajustando.

—¿Segura que no la molesta?

—Segurísima, doctor. Martincito es una bendición para mí. Yo tampoco me he repuesto.

—Bueno, pues, tampoco usted se ponga así. Es joven y tendrá muchos más. Pero por favor avíseme en cuanto Martín empiece a estorbarla.

—Está bien, doctor.

—Buenas noches.

—Buenas noches.


Texto agregado el 12-09-2005, y leído por 595 visitantes. (0 votos)


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