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PARADISO
Tata Romero

Allá, donde hoy se erige la montaña rusa del nuevo bosque de Chapultepec, hay un anónimo santuario de mampostería del que nadie sabe el origen; la efigie de la Virgen de Guadalupe, objeto de adoración de los pocos que lo conocen, visitan y cuidan, es la original y ha estado por ahí desde principios de mil novecientos treinta y seis; el gran eucalipto, cuyo tronco hueco fuera nicho inicial, fue talado junto con el precario bosque artificial de eucaliptos y casuarinas en que estaba inmerso. Cuando el gigante cayó, en su hueco pie encontraron restos de un quepís color verde olivo y algunos botones de latón, que indudablemente engalanaron una guerrera militar, aunque no había remanentes de ella, ambos atavíos pertenecieron a quien habitaba ese arbóreo socavón y erigió en él el modesto oratorio porque La Morena, y sólo ella, era su adoración.
El dos de enero del cuarenta y cinco, a las trece horas del día, Evaristo Ortega meditaba semidormido y aún medio borracho a la entrada de su suit, como llamaba al agujero, pensando en el mocoso que se había ganado su afecto y protección: Pepe; y en su recién asesinado amigo, El Guánsaras. Definitivamente a ambos los libraba del peor cargo que él podía hacer a cualquier humano normal: ser ojete. No terminaba aún de redondear su balance de la humanidad que conoció, cuando fue interrumpido por una turbamulta que iba en pos del enano del árbol: él.


Al instante de recibir el primer golpe revivió el martirio de su nacimiento, pero supo también que, finalmente, retornaba al paraíso.
Y evocó la tibieza invariable que antes de nacer, cuarenta y cinco años atrás; acariciaba su cuerpo sólo contrastando, poco en realidad, con el tenue ardorcillo que le invadía por el ombligo, germinal de la carne y el ser, punto donde convergía el venero que nunca vio, que perdió sin saber cómo, pero que echaba de menos y pretendía acariciar cuando creía sentirlo.
—Mire Hermana!, ese sucio enano se está masturbando —el padrecito de la iglesia del barrio a la catequista, Concha, su futura barragana, joven reclutada, como otras mujeres, en el confesionario.
Igual añoraba unos muslos que le dolían de cansancio o de frío, que nunca tuvo pues había nacido sin ellos, pero que comenzó a sentir cuando constató que todo mundo, hasta los más ojetes, poseían un par de ellos.
Al nacer, bien que lo recordó durante su inesperada y breve agonía, sintió cómo iba deslizándose de dolor en dolor, peste en peste, ruido en ruido y color en color —poco después tuvo que aprender a tragar porquería-, hacia un mundo helado que intuyó cruel y que casi le congeló los pies, últimos miembros que abandonaron el tibio paraíso original, y con los que trató de aferrarse a él.
—¡Vastiacrer comadrita, este mocoso se está agarrando con las patas como si no quisiera acabar de salir—dijo la vieja soldadera que ayudó a su madre, soldadera también, a bien parir al chamaco.
Antes, en el vientre materno, había estado inmerso en el carmesí uterino, la suave síntesis cromática que cambiaba poco cuando le daba en gana abrir los ojos, pero al abrirlos poco después que su enorme cabeza surgió de la vulva para entrar de bruces al mundo, ese color se transformó en un chillante arco iris de brocas que le taladraron las pupilas y le hicieron añicos la retina, embadurnando manchones impresionistas en su cerebro virginal –"como un papel nuevecito, me cai que así era... lástima"-; así aprendió que el nuevo cosmos, además de mal oliente y ruidoso, era refulgente hasta la obscenidad, y que sería necesario evitar esas teas de ofensiva luz naranjienta buscando la oscuridad siempre que le fuera posible. En ese instante de emerger decidió regresar algún día, pero ya no al carmesí, sino a la tiniebla que tanto disfrutaba cuando el carmesíntesis de colores cedía al no-color, la noche total que periódicamente invadía su paraíso y lo hacía más placentero –la luz aviva los verdaderos y sucios colores de los ojetes–, concluiría años después.
Aún nonato disfrutó la sutil sinfonía de notas atenuadas y untuosas que lo acariciaban arrullándolo hasta por dentro, de compases y ritmos previsibles por inalterables, constantes y adormecedores, en concordancia con la temperatura inmutable de ese mundo perfecto.
Ya adolescente, logró describir su totalidad uterina con cuatro palabras: sinfonía, sincronía, sincromia y sintermia, las dos últimas de su invención; más tarde resumió las cuatro en una sola: placentera –de, "placenta"-, pero la descartó "por ser palabra de ojetes"; al final se decidió por otra que también creyó inventar: paradiso, con "d", porque sin d le parecía incompleto. De esa manera, con sólo una palabra, solía evocar el origen.
Todavía no acababa de abandonar la matriz y ya su cerebro se atiborraba, horrorizado, con una barahúnda confusa y cacofónica...
–... chínguere y pulque chorriando en su honor, mi hijo; cuacos relinchando, burros rebuznando, chivas berriando, chanchos chillando; hasta su padre andaba por allí, quiquiriquiándole a La Valentina, siempre culeca –le aclaró su madre sólo tres años después cuando él, sorprendiéndola constantemente con sus recuerdos uterinos y de lactante, le preguntó qué fue eso.
... con las voces de los apenas presentidos ojetes que lo habrían de sacrificar cuarenta y cinco años después, entre las cuales distinguió inequívocamente, ciertos jadeantes murmullos...
—... "tése quieto pues’n, pérese que acabe de nacer el escuincle –cuchicheo de La Valentina, toreando al progenitor.
... con el súbito ¡zas! que alguna mano cruel arrancó de la piel de sus escuálidas nalgas lanzándolo al inclemente espacio, desmembrado, pulverizado, convertido en grito y llanto lastimeros, metamorfoseado en el primer dolor de los muchos por venir, y personificando aquello que ya jamás habría de abandonarle el resto de su vida: el sufrimiento.
Más tarde le mutilaron el prepucio, le nalguearon por preferir andar en cuatro patas como los animales, ¡y cómo no, si carecía de muslos!, y lo trataron como a un monstruo a pesar de su inteligencia y bondad. Después vendrían la tortura, la crucifixión y la hoguera, pero lo peor, nacer, por fortuna ya había pasado.
Feto aún, no estando obligado a inhalar el aire y sus perfumhedores, había vivido el ambiente perfecto de la inodoridad absoluta que no le obligaba a contrastar los olores buenos de los malos. Pero a poco de nacer se tuvo que enfrentar a una incompleta gama de emanaciones pestilentes, ofensivas todas ellas, que lo acometían hasta el último átomo. Por suerte el olor dominante, aunque era el más agresivo, neutralizó a los demás ahorrándole el sucio trabajo de captarlos y clasificarlos. Era el olor de su madre, por tanto, era el bueno.
Tampoco tuvo, en su paradiso, que tragar el líquido viscoso, pegajoso, granuliento y fétido que provenía de la fuente de buen olor; el brebaje que en unos cuantos días lo habría de convertir en un miserable adicto, en un vicioso que esperaba delirante el momento de mamar y mamar su dosis de "éxtasis" para poder continuar vegetando en un mundo no solicitado.


Y en ese momento – "¡ora qué!... ¿un pinche rayo?"-, también recordó la eternidad que duraron los cuarenta y cinco años de ostracismo teniendo que tragar, ya no los colores, ruidos, olores, sabores y demás sensaciones de un mundo que nunca buscó, sino la bestialidad de
–... los ojetes, los normales: pobres vivos inertes que semana a semana idolatran a sus malditos dioses, día a día se los pasan por sus benditos güevos, hora a hora se esmeran en chingar al prójimo, y segundo a segundo triunfan en ser insuperables hijos de puta.
Y empezó a invadirle la certeza de estar a punto de emanciparse de ellos para volver al presentido paraíso no-color, quizá no tan idílico como aquél de donde provino, pero esperanzadamente más duradero –"¿eterno?, esas son mamadas..." En todo caso un lugar intangible, una Nada que seguramente no tendría que compartir con los ojetes, los que siempre creen tener la razón; los que son capaces de todo por imponer al resto su criterio y visión de política, partido, equipo, culito, costumbres, valores, familia, vestimenta, conducta, filosofía; verdad, dios. Los que siendo como él, un sueño efímero, se creen realidad, alma, inmortalidad.
—¡qué chingaos pasa!, ¡no puede ser la cruda!
Y apenas terminaba el tris en que el "pinche rayo" le estrelló la vista y reventó los oídos, cuando los reconoció; – "¿vienen a chingar, verdad?, ¡a chingar a su madre! Adiós ojetes... y de paso a él también"-, mas ya no pudo retobarles ni huirles corriendo en cuatro patas como hacía cada vez que los enfrentaba con decisión en respuesta a las habituales burlas y ofensas.

En verdad os digo, hermanos, que sufrió menos que al nacer; pues "casi" no se dio cuenta del primer ladrillazo en la cabeza, casi no sintió la golpiza que hasta su pobre vestimenta desmenuzó, casi no padeció el desnudo hasta el hueso que infligieron en partes de su cuerpo –bienaventurados los que sufren-, casi no escuchó los devotos rezos que entonaba el pueblo vengador de niños, mientras perpetraba el linchamiento azuzado y bienvenido por el padrecito...

—mas te saldio vería; el cura.
—Amén; el pueblo.
—pin cevido consecado.
—Amén.
—masús joría y jesé.
—Amén.

... y casi no sintió los clavos de ferrocarril con que lo fusionaron al eucalipto hueco aquellos que así lo castigaban por depravado, infanticida y profanador.
El fuego ya no lo sintió, tampoco escuchó los cargos irrefutables que le hacían para justificar el martirio...
–engendrar al niño;
–robar a Jesús, madre de María;
–violar al enano.
... los cánticos de gloria a la Guadalupana, ni los alientos clericales...
–La Virgen María ... pueblo, cuál es tu misión,
–es nuestra protectora ... cobra la muerte de Pepe,
–y nuestra redentora ... la lujuria sucumba
–no hay nada qué temer, ... muerte al engendro
–vence al mundo demonio y carne, ... crucifíjenlo
-guerra, guerra contra lucifer.

Moría el monstruoso engendro de Lucifer,
vivían los ojetes.


Del Ministerio Público, Delegación Tacubaya, el siguiente viernes:
"Esta autoridad, después de las investigaciones de rigor, se declara legalmente incapacitada para aplicar acciones punitivas contra el derecho del Pueblo a salvaguardarse; lamenta los hechos acaecidos el lunes en El Chivatito; anuncia que todos los gastos del sepelio de Pepe, El Niño Mártir, correrán por cuenta de la Delegación Tacubaya, e informa que el Monstruo del Chorrito terminó en la fosa común".

De la homilía del padrecito, al cumplirse un año del Martirio de Pepe:
"La Santa Madre Iglesia no alienta la Ley del Talión no obstante ser un precepto bíblico dictado por Dios; no bendice la justicia por propia mano del Pueblo, y tampoco puede oponerse a los inescrutables designios del Señor; pero sí os reitera que sólo Él hermanos, sólo Nuestro Señor, puede juzgar lo sucedido al horrible Monstruo del Chorrito a manos de una feligresía indignada, nuestros hermanos. Oremos por ellos."

De la historia popular, años después:
—¿Tacuerdas compadre cuando nos chingamos al mostro del Chorro, aquél enano que primero descuartizaba y luego se cogía a las niñas de las escuelas del barrio?, jueron como cinco, ¿no?
—Macuerdo compadre, macuerdo; pero jueron más, güey.

Texto agregado el 13-09-2005, y leído por 169 visitantes. (0 votos)


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