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UN AMOR SIN NOMBRE

Martina. Tiempo después supe que se llamaba Martina. Mientras la veía pasearse airosa, empedrada de soberbia, cristalina la mirada de cielo y con su faz encendida como un farol, desconocía su nombre. No había para ella barreras infranqueables, ni peros, ni cruces, solo la convicción acérrima del amor. El amor que no era mío. Mil veces pensé: “Dichoso quien pueda estremecerse entre esos brazos de ángel y perderse en el laberinto de su cuerpo”. Aunque la pasión volvía cursi mi lengua, era celestial que se me crispara el alma al verla pasar, sin el menor remordimiento por no presentirme, sin la minúscula y soslayada mirada que pudiese ponerla en evidencia ante mí. No, yo no paría sueños en su cabeza. Le dediqué las líneas privadas de mis aislamientos, de mis instantes de abrumadora y salvaje inspiración en donde, descorazonado y a la vez, enamorado, volvía transparente mi alma, en el recinto más íntimo. Ese al que ella no podía acceder, ni nadie. Verme la cara, no significaba verme el corazón.
Ni siquiera supe cuando empezó esa especie de sensación opresora en el corazón, ni aquel irremediable deseo de estar con ella. Bastó con verla una vez. Delirio adolescente. Yo era uno de los tantos perros falderos que ella tenía merodeándole sus faldas y acosando sus zapatos de aguja. Definitivamente, era un amor sin nombre. Para ella siempre lo fue, para mi lo fue hasta ese día que hubiese deseado que no llegara. No por mi, sino por ella, porque en el milagroso momento del encuentro fortuito, en ese preciso instante, lo fatal irrumpiría sin previo aviso, sin pudor.
Eran las seis y diez de un domingo negro. Yo, titubeaba tras el cristal de mi casa, empobrecido de ánimo, con un libro que hojeaba sin la menor intención de comenzar a leer. En mi caso, las excusas para soportar los domingos suelen ser tan obvias como desesperantes.
Dejé el libro y salí de mi casa para doblar la esquina y encender un cigarrillo, voltear mi mirada y sentir la malignidad que emergía de la calle húmeda, esa calle que parecía verter con el agua, cuchillos. Horrores de domingos. Caminé sin tregua. Siempre tuve la certeza del camino que emprendía, pero aquel domingo estaba particularmente desorientado. Quizás inconscientemente, salí a buscarla. Un camino que tampoco tenía nombre, como ella.
La vi. Y no era ella. Su faz apagada, su soberbia echada al suelo, descalza, sin nadie que le pisara los talones de pasión, ebria de dolor. Jamás pensé verla de aquel modo. La miré de lejos. Ella estaba sentada en el zaguán de una casa, que jamás supe si era la suya. No me importó averiguarlo en ese momento. Lo único que supe fue del fuego visceral que atravesó mi cuerpo y quemó mi garganta junto con el humo del siguiente cigarrillo que había encendido. Verla despedazada me produjo más horror que aquel domingo. Dolor de domingo. Cada vez que por mi ventana yo la veía pasar sin que sospechara que mis ojos le desvestían el cuerpo y el alma, jamás tuve esa imagen de ella. Jamás. Y como develé en sus ojos de cielo el amor, pude descubrir ahora, un dolor esencial. Su taconeo gentil, su piel brillante, su perfil de princesa y a la vez, de guerrera invulnerable, se convirtieron en sombras, en nimios recuerdos, todo lo opacaba aquel rastro de mal que verticalmente le desgarraba la cara.
Me refugié tras un muro mohoso, y ella, igual, con sus ensortijados cabellos, vueltos una maraña de nada. Por mi cabeza pasó la idea de acercarme a ella, de brindarle afecto, el afecto que le habían robado. Pensé si no sería la ocasión exacta para develarle el misterio de amor. ¡Misterio de amor! Amor de esa especie en estos tiempos de cólera, de sangre, de sometimiento, de impiedad. Sonaba ridículo, absurdo, ilusorio. Pero yo la amaba, como se ama sin pensarlo, sin ni siquiera saber su nombre. Uno no ama un nombre. Eso me quedó en claro, como me quedó muy en claro que el amor duele, desgarra, muta, premia, desestabiliza, ennegrece, turba, enaltece, idiotiza, vulnera, mata y como tantas otras cosas, permanece o se olvida.
Fueron pocos los minutos que pasaron hasta que ella rompió el silencio sepulcral de la calle muda, con un llanto de odio. Arremetió a puñetazos contra el zaguán negro, como el día, hasta que una voz aguda y asquerosa la detuvo.
“Deja de dar lástima Martina”. Eso dijo. Y ahí supe su nombre. Martina. Hubiese llevado el nombre que fuese, iba a sonar a música en mis oídos. Aquella voz jamás tuvo rostro, pero tuvo todo el desprecio. Humillarla a ella, como era posible, si ella podía merecer cualquier elogio, cualquier cursilería, cualquier padecimiento, como el mío, en secreto, pero no aquellos exabruptos que la terminaron de destruir. Pareció un discurso mediocre, burdo y seco, que no tuvo pudor en callar. Pero la voz calló, de repente. Aquella verborrea desesperada terminó de agotar su voz. Volvió a sentarse en el zaguán negro y yo seguía tras el muro mohoso. Ella mustia, yo, maltratado por su dolor.
Martina, la de los ojitos tristes. El amor tuvo nombre. Pobre Martina. Del zaguán siguió su marcha por la elevada calle que la llevaría hacia…quien sabe donde. Bajó la guardia. De puñetazos, llantos y gritos, a la espantosa soledad del desamor. Se perdió por la espesura nocturna. La noche ya había tendido su velo de estrellas. Estrellas en el cielo, espinas en el alma. Despojada de aquella magnificencia estética, de aquel aspecto místico, se fue con la rabia a cuesta y el dolor rasgándole el pecho.
Nunca supe que pasó aquel domingo. Quizás un pleito de amor, quizás una obviedad para cualquiera, quizás un tontería para otros tantos, para ella fue lo fatal. Aquello la mantenía en pie, fuese lo que fuere.
Ya no volvió a pasar por frente a mi ventana ni volvió a regocijarme con su mar de encantos. Extraño el amor mío, extraño su amor. Yo supe de ella, ella jamás de mí. Algunas voces me aseguraron haberla visto, y ahí supe que Martina, no había muerto de amor…ni yo tampoco.



Texto agregado el 13-09-2005, y leído por 97 visitantes. (0 votos)


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