Las alas se daban contra lo que fuera que las rodeaba; los planetas comenzaron a girar sobre sí mismos a velocidades inimaginables, al igual que las estrellas; y pronto empezaron a morir. Todo el brillo convertido en agujeros negros; una infinidad de recuerdos y viajes fundidos en el caos; por todos lados el espacio tiempo estaba despedazado. Su magia desgarrada; el vacío mancillaba la (alguna vez) majestuosa esfera celeste. El final del misterio. Las heridas del universo nos mostraron que más allá del telón azul no habían maravillas sino la más ciega y profunda perdición.
No se podía volar; teníamos que cuidarnos de que no nos tragara la oscuridad si queríamos prolongar nuestra existencia unos segundos más.
El desorden se apoderó de lo que alguna vez había sido un sistema perfecto; ya no quedaba más que hacer, sólo observar cómo los cuerpos celestes giraban con furia; con la mayor violencia que el Universo jamás había podido demostrar; hasta que el despliegue de energía era tan grande que el espacio tiempo no lograba soportarlo, y un momento de luz cegadora precedía al nacimiento de nuevos pozos por los que era fácil ser tragados.
Era la muerte de las estrellas. La muerte del hermoso cosmos, reducido a una infinita agitación y explosiones irregulares de energía. En pocas horas, ya no había estrellas, galaxias, nebulosas, ni mucho menos planetas. El sistema del Universo por fin alcanzó el equilibrio; su energía ya había sido totalmente degradada; por lo tanto fue el fin definitivo del tiempo también. Pero nunca nadie supo que iba a ser así, nadie predijo esta degeneración repentina del Todo. Se suponía que pasarían miles de millones de años antes del final; todos creímos que nos quedaban infinitos lugares por conocer e interminables horas de vuelo; expansión y brillo; luz y calor. Nuestro armónico Universo. No, nunca lo hubiéramos pensado. Ahora ya no hay nada más que hacer; no quedan ni los restos. Sólo electrones y ondas de radio.