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Anatoli era un escritor nato. Había nacido con ese talento y desde temprana edad puso en marcha su gran sensibilidad e imaginación.
Leía cuanto libro caía en sus manos y escribía de todo; Aventuras, novelas, poemas, ensayos, reflexiones, cuentos, pensamientos y sentimientos personales y profundos.

Cada día era una nueva y maravillosa experiencia con el lápiz y una hoja de papel en blanco, que culminaba en una historia llena de expresión literaria.

Creciendo, fue acumulando textos y más textos, que conformaron una inmensa cantidad de libros escritos, que nunca llegaban a publicarse. No quería hacerlo porque su pasión era escribir y escribir sin parar hasta el último de sus días.

Viajó por el mundo adquiriendo experiencias y anécdotas que llenaban las historias desconocidas de sus libros. Por las noches se le veía concentrado y pensativo escribiendo. A veces no dormía y tampoco comía, hasta ver terminada su obra.

A la edad de doce años tenía acumulado cerca de cinco mil escritos y cada día escribía mejor y más rápido. Era capaz de escribir un cuento en tres minutos.

Creció y su vida se transformó en un delirio de textos, que escribía afanosamente y que guardaba con gran celo.
Ya a la edad de treinta años se jactaba de tener cien mil escritos terminados, pero nadie los había leído ni conocido, sólo él.

Los corregía y pulía periódicamente y mientras más los revisaba más ideas se le venían a la mente y más escribía. A los cincuenta años ya tenía una bodega abarrotada de textos, que superaban la cifra de trescientos mil.

Un día, su hermano menor le preguntó porqué no publicaba sus textos y Anatoli respondió que sólo escribía para regocijo propio y que cuando muriese podrían publicarlos todos. Ese fue su único comentario al respecto.

El tiempo pasó y fue envejeciendo lentamente y la bodega ya no daba abasto para tanto libro, sin embargo Anatoli seguía escribiendo todos los días y en todo momento. Su vida eran sus libros y parecía que se alimentaba sólo de palabras y de hojas llenas de letras.

Finalmente llegó el día en que Anatoli falleció a la asombrosa edad de ciento un años y se cumplió su último deseo: Sus libros serían por fin conocidos por los curiosos lectores que esperaban con ansias devorarlos.

El señor de los libros se había hecho famoso en todo el mundo por esta compulsiva adicción a las letras y los lectores habían estado expectantes a cada nuevo texto que nacía de su fervorosa imaginación de escritor fecundo.

Se contabilizaron los libros que conformaron una inmensidad de textos jamás imaginada. Cerca de un millón de libros de todo tipo. Algo nunca antes visto en la historia de la Literatura.

Terminado el sepelio, Anatoli subió hasta los cielos y a las puertas del Edén le esperaba una grandiosa muchedumbre que lo saludaba y le aplaudía.

– Es el señor de los libros–, comentaba en voz baja el gentío, y éste ufano y agradecido por tan gozoso evento sonreía y movía la cabeza saludando a todo el mundo.

– Bienvenido seas hijo mío –, exclamó contento San Pedro cuando le vio y le abrazó cariñosamente.– Te estábamos esperando –, le dijo con una voz suave y tierna, – tus libros han gustado mucho aquí en el Cielo, los hemos leídos todos, una y otra vez, cada día desde que comenzaste a escribirlos,– continuó diciendo el patrono de la Iglesia mientras acompañaba del brazo a Anatoli a su recepción final.

– Miren, ahí viene –, exclamaban gozosos los miles y miles de rostros felices y sonrientes que se habían apretujado al borde del camino por donde Anatoli y el Santo Padre caminaban. Muchos tenían libros en sus manos, hermosamente decorados con tapas luminosas y otros estiraban las manos para tocarle, con la esperanza de que el famoso escritor les brindase un fugaz autógrafo.

Finalmente llegaron a un majestuoso jardín de colores suaves y luces doradas que danzaban por doquier, mientras millares de letras de sus libros se desparramaban por delante de sus pies y danzaban por sobre su cabeza.

Parecía que las letras mismas le brindaban a Anatoli un recibimiento especial. El paisaje se llenó de perfumes, música y sonidos de agua fresca, al tiempo que pajarillos y mariposas de todos los colores y especies formaban un monumental arco iris al fondo del camino.

–Te está esperando – le dijo amablemente el santo Padre a Anatoli y le empujó suavemente para que avanzara. San Pedro quedó unos pasos atrás y Anatoli fue conducido delicadamente hasta un jardín esplendoroso en donde estaba el Señor sentado en un banco de mármol pulido, majestuosamente blanco.

Anatoli se detuvo y le vio. El Señor se incorporó y dio media vuelta. Anatoli quedó de una pieza, el Señor tenía entre sus manos su último libro y se le acercaba pausadamente con el rostro sonriente e iluminado.

–Es más de lo que pensé –, le dijo mirándolo a los ojos, – es magnífico el final de tu último libro, Anatoli. Debo decirte que nos tenías a todos entusiasmados con tus textos maravillosos y cada día que pasaba te seguíamos paso a paso y letra a letra todo tu quehacer literario. Todo el mundo ha leído tus libros aquí en el reino de los Cielos.

– Eres bienvenido –, le dijo el Señor acercándose y estirando sus manos abiertas y Anatoli hizo lo mismo, con un ademán de arrodillarse, pero las manos del Señor lo levantaron delicadamente del suelo y puso su mano sobre la frente de Anatoli y lo persignó con la señal de la Cruz.

– Gracias Dios mío –, balbuceo Anatoli emocionado,– muchas gracias –
– Nada me debes, hijo mío–, le respondió el Señor con el rostro y la mirada serena –, debes saber que cumpliste la misión que te encomendé fielmente y por eso estas aquí conmigo, ahora falta que termines definitivamente con tu historia personal, con la historia final de tu libro verdadero.

– Creo que los he escrito todos Padre…, intentó decir Anatoli con su voz un poco entrecortada – y todos tienen un final…
– Así es hijo mío. Todos tus libros tienen un final, pero tu misión está incompleta –, le dijo el Señor con una complacida sonrisa, – tus libros son hermosos y profundos, nosotros hemos disfrutado mucho con ellos y es hora de que los tuyos también lo hagan. Tendrás que regresar –, terminó diciendo el Señor y se despidió con un gesto tan amable que Anatoli quedó donde mismo estaba por espacio de varios segundos.

Al rato sintió que alguien lo tomaba del brazo y le hacía girar suavemente sobre sus pies y le acompañaba cordialmente por el camino de regreso. La muchedumbre abrió paso a San Pedro y Anatoli, despidiéndolo con gran emoción y fue dejado nuevamente a las puertas del Cielo.

Cuenta la Leyenda, que años después de la muerte de Anatoli, cierto día, un viejecillo entró furtivamente a la bodega en donde se guardaba el millón de libros que Anatoli había dejado, y sacaba todos los días uno a la vez, pero nadie sabía adonde los llevaba.

Así pasaron otros ciento un años y finalmente los textos de Anatoli fueron conocidos por todo el mundo, excepto uno sólo.
El que el señor tenía en sus manos al momento de recibir a Anatoli en el jardín del Edén.

De este libro, nadie supo nunca más nada. La gente rumoreaba que sólo Anatoli sabía de que se trataba y donde se guardaba. Era el verdadero y único tesoro del Señor de los Libros.



Texto agregado el 14-09-2005, y leído por 236 visitantes. (0 votos)


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